Todavía se escucha de vez en cuando la categórica frase de “todo está inventado”, que es una fórmula todo terreno que igual sirve para sacudirse de encima a un petulante que presume de una autoría que no le corresponde, que para acogerse a la falsa modestia, cuando se ha tenido suerte en algún emprendimiento.
Como es imposible saber exactamente lo que nos queda por descubrir para desentrañar lo que calificamos como “misterios del Universo”, en lugar de pretender que ya estamos al cabo de la calle, es decir, que estamos a punto de entrar -como colectivo pensante- en el sacrosanto reducto que nos desvelará lo fundamental, lo más prudente sería admitir que nos queda mucho por avanzar. Que lo que sabemos o creemos saber es apenas un ápice de lo que nos queda por descubrir y que, por supuesto, lo descubrirán otros.
Para quienes estamos sumidos en la consciencia de una ignorancia que podríamos calificar de supina, sino fuera porque tampoco es cosa de fustigarse las meninges en plan masoquista de élite, cuando escuchamos que algún sabio de primer nivel se cree a punto de descubrir lo que sucedió en los primeros nanosegundos de la existencia del cosmos, no podemos menos de abrir tamaños ojos, reconociendo la distancia que nos separa de los privilegiados del conocer “lo más”, cuando estamos aprendiendo a poner palotes .
Conscientes de esta limitación del cerebro común, o simplemente, con-vencidos por la certeza de que nuestro tiempo propio se está acabando y que muy poco tenemos resuelto, y aún menos, entendido, de las grandes incógnitas que vienen preocupando tanto a filósofos como a lerdos desde que el ser humano se empezó a dar cuenta de que algo iba mal en nuestra naturaleza inmortal, no nos queda otra que echar mano del fondo de armario de las creencias colectivas, el poso de lo transmitido por padres (madres, sobre todo), educadores con carisma (profesores de latín y griego, tal vez) y de aquellas lecturas de Salgari y Dickens, que nos hicieron soñar con que nos esperaban aventuras y nosotros tendríamos el papel de los buenos.
En ese fondo de armario se encuentran, cubiertas con el polvo de siglos, transferidas como un testigo con marcas de haber sido utilizado en infinitas carreras de fondo, ideas bastante simples, aunque revestidas de ropajes imaginativos, que pretenden responder con dogmas y ritos ancestrales para convocar espíritus, a lo qué hacemos aquí, por qué razones, y, por si acaso, qué sentido tiene que seamos capaces de elucubrar, planteando tantas preguntas para tan torpes y escasas respuestas.
Solo los más sagaces en descifrar misterios, parecen disfrutar de la sensación emocionante de intuir dónde está el punto de apoyo de la flecha del tiempo en el arco del que se nos lanzó a vivir escatimándonos tanto espacio, con tanta carga y tan escaso nervio.
A medida que nos hacemos mayores y lo que entendemos queda por hacer pierde sentido para nosotros, no queda otra que volver con mayor frecuencia la vista hacia dentro (es decir, hacia atrás) y rebuscar, en el fondo de armario de nuestras vivencias, lo que nos une todavía a nuestros muertos, a las personas que nos han amado, a los que nos cedieron la antorcha de la vida. Para preguntarnos y responder también por ellos, si hay algo de lo qué les fue que mereció la pena.
Con esos harapos tenemos que cubrirnos cuando nos vengan mal dadas y se nos acaben los trajes de oropeles y cuentos. En cualquier caso, sería desolador encontrar vacíos y silencios en nuestro armario, aunque, también, lo más probable.
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