En mi barrio hay condensación de hospitales para enfermos mentales. Los fines de semana, en los que supongo habrá menos personal para atenderlos o, simplemente, a los internos les corresponde tener un tiempo libre a su disposición, me cruzo con algunos.
Son hombres y mujeres que van a lo suyo, y en eso no se distinguirían de cualquiera, solo que, a poco que se les observe, se deducirá que su ocupación, reflejada en movimientos repetidos de forma obsesiva, conduce normalmente a resultados inútiles y, si no los son, se puede calificar de singulares.
Hay una señora que se detiene ante los árboles, como escudriñándolos, y así es capaz de pasarse varios minutos. Otra pide cincuenta céntimos a todo paseante, explicando que lo quiere para un autobús que, por supuesto, no tiene intención de tomar ni falta que le hace. Un joven demasiado obeso se ha convertido en pacífico cliente sedentario de una cafetería, en donde se atiborra de cruasanes y magdalenas, sin decir palabra hasta que, mirando su reloj, entiende que ha llegado la hora.
Otros son los que, como zombis, circulan de cabo a cabo de la acera, siguiendo líneas imaginarias que no dejan de pisar aunque se crucen con corredores en sudadera, mamás con gemelos de probeta o jubilados a los que se les encargó comprar el pan y la leche de diario.
De todos ellos, me impresionó un hombre en su cincuentena, que hacía frecuentes paseos cargado con bolsas de libros, a los que iba abandonando en las papeleras que encontraba a su paso, con un empeño exquisito en llenarlas hasta el borde.
No se de dónde sacaba su carga, pero puedo dar fe que, cuando llevado por la curiosidad de precisar lo que depositaba, hurgué tras él en uno de los contenedores, encontré que eran fascículos de múltiples enciclopedias en francés, español e inglés, tomitos de varias colecciones de filosofía y política, y ejemplares de maestros diversos, desde Emilio Salgari a discípulos hoy olvidados del marxismo, el estructuralismo y la semiología. Me dio que pensar, sobre todo que, aquellos libros, si habían sido suyos, revelaban que aquel orate había tenido una formación de base parecida a la mía.
Cuando desapareció de mi paisaje, me atenazó el fantasma de temer que ese erudito de papel impreso, habría avanzado más, traspasándola hasta el fondo, por la puerta de su locura, lo que le habría cerrado las puertas físicas del manicomio en el que le había hospedado sus deudos algún día.
Tipos curiosos, aunque habituales de Madrid, que es mi ciudad desde hace años, son también quienes forman las que caractericé como especiales parejas de hecho, a las que ya me referí en otros escritos. No son específicas de la escena matritense, pero aquí se hacen notar, porque, por la obvia concentración demográfica, su concentración es mayor que en otras ciudades más pequeñas.
Las hay de varios grupos: la más curiosa es, en mi opinión, la del señor anciano, más o menos cuidado en el vestir, al que acompaña una joven de opulenta apariencia -condensada en sus nalgas sobre todo-, tez bastante oscura y patente origen hispanoamericano; con un anciano en silla de ruedas empujada por una persona más joven, y, en este caso, por los síntomas, compartiendo su misma base genética, se forman también múltiples parejas urbanas, cuyo número crece también, y por la misma razón que la anterior, por el envejecimiento de la población.
De todas las parejas urbanas, hay una, la formada por dos animales de distinta especie, que suele repugnarme. No es culpa de los dos por separado, sino por el efecto que la combinación propende a producir. Se trata, como el lector habrá adivinado, del propietario de un perro y el llamado por su excelencia, animal de compañía.
Su proliferación, que no tenía por qué tener efectos sobre terceros, ha llenado la ciudad de cacas y malos olores. No es raro sorprender, en la mañana temprano o una vez anochecido, a esas parejas paseando hacia el parterre más próximo a la residencia del humano, para que el otro se aligere de sus necesidades apremiantes. En el camino, por corto que sea, lo habitual es que el bicho se detenga varias veces a husmear olores de sus congéneres, orine allí donde le parezca que debe anunciar su territorio, y, en fin, defeque en cuanto el vientre le apriete.
Esa pareja urbana tiene una posible representación deplorable, si de inmortalizarla se tratara, para escarmiento general, modelando al perro en actitud de evacuar y a su propietario, sosteniéndolo por la correa, mirando hacia los lados, vigilando la ocasión de escapar dejando a otros el regalo de la deposición de su mascota.
He sido testigo incluso de la actuación canallesca de un propietario de cánido, al que, habiendo simulado primero disponerse a recoger lo que acababa de evacuar su perro -sin duda, de excelente pedigrí-, cuando le pareció que yo habría pasado de largo y creyendo que no miraría hacia atrás, sorprendí dejando la mierda para otros.
(continuará)