No soy aficionado a los coches, quiero decir que no pertenezco a ese grupo respetable de expertos en identificar a distancia, con la sola visión de un alerón o la esquina del capó, la marca, los caballos de vapor del motor y la versión exacta del modelo del vehículo.
Este desinterés tiene sus ventajas -me importa un comino conducir un alta gama o un utilitario de la más modesta escala, con tal que funcione-, pero no está exento de problemas. Por ejemplo, soy incapaz de preocuparme por llevar a revisar mi vehículo al taller, salvo para cambiar el aceite del motor (y, de paso, solicitar que me revisen el resto de líquidos de la circuitería) y, bueno, sí…también los neumáticos, cuando barrunto que la hora es llegada.
Hace ya unos quince años, se celebraba en Madrid una extraña Convención empresarial cuyos objetivos he olvidado. La cuota de inscripción era muy alta y, conscientes de que suponía un gasto inútil cuyo importe implicaba un lastre para el cumplimiento de los objetivos de que caían dentro de mi dirección, había decidido declinar la invitación de asistencia. Sin embargo, la llamada del Consejero Delegado, expresando que se contaba con la presencia de nuestro grupo, implicó que suscribiera, no solo mi inscripción, sino también la de uno de los miembros de mi equipo.
Estábamos en el descanso del plumbífero acto, cuando oigo pronunciar mi nombre por los altavoces: “Angel Manuel Arias, pase por el stand de Rover. Enhorabuena”. Me había tocado un Rover 75 que, según me enteré en ese momento, se rifaba entre los asistentes. Lo que yo creía era la ficha de comprobación de asistencias al Congreso, era la papeleta para entrar en un sorteo.
Acompañado de mi colega, que manifestaba mucha más emoción que yo (llamó por el móvil a su esposa para comunicarle mi suerte, y llegué a escuchar la réplica de la interpelada “Y a nosotros, ¿qué?”) , me acerqué al stand y contemplé impertérrito el flamante vehículo. “No parece muy ilusionado”, me dijo una azafata. Era cierto. No lo estaba, porque, además, con mi maquiavélica propensión a buscar cinco pies a los gatos, estaba preguntándome qué diablos pretendería “el Sistema” regalándome un coche, y barruntando (como al cabo de unos meses comprobé efectivamente) que significaba probablemente mi preparación dulce para darme la patada del despido.
Los comerciales que intervinieron en la operación fueron muy amables, aceleraron los trámites para que el vehículo se pusiera a mi nombre en un pis pas. Hasta se inventaron una entrevista en la que yo expresaba, como pie de foto de mi cuerpo serrano abriendo la puerta del vehículo, que “estaba encantado de que me hubiera tocado ese coche, porque me encantaba ese modelo”. Por suerte, la mayoría de mis colegas y casi todos mis amigos detectaron que ni mi forma de expresarme ni mis aficiones, ni la repetición de un verbo que no uso, tenían mucho que ver con esa declaración de preferencias motorizadas.
Me encontré así, de pronto, con dos coches. Mi penta-añejo BMW y el nuevo Rover y, después de varias fallidas intentonas para desprenderme del segundo, regalé el primero a mi tío Juan Manuel, en la operación mercantil más desastrosa que realicé en mi vida. Mi tío, al poco tiempo regaló el coche alemán a un chico del pueblo aficionado a la automoción, que lo estrelló en un par de meses y yo me encontré con una fuente interminable de problemas.
No se qué diablos le pasaba al Rover, pero se calentaba. Mucho. Lo llevé al taller de al lado de mi casa y le cambiaron el radiador. A la semana siguiente, subiendo el Pajares, se quemó el motor. Hice cambiar el motor (me costó un buen pico) y, un año después, volvió a quemarse. Así que, después de haber obtenido un diagnóstico demoledor respecto al futuro del vehículo, decidí regalárselo a un buen muchacho ecuatoriano que me prometió pagar la viñeta que estaba a punto de caducar, darlo de baja inmediatamente y aprovechar las piezas para repuestos de segunda mano.
Un par de años después recibí una notificación del Ayuntamiento reclamándome el impuesto de circulación del fastidiante Rover, comunicándome la situación irregular del mismo, con los recargos correspondientes. Para terminar con esta historia sin abrumar con detalles, digamos que conocí a varios ecuatorianos que habían sido, sucesivamente, poseedores del vehículo, y que, después de amenazas y discursos intimidatorios, conseguí zafarme del embrollo sin que mi dignidad oficial quedase quebrantada.
¡Ay, los coches! Estando de alférez de Milicias en la tierra de tranquilidad a la que ya me he referido en estas notas, sucedió que la hermana de mi esposa vino a pasar unos días con nosotros. Me tocaba hacer guardia en el Cuartel y se les ocurrió visitarme para satisfacer la curiosidad de cómo nos preparábamos para la guerra por entonces.
Después de una tarde agradable, en la que compartimos pastas y café con los reclutas, encantados con aquella diversión fuera de programa, encargué a uno de los soldados, mecánico de profesión, que las retornase al apartamento que tenía alquilado, en Santa Ponsa, Para mayor seguridad de que todo se haría conforme a los mejores cánones, ordené a uno de las decenas de voluntarios que se ofrecieron a acompañarlos, que fuera de copiloto en el R-5 que yo tenía entonces, y que había trasladado a la isla para facilitarme los movimientos por ella.
Pasaron las horas y los reclutas no volvían al cuartel. No había teléfono móvil para contactar con mi mujer y yo estaba sobre ascuas. Negros pensamientos me asolaban. Oi que alguno de los más chuscos de aquellos insubordinados militantes susurraba: “Estos se han fugado con las chicas”.
Por fin, pasada la media noche, apareció el mecánico, negro de aceite y pálido como el interior de una berenjena. “¿Qué coño ha pasado?”. le increpé. “¿Habéis tenido un accidente?” “Mi alférez -me explicó, farfullando-, no hubo accidente. Su esposa y cuñada llegaron a casa sin problemas. Solo que…”
Resulta que, volviendo para el cuartel, al experto en motores le pareció que el R-5 hacía un ruido raro. Queriendo demostrarme, según dijo, su competencia, abrió el capó y, al manipular con una llave, se le cayó y provocó un cortocircuito. El tiempo que le faltaba por justificar lo habían empleado, él y su recluta acompañante, en comprar varias cintas aislantes y rodear con ellas el cableado eléctrico del vehículo.
Cuando volví a la península, lo cambié por un R-12 catatónico-y tuve que aportar encima varios billetes-, si bien mis aventuras con los coches no tuvieron tregua.
La primavera está ya apuntando, a pesar de que los fríos invernales asoman de vez en cuando. Las aves que ya encontraron pareja, buscan afanosamente lugares en donde fijar su residencia. Esta pareja de herrerillos parece haber hallado el sitio idóneo para instalar su nido en este hueco de un árbol. Revolotean incansables alrededor de esa posición, yendo de acá para allá, a veces distanciándose del punto de encuentro en un fugaz y rápido vuelo (estos pájaros, son realmente diminutos en comparación, por ejemplo, con el carbonero común).
Supongo que tratan de valorar si este agujero en el viejo tronco es suficientemente seguro de posibles depredadores para la nidada y, para ellos mismos, durante la dura carga de trabajo que supondrá sacar adelante a tres o cuatro pequeñuelos durante tres semanas, garantiza alimento,
No temáis, pequeños. Yo velaré vuestro empeño.
Ay Angel,hablando de coches tu sabes nucho más que lo que dices. No te acordarás , pero yo tenía un seiscientos que conducía recién consguido el carnet y tú y alguien más , sería Pachu, me acompañabais .Ahora no recuerdo los detalles, pero en el alto de Buenavista, a la altra del Restaurante La Gruta, hice un adelantamiento .! Que mal te pareció! , no tenía visibilidad y me lo reprochaste con toda la razón del mundo. Nunca más me olvidé.
Un abrazo
Qué memoria, Carlos. La mía, desde luego, no da para tanto. Un abrazo