Hay tipos singulares -anónimos- con los que uno se tropieza casi a diario, y cuya fisonomía, atuendo y circunstancias, se convierten en habituales, llegando a ser imprescindibles para caracterizar el paisanaje peculiar de nuestra ciudad, particularmente, si es una población grande en la que las relaciones personales escasean.
Esos otros seguirán siendo desconocidos en lo sustancial, pero, a base de cruzarnos con ellos una y otra vez, acabamos incorporando inconscientemente su realidad a la nuestra, como un trofeo, convirtiéndolos en uno más de los recursos con los que nos adueñamos del espacio que, obviamente, nos pertenece solo de pasada.
Se ha puesto de moda en las ciudades introducir estatuillas que pretenden recordar a esos tipos, que encarnan o encarnaron profesiones imprescindibles, y de los que nos importa muy poco entender su individualidad: el barrendero, la estudiante, el cartero, la lechera, el sereno…
No hay ciudad que se sustraiga a esa devoción a rellenar huecos urbanos con figurillas de personajes reales o inventados, a los que uno puede encontrar, hechos bronce y piedra, en las esquinas, (ya ocupados en un eterno paseo sereno o discusión tensa), ocupando espacios fijos (en bancos de asiento, plazas y balaustradas), o apostadas como para hacernos zancadillas en medio de una acera.
De todas las poblaciones españolas, resulta que Oviedo, según algunos que han hecho el cómputo per cápita de las estatuas diseminadas por sus suelos, es la campeona de la categoría, como si hubiera una obsesión frenética en convertirla en una peculiar Pompeya. Esa ciudad, recoleta por excelencia en las Españas, saloncito urbano del cosmos ibérico, ha consolidado, con ello, su naturaleza provinciana cum laude, pudiendo ser considerada ejemplar superlativo en la devoción monumental a poner en un material poco perecedero a personajes de realidad o ficción que tienen o tuvieron o pudieron tener algo que ver con su paisaje urbano, aunque lo fueran traídos por los pelos.
Una notable colección inmovilizada de mitos propios y ajenas, héroes literarios, tipos inventados por otros o creación de sí mismos, incluso trozos de vísceras, culos y torsos, puebla Oviedo, disputando el espacio con los vivos. Hay estatuillas dedicadas a la Regenta, a las verduleras, a la estudiante absorta, a la cantante lírica, al viajero, a la lechera, a la madre amamante…a Rufo (un perro), compartiendo fama visual con otras representando a Woody Allen, a Manolo Avello, a la Torera, a Paulino Vicente, a Sabino Fernández Campo, al cabo Nobal, a Manolín el Gitano o a Carlos Tartiere -no quiero ser exhaustivo, por supuesto-.
Pues bien: después de este largo prolegómeno, que puede que no tenga nada que ver con lo que voy a contar, pero me apeteció escribir, paso a enumerar mi particular colección de tipos de la calle, con los que me encuentro prácticamente a diario, y de los que, cumpliendo con la tradición que he expuesto, no conozco más que un destello de su existencia, cruzándose con la mía.
De entre todos cuantos piden limosna en el metro urbano, y cuyo número crece casi exponencialmente, me detengo en primer lugar, en el tipo que, después de comprobar que los guardas de seguridad no están al acecho, atraviesa con medida velocidad los vagones, esgrimiendo un par de paquetes de toallitas de papel en su mano izquierda.
Con voz tonante pero no estridente, nos anuncia, bajo un acento con mínimo deje extranjero, que ha sufrido varias operaciones de corazón y que el carné que sostiene en su derecha justifica su incapacidad para trabajar. En un discurso breve, pero efectivo, nos convence de que carece de pensión alguna, a pesar de tener dos hijos a los que alimentar, y, con preciso énfasis, repite el mantra que le da para vivir: “Esto que cuento no es un engaño ni una mentira. En mi mano tengo una tarjeta con mi nombre. Con mi nombre. Dos toallitas, cincuenta céntimos”.
Puedo imaginarme que, a lo largo del mes, un día tras otro, habrá repetido miles de veces la misma retahíla. Su eficacia, por lo que tengo comprobado, es muy superior a la de los músicos estridentes que destrozan clavelitos, a los mozalbetes que, sin decir palabra, dejan en los regazos distraídos un papel con faltas de ortografía contando su desventura, o a la polifacética ucrania que canta y baila mientras un altavoz a pilas difunde un fondo folclórico de su país de origen.
(continuará)
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