La capacidad del cine para desarrollar nuestra innata afición al voyerismo está reconocida. Somos curiosos, y nos gusta observar a los demás sin ser descubiertos. ¡Difícil sustraerse a atisbar por el rabillo del ojo lo que está leyendo el desconocido que está a nuestro lado en la consulta del médico, en el metro! ¿Qué decir de la atracción de un cuerpo desnudo, mojigatos aprisionados por un pudor que nos impone con recato falsario la cubrición del nuestro?
Tiene, tiene que ver ésto que escribo con el cine. Al menos, para mí. Una película ha de pretender presentar en menos de dos horas una historia con suficiente intensidad para conmovernos, enseñar o distraer, y, para ello, tiene que apelar a la curiosidad de cada espectador. No a todos nos gusta lo mismo, ni con la misma intensidad, pero lo que ninguno de nosotros dejará de tomar en consideración es la presentación de algo que ha sido concebido para seducir nuestra atención, si la selección de materiales está hecha por un maestro.
En el cine, pocos directores lo consiguen. No debe ser cosa solamente de haberlo estudiado, porque circulan por ahí bodrios notables y hay genios que no han pasado por las aulas. Supongo que es cuestión de presentar los hechos de forma sincopada, orquestal, combinando lo sustancial y lo superfluo, y tratar una red para que el subconsciente también perciba algunos mensajes.
Tampoco hay muchos actores y actrices que nos conduzcan con seguridad por el juego sublime de incorporar realidad a la ficción, dotando a sus papeles de tal convicción, que nos permita olvidar que lo que estamos viendo fue creado o recreado para ser recogido por las cámaras.
Y no quiero olvidarme, en este repaso nada erudito por los recovecos del lenguaje cinematográfico, de todos aquellos profesionales que contribuyen a la credibilidad de las imágenes, generando paisajes, vestimentas, escenarios, y seleccionado enfoques, luces, sonidos, engañándonos, haciéndonos vivir como cosa propia lo que no pertenece a nuestra existencia más que por culpa del celuloide.
Christian Petzold es un maestro en dotar con mensajes sutiles a historias que, si se hubieran seleccionado con criterios menos poderosos y poéticos, no tendrían más poder de conmovernos que las noticias del telediario.
¿Cuántas veces lo hemos visto antes?. Es cierto que cuenta, en Phoenix (como también en Barbara), con una pareja de actores excepcionales: Nina Hoss y Ronald Zehrfeld -en este caso, para mi gusto, especialmente inspirado el segundo, aunque Nina Hoss siempre brillará a niveles de inmensa actriz-.
Pero la historia se transforma por la manera en que nos la cuenta. Phoenix (sí, la referencia al ave que resurge de las cenizas, apunta ya desde el título de la película en una dirección específica, que el desarrollo de las escenas acabará matizando, y de qué manera), es una película muy buena. No vale solo lo que cuenta, y cómo lo hace, sino que también -y aquí brilla el genio cinematográfico de Christian Petzold como contador de historias- por lo que estimula y sugiere al espectador.
Phoenix es una historia de amor, en la que se confrontan el amor por la persona y la ambición por el dinero. Los protagonistas tienden sus deseos personales en el reducido escenario de un Berlín de postguerra, que se nos presenta esquemáticamente. Hay más: una sociedad que quiere sepultar las heridas de un pasado reciente, ocultar sus miserias, mentirse.
Lo que parece abocado a desembocar en tragedia -el contexto es, en efecto, trágico-, se resuelve en lo que está al alcance de la víctima-creador como venganza perfecta, en la que el engañado toma el control de la situación, para recrearla como le apetece. Y, como en un juego de artificios, asistimos encantados a un final en el que somos cómplices de la inteligencia desplegada, vencedores de los villanos que solo se ocupaban de sus mezquinos intereses.
Echo de menos películas sobre la postguerra española que nos presenten comportamientos relacionados con las verdades humanas, en las que no haya solo buenos y malos, sino seres que están sobreviviendo a sus pasados, con su carga a cuestas, renaciendo de unas cenizas en las que no se reconocen. Pero para contar eso bien, es imprescindible que tengamos directores con la sensibilidad de Petzold y actores conscientes de que la interpretación de lo que está siendo contado debe dejar mucho espacio abierto al espectador inteligente.
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