“Aquí paz y después gloria” es una frase hecha con la que damos por zanjado un asunto, de forma coloquial o familiar, sin que la sangre llegue al río, que sería lo mismo que llegar a mayores.
El muy noble deseo de tener paz en todos los asuntos, (especialmente en los que nos pueden hacer daño), es recogido en muchas frases de uso común. Se refleja en ellas tanto la preocupación por las dificultades que es necesario superar para obtenerla como para conservarla, debido a la natural tendencia belicosa de los humanos, como la satisfacción por quienes creen haberla alcanzado; no hace falta precisar que esta última suele durar poco.
La Historia está repleta de Tratados de Paz firmados después de conflictos que causaron miles o millones de muertos de quienes, de haber permanecido vivos, hubieran tenido poco que ganar con la victoria. Las guerras y las paces de alto nivel son empezadas y terminadas por jerifaltes que especulan y juegan con los destinos de otros a los que han convertido en involuntarios peones de ajedrez de sus designios. Que, a veces, algunos de los que van a morir lo hagan llevados de ardores combativos por las que se ofrecen voluntarios defender verdades difusas -que, en realidad, no están en liza-, no prueba más que el poder de persuasión o engaño de los que sería raro encontrar en el mismo campo de batalla.
“¡Déjame en paz!” es lo que indicamos a quien nos molesta con sus insistencias, particularmente si es hijo púber, cónyuge o pareja de hecho en día inspirado para recordarnos nuestras omisiones y debilidades, o, posiblemente, la forma de cortar el alegato del anónimo comunicante -aunque se ponga nombre a sí mismo- que nos ofrece la opción de cambiar de operador telefónico o aseguradora del coche, introduciéndonos, posiblemente, en un camino de malentendidos y torturas.
“Mi paz os dejo, mi paz os doy”, anuncia, en mensaje típicamente críptico, el protagonista excepcional del Nuevo Testamento cristiano. “Descansó en paz” (o “En la paz del Señor”) se lee como epitafio en muchas tumbas, incluso en el acróstico latino (R.I.P.), lo que ahorra cinceladas del marmolista, como indicación que recuerda a los vivos que la existencia es lucha y la muerte, lo queramos o no, “el descanso eterno”.
“Tengamos la fiesta en paz” puede ser la frase que da fin a una controversia o, por el contrario, la chispa que enciende la mecha de intercambio de pareceres más gruesos, incluso físicos, que pueden sorprendemente conseguir la coordinación de ambos contendientes en apalear al voluntario apaciguador, como prueban no pocas crónicas de sucesos.
Aunque no sea cosa de festejar, uno de los principios admitidos por la Sociedad de Naciones y seguido, ya sea por convicción, ambición o sevicia, por todos los gobernantes de la Tierra, fue reflejado en latín por un tal Vegecio en el siglo IV a.d. C. “si vis pacem para bellum”, una de las pocas expresiones que todo buen político debe saber repetir correctamente en la lengua original en que la emitió su autor, y que es traducido, en el lenguaje práctico, por “la mejor defensa es un buen ataque”.
El lema encuentra gran aplicación en estos días de confusión, por los que tienen como profesión principal hacer política, y por oficio oculto, medrar a nuestra costa, seacompañado siempre de lanzamiento de humos de escaqueo, uso de trajes de camuflaje (de color albo,con lo que quieren aparentar que ellos están incólumes), labores de zapa en terreno propio para que los culpables de lo hecho mal se encuentren en los bajos y hasta incursiones de sabotaje en territorio contrario, por aquello de mal de muchos, epidemia.
“No habrá paz para los malvados” es un buen título para una película más bien regular de Víctor Eurice, aunque sirviera de base para excelentes interpretaciones de sus actores, pero no deja de ser un deseo que no van a hacer realidad por sí mismos quienes tienen la bota de su opresor aprisionándoles el cuello, incapacitados para defenderse por no arriesgar a perder el trabajo o la prebenda.
Fuera películas, alguna vez los dioses interiores se toman en serio atosigar al que delinque sin juicio final en los campos de Asfódelos, para que, aunque sea también en una ficción shakesperiana, inculcan a los Macbeth un camino de remordimiento insufrible, destruyendo la paz que les hubiera permitido disfrutar de su pecado.
Lo habitual, sin embargo, es que quienes menos paz tienen -en este mundo, que para un número creciente de incrédulos es el que importa- no sean ni los malos, ni los poderosos, ni los gobernantes, sino los buenos, los humildes, los mandados.
Que, simplificando algo, acaban siendo tenidos por pazguatos. (1)
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(1) A los que dediqué, por cierto, un Comentario, no hace mucho.
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