(Este comentario forma parte inseparable de otros tres con el mismo título)
En estas disquisiciones, no me estoy refiriendo a las discrepancias entre políticos, sino entre gentes que no tienen dependencia directa con esa profesión que ha hecho del arte o picardía de convencer a los demás su capacidad para tomar decisiones sobre lo que nos afecta.
Debo aclarar también, porque ya toca, que son muy escasos los ámbitos en los quienes nos gobiernan o pretenden hacerlo, pueden adoptar decisiones que sean relevantes (en el entorno occidental y en este momento de la Historia) para la mayoría, en el sentido de que sean estables a medio-largo plazo. El punto de dedicación casi obsesivo de los políticos con mando en plazas es la economía, pero la capacidad de planificación o influencia en general y con solvencia de los ministerios es escasa, salvo en dos ámbitos muy delicados: los impuestos y las prestaciones sociales.
Los dirigentes pueden decidir entre subir o bajar impuestos y pueden pretender aumentar las prestaciones con o sin dependencia de lo primero. Si suben impuestos, salvo para las clases medias y las pymes que no tienen capacidad de migración fiscal o deslocalización, las grandes fortunas inventarán eficaces sistemas de evadirse y las multinacionales cerrarán factorías. Si los bajan, no podrán mejorar las prestaciones por sí mismos, aunque existe una teoría un tanto filantrópica por la que el movimiento libre del capital genera actividad y riqueza en mayor cantidad y fortaleza que si se le controla mucho.
No tengo dudas de que el punto de equilibrio adecuado está en mantener una excelente información fiscal y de prestaciones, para evitar evasiones y despilfarros, y, además, saber combinar la libertad de mercado con unas referencias públicas en sectores clave (los llamados estratégicos), para tener vision sobre los costes y los precios. En el sector de la investigación farmacológica, terapéutica, materiales y tecnologías de defensa (como fundamentales), el control desde el Estado debería ser muy intenso y eficaz, promoviendo iniciativas donde falte impulso, y estando prestos a ceder el control al mando empresarial privado, cuando el riesgo o el concepto de estratégico se debilite.
Lo que es imprescindible para sostener este edificio y que no parezca voluntarista o utópico es contar con funcionarios, empleados públicos y colaboradores del Gobierno excepcionalmente eficaces e instruídos. Tienen que sostener, con conocimiento, sensibilidad y entrega esta filosofía. Las carencias en nuestro país, en donde triunfa el amiguismo, el nepotismo y la estupidez combinada con la supina ignorancia, adueñándose de sectores clave y, como puede demostrarse, del Gobierno y muchas instituciones, hacen que estas ideas sean de imposible práctica.
Los intentos de convertir en eficaces las empresas y organismos públicos fracasan casi sistemáticamente por la falta de idoneidad de sus dirigentes y, cuando lo son, por la precariedad de sus nombramientos; en no pocos sitios, personal de las entidades públicas o con dominio público acaba perdiendo (si lo tuvo) la mayor parte del interés, la capacidad de entrega y el rendimiento exigible, al advertir que los sistemas de control y estímulo internos están sometidos al albur de las decisiones políticas, muchas de ellas incomprensibles o mal explicadas.
Para discutir con solvencia de economía política hay que saber mucho, pero no de lo que se aprende en los libros (y ni siquiera en las Escuelas donde se imparten máster para conocer de negocios), sino en la práctica. Hay que entender de discusiones a cara de perro, de cajas B, saber mentir con cara de póker, viajar en turista y sentarse a vender lo producido sin importar el cambio horario y sin dormir, hay que fracasar un par de veces, tener amigos hasta en el infierno, vigilar de cerca a los políticos para sacar alguna tajada, saber quién sabe más y tenerlo a nuestro lado…
Para hablar de religión con solvencia, puede leerse La revancha de Dios, de Gilles Kepel y aprenderse un par de pasajes de memoria. Existen, claro, otras opciones, pero deben haber sido escritas desde la distancia dogmática.
Para conocer algo de corrupción y entender someramente qué vientos corren en todas direcciones, se puede leer a Baltasar Garzón (y hacer caso omiso de su comportamiento actual, en mi opinión, lleno de agujeros) El Fango (cuarenta años de corrupción en España) Editorial Ariel, y tratar de actualizar la información con los nuevos escándalos, de los que el panorama estará siempre bien surtido. Y si hay reparos con el personaje, sirve quizá aún mejor y más actualizado, el ensayo de Joaquin Bosch, La patria en la cartera, (Pasado y presente de la corrupción en España).
Respondo, en fin, al tema principal: porqué la gente sensata piensa diferente políticamente. Porque no quiere saber exactamente de lo que se cocina en las retaguardias de nuestra intendencia. Y quizá, para ser algo más feliz, sea prudente manifestarse ignorante y estúpido en política, para mantener a los amigos que han leído libros diferentes a los nuestros y poseen experiencias no comparables. Porque vivir es un ejercicio de supervivencia y, la verdad, no merece la pena enfadarse con la gente que apreciamos por culpa de la ausencia de suficiente información para juzgar los asuntos de política (o de religión)
Deja una respuesta