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Ejército y sociedad civil (11)

18 enero, 2018 By amarias Dejar un comentario

La mayor amenaza interior al Estado de derecho (entendido, como respeto al orden constitucional) que se cierne hoy sobre España es la posición secesionista de un sector muy significativo de la sociedad catalana, y que ha quedado reflejado en las elecciones para decidir la constitución del Parlament regional, con una mayoría simple de diputados representando a partidos en rebeldía constitucional.

La cuestión no está resuelta en absoluto, a pesar de la aplicación del art. 155 de la Constitución, por la que se disolvió el Parlament que había votado la independencia de Catalunyay proclamando, simultáneamente, su forma de Estado como República.

Como es bien conocido para quienes lean estas líneas en el tiempo en que son escritas, el ex President Puigdemont (destituido) se encuentra fugado de la Justicia en Bélgica con algunos ex miembros del anterior Gobierno, y el ex vicepresident Junqueras y varios significados miembros de los partidos secesionistas se encuentran en prisión preventiva. En la nueva composición del Parlament, a resultas de las elecciones autonómicas del pasado 21 de diciembre de 2017, y si bien el partido “constitucionalista” Ciudadanos tiene más diputados que los demás, la mayoría de la Cámara es independentista, aunque posturalmente puedan acatar la Constitución. (La diferenciación, que se ha convertido en corriente, entre partidos, según que acaten o no la Constitución vigente, produce escalofríos)

Los acontecimientos recientes no permiten conceder credibilidad a las declaraciones de lealtad, si se producen, cuyo objetivo será garantizar nominalmente constitución de la Cámara “por imperativo legal” (eufemismo que oculta intenciones delictivas), y se hará salvando por el camino dificultades, declaraciones y actuaciones esperpénticas más bien propias de una historieta de ciencia-ficción que de una realidad torturada.

Catalunya tendrá pues, nuevamente, a finales de febrero de 2018, un President independentista, y se reproducirá en el orden/desorden institucional el esquema de una sociedad dividida, polarizada en posiciones temperamentales, agudizadas hasta el histrionismo. El Parlament tensionado reflejará, como en un espejo, las incertidumbres que la sociedad catalana no acierta a resolver. En frase acertada de Josep Borrel (“Escucha Cataluña, Escucha España”, 2017, Península), “un problema entre catalanes”, planteada como pregunta. Una incógnita que no se sabe despejar.

La situación no es nueva. Se ven suficientes elementos en ella para detectar el deseo de una repetición de la Historia, pretendiendo estar en situación de mejorar errores del pasado, desde una voluntad independentista, cuya legitimidad está de nuevo, en confrontación violenta con la oportunidad. Nada que ver con hipotéticos o reales agravios de la realeza castellana a los condes catalanes, ni en las revueltas campesinas del dieciocho, ni Castilla a los condes de Cataluña, ni, mucho menos, en el déficit presupuestario de la región o en la superioridad de lo catalán -con guiños de identificación y complacencia cona la Europa floreciente-.

No parece efectivo ahondar, repasándolos, en los sentimientos que pudieron servir de pretexto de acción a generaciones ya extintas. La historia actual la construimos y protagonizamos quienes estamos vivos y con capacidad de actuación. Los intereses, sentimientos y voluntades a considerar son los de quienes ahora tenemos fuerza de la existencia. Es cierto que debemos apuntar hacia el futuro, si bien nuestra principal responsabilidad, en tiempos de conflicto, es no destruir lo que ya tenemos. No sirve el pretexto de que, desde sus ruinas, aflorará una Arcadia.

En agosto d 1931, la Generalidad había aprobado un texto, en “ejercicio del derecho de autodeterminación que compete al pueblo catalán”, por el que, reconociendo “la personalidad política de Cataluña”, se “debía precisar su compromiso con la República española” ofreciendo a “las Cortes Constituyentes de la República una prenda de amor” (sic) “que pone Cataluña en la defensa de la libertad que todos los pueblos de España han conquistado pro la revolución del 14 de abril”. La fórmula se concreta en la manifestación de que “Cataluña quiere que el Estado español se estructure de manera que haga posible la federación entre todos los pueblos hispánicos”.

El derecho de autodeterminación de Cataluña surge, como ha puesto de manifiesto Eduardo García de Enterría en su prólogo al libro “Sobre la autonomía política de Cataluña”, que recoge textos de Manuel Azaña, del concepto de nación como base del Estado. Un concepto sentimental que tiene raíces en la revolución francesa, que la hizo descansar en la voluntad del pueblo. Se construye así un íter argumental que va desde el pueblo y su auto-consciencia mayoritaria de ser nación y que lleva a la independencia, esto es, a desear la autodeterminación.

Para la colectividad desarrollada y democrática, la única opción para hacer efectiva esta voluntad, si existiera en algún subgrupo de un Estado,  es dentro del marco de la Constitución vigente, como Norma fundamental pactada. En el caso español, no impuesta, sino acordada por una amplísima mayoría, por todos los ciudadanos españoles en 1978.

No se trata de negar la existencia de nacionalidades en el territorio de España, entendidas como consciencia de singularidad por parte de grupos significativos, delimitados o no por fronteras políticas o físicas. La voluntad de autodeterminación tiene que ligar ese deseo con la posibilidad real de subsistencia independiente, conceptualmente al menos, paritaria con los demás Estados existentes, y en un contexto de respeto a los derechos y libertades.

La Constitución española garantiza la distinción entre un Estado que centraliza ciertas funciones básicas y regiones o Autonomías que disponen de competencias legislativas y de gestión (con cesión o recaudación autónoma de impuestos), en un equilibrio político que puede no ser estable. El dinamismo en las fórmulas de gestión del Estado, sin embargo, ha de encontrar su punto de equilibrio en la Constitución renovada, vigente en cada momento, votada por una mayoría definida de todos los ciudadanos del Estado plurinacional. No puede ser roto unilateralmente desde las regiones.

Los sucesos revolucionarios de octubre de 1934 se concretaron en dos posiciones disjuntas: a) en Asturias, se pretendía instaurar la dictadura del proletariado, movimiento de las clases desfavorecidas, que posteriormente cristalizaría en el Frente Popular; b) en Cataluña, la insurrección se presenta como un movimiento político, que cree encontrar la ocasión para proclamar la independencia del Estado central.

Como es sabido, las elecciones de noviembre de 1933 habían sigo ganadas por el partido de Gil-Robles (la CEDA), de derechas, perdiendo las mismas el Partido Radical de Lerroux. En Cataluña, el gobierno de izquierda de Companys, empeñado en una reforma agraria que diera propiedad de la tierra a miles de pequeños agricultores viticultores -rabasaires, desoyó la declaración de inconstitucionalidad de la ley  (Ley de Contratos de Cultivos) que se había aprobado desde la Generalidad, y que creaba derechos a estos campesinos en contra de los terratenientes. Presentado por éstos un recurso (a través del partido conservador de la Lliga), se anuló la Ley de Contratos, pero el gobierno regional volvió a aprobar un texto similar.

El 4 de octubre,  Alejandro Lerroux formaba un nuevo gobierno con ministros de la CEDA, provocando la convocatoria de huega general en toda España convocada por los socialistas. El gobierno declaró el estado de guerra en toda España  y el 6 de octubre, Lluís Companys  proclamó la República Catalana (el llamado Estado catalán de la Republica federal española) afirmando, en un inflamado discurso en el que afirmó que “el odio y la guerra a Cataluña constituyen hoy el soporte de las actuales instituciones”.

El paso dado por Companys era arriesgado pero no era drástico. Algunos historiadores interpretan hoy que el acto, más que secesionista, pretendía controlar el movimiento anarquista de la izquierda marxista. Solo que los acontecimientos se precipitaron. Companys pidió al general Batet, general en jefe de la IV división, que se pusiera a sus órdenes, a lo que éste se negó, reafirmando que solo obedecería órdenes desde Madrid.

La Generalitat contaba entonces, como elemento para defensa del pulso constitucional, solo con la reducida fuerza de los Mossos (apenas un par de centenares de efectivos) y la hipotética militarización civil. No hace falta precisar más detalles. Unas horas después, y tras una puesta en escena del desequilibrio de fuerzas Companys rendía su gobierno a Batet, esto es, al gobierno de Madrid.

El telón de aquel pulso catalanista se cerraría con la guerra incivil: la resistencia desde Cataluña y Aragón al levantamiento fascista fue protagonizada por anarquistas y fuerzas de la izquierda marxista, propiciando las batallas más cruentas de la guerra; Companys, juzgado con indulgencia por el gobierno de Azaña, sería fusilado al acabar la contienda por los alzados victoriosos, y Batet, por su desgraciada parte, lo habría sido, ya en 1937, por sus colegas traidores a la República, al negarse a apoyar la rebelión.

La compleja urdimbre del sentimiento nacionalista catalán recibía así una nueva inyección de confusionismo ideológico que permite, hoy día, ver juntos a representantes de la derecha burguesa, del cristianismo de tendencia humanista y a la izquierda revolucionaria. Una amalgama explosiva frente a un gobierno del Partido Popular asediado por la corrupción y anquilosado por la ineficiencia.

(continuará)

——

 

 

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