Alguna vez hemos escuchado que para ser auténtico sabio hay que saber lo que se ignora, juego de palabras de apariencia estúpida si no se fuera capaz de descubrir que ese segundo saber al que se refiere el aforismo consiste en poner límites a los territorios de la ignorancia, sin preocuparse por adentrarse en ellos.
Por otra parte, con el avance implacable de la edad, todo ser humano comprueba que va ignorando incluso lo que sabe, con lo que, si la vida del sujeto, ya sea instruido o analfabeto, llega a ser lo suficientemente longeva, se llega a un estado de ignorancia perfecta, un incompetente incluso para recordar el propio nombre.
Resulta emocionante comprobar, sin más que aguardar a que la naturaleza haga su cruel trabajo, que el mayor de los sabios puede volverse incapaz de apuntar una sola certeza en la página en blanco de su memoria. Una preparación, por lo demás, sorprendente, para lanzarse por el camino de alcanzar la omnisciencia que suelen prometer las religiones verdaderas, ya que se sale de este mundo físico, si se llega a completar el ciclo vital sin interruptus, desprovisto de cualquier resto de inmundicia lógica adquirido en él.
Tengo ahora en mis manos uno de los libros de Jean Henri Fabre (1823-1915), naturalista, entomólogo y poeta, que corresponde a la deliciosa colección “Souvenirs Entomologiques”. Fabre fue un observador cuidadoso de la naturaleza, y sus escritos, cargados de poesía y con un vocabulario esplendente, sugieren los elementos descritos, con tanta perfección y riqueza de términos, que suelen hacernos creer frecuentemente que los tuviéramos a la vista.
Cuenta Fabre que, un día, Louis Pasteur (1822-1895) llamó a su puerta. Aunque no recoge la fecha, supongo que debía ser sobre 1865, cuando el Gobierno francés encargó a Pasteur estudiar la plaga que estaba destruyendo la industria de la sericicultura en la región de Aviñón. Ambos tenían la misma edad, se encontraban en la plenitud de sus vidas y, aunque ya habían realizado trabajos destacables, puedo imaginar que Jean Henri no tenía razones especiales para admirar a Louis, del que “había leído su hermoso trabajo sobre la disimetría del ácido tártrico” y “había seguido con vivo interés sus investigaciones sobre la generación de los infusorios”.
A Fabre le sorprendió que Pasteur no tuviera ni idea de lo que era una crisálida, la metamorfosis o cualquiera de los “mil menudos secretos de la entomología” que sabría “el último niño de la escuela” y…sin embargo, reconoce al recordar esta anécdota “iba a revolucionar la higiene de los criaderos y los gusanos y aún la medicina y la higiene en general”.
La conclusión que extrae Fabre de esta observación de la ignorancia de aquel colega que merecería los más altos laureles, me ha parecido espléndida. “Animado por el magnífico ejemplo de los capullos, me impuse adoptar el método ignorante en mis investigaciones sobre los instintos. Leo muy poco (..) No se nada, tanto mejor: mis interrogaciones serán más libres (…)”
No estoy seguro de si esto parecerá un cuento al lector. Si lo incluyo aquí es porque, cuanto más medito sobre el método ignorante, más sabio me parezco. Tal vez a Vd. le pueda suceder lo mismo.
Y si no fuera así, me permito recordarle que, al final, …todos calvos y, aunque nos cueste admitirlo, ignorantes.
FIN