Manuel Fernández Sanz, autodenominado Manolito el Pollero, poeta de la bohemia matritense, con un solo libro publicado, y póstumo, ha sido rescatado del olvido por mi amigo Mario Fernández, librero de viejo y nuevo, que ha tenido el buen gusto de reeditar “Silva, Grillera y Cigarral de Manolito el Pollero”, inencontrable rareza publicada en 1966, editada y prologada en su momento por Camilo José Cela.
El prólogo de Mario con el que da nuevo lustre a la colección de poemas, cuenta detalles de la vida de Manuel Fernández, y ofrece pinceladas certeras del ambiente literario de la época, en el que El Pollero se desenvolvía con soltura y respeto.
Recuerda el re-editor que Manuel se definía de esa curiosa manera, y alardeaba de ser el único poeta que vivía de la pluma, con el fondo de solfa y retintín que ponía en evidencia sus orígenes astures. Su familia era propietaria de un próspero negocio de venta de pollos en el barrio madrileño de Tetuán.
Persona de refinada cultura, amigo de muchos de los escritores famosos de la época, fue un genuino vividor, un vago genial, un poeta con una habilidad seductora para la palabra que escribía con facilidad versos rimados de los que se conservan pocos, pues algunos recibieron publicación puntual esporádica y esta selección (o lo que fuera) fue realizada por el propio Manolito el Pollero y entregada a Cela, con disposición de sufragar él mismo la edición, lo que no pudo cumplir porque le llegó antes la Parca, si es que el premio Nóbel, gran amigo, le hubiera permitido tal dispendio.
Dicen las crónicas de esos que reinventan la misma historia para aplicarla donde les convenga, que Manuel escribía en servilletas de papel, que tiraba al suelo con menosprecio, y que sus amigos recogían y planchaban y que gracias a ello se pudo recomponer aquel libro que Cela publicó al mes de su fallecimiento. No debió ser así, porque el propio Cela cuenta que el manuscrito se lo entregó el autor, y si existen poemas aún por descubrir en servilletas, vengan luego.
Manolito el Pollero está enterrado en el cementerio de San Justo, en Cornellana, junto a su mujer y su hijo. Aunque nacido en Madrid, Manuel Fernández Sanz era de familia asturiana y disfrutaba con asiduidad del reposo que le proporcionaba, sin duda, la casa que poseían en San Justo, cerca del lugar en donde hoy reposa.
Esta cuidada edición del propietario de la librería Berceo nos recuerda que Manuel Fernández Sanz reclama desde el silencio forzado de su voz apagada pero la fuerza vitalista permanente de sus versos, un recuerdo-homenaje póstumo. Por qué no, “Entre arrullos y cantos de sirena”, como reza el soneto que dedicó A una Caracola.
Nota P.S.
Mario Fernández, a poco de enviarle yo esta modesta reseña, me llama para corregirme la versión anterior, en la que atribuía la recopilación a la aportación de amigos recolectores de servilletas arrugadas. Dice que esto es un cuento chino, del gusto de los que buscan truculencia anecdótica donde solo hay verdad simple, y que hay que leerse bien el prólogo de Cela (y el suyo mismo) para encontrar el desmentido.
Corrijo, pues, y pido disculpas. Aunque la falsa anécdota tenía jugo, éste no era leal, sino prestado.