Al nacer, lo primero que hizo fue mirarse el ombligo. Con todo, nadie advirtió el menor problema que aventurase su peculiar desarrollo posterior. El parto había sido normal, siguiendo los protocolos y cauces naturales; el peso de la criatura se situaba en el percentil coincidente con la moda; la longitud resultaba ni desmesurada ni corta, acorde.
Como cualquier naciente, no bien le habían puesto sobre la mesa camilla para limpiarle de los mocos, se lanzó a berrear, destemplado, y, como si quisiera tomar posesión de un territorio, lanzó al aire lo que se consideró -por los suyos- salutífera meada.
-Le llamaremos Evo, porque el parto ha sido largo -dijo el padre, que era afamado filólogo, cuando lo tuvo ante sí, contándole de memoria los dedos de las manos y los pies, al tiempo de levantarle con discreción la camisuela.
-¡Qué nombre tan raro! ¿Por qué no lo llamamos Casiopeo, como mi difunto padre? -musitó la madre, que empezaba a sentir los primeros entuertos y no estaba para discusiones baladíes.
-Sea como quisieres. Le pondremos de nombre Evo Casiopeo. Como Evo, indicaremos al mundo que está destinado a perdurar; y si quieres llamarlo Casiopeo, sea porque a ti te da la gana.
No acabó aquí el asunto, pues, cuando el funcionario del Registro Civil anotó la inscripción que correspondía por el nacimiento, por incomprensible alteración fonética -que no por defecto de dicción imputable al progenitor de la criatura-, anotó Ego y no Evo como nombre del nacido, y el error pasó inadvertido hasta que nuestro protagonista recogió el certificado con el que se le acreditaba oficialmente como bachiller.
No hubo vuelta atrás, porque el Registro era inmutable y por no repetir los años del periplo estudiantil, Evo pasó a ser desde entonces, Ego, a lo que, por la proximidad acústica, nadie prestó importancia, pues el progenitor filólogo había fallecido un año antes, víctima de un discusión fatal con los colegas de la Academia, que su corazón no había resistido. (No trascendió el asunto de la controversia, aunque el conserje asegura que se estaba tratando en Sesión plenaria la incorporación a la próxima edición del Diccionario de una nueva acepción al verbo tremolar).
La única que podía haber puesto el grito en el cielo, su madre, siempre lo había llamado Casiopeo.
Si el hábito hace al monje, no digamos el nombre. Ego recubrió de honores y méritos al mismo de inmediato. En realidad, fue como si hubiera tomado consciencia repentina de la dimensión de su yo interior. Aunque en el aspecto exterior no llegó a adquirir gran contextura, resultando quedar más bien canijo, cuando se trataba de valorar sus cualidades ocultas, Ego se veía poseedor de las mismas en tales proporciones que su pretensión era claramente desproporcionada, lo que, como a todo presuntuosos, solo a él pasaba inadvertido.
Ego, que ya se creía listo de raíz, pasó a considerarse el más capaz en todo. Si antes se juzgaba el más adecuado para algunos concretos asuntos, al poco, con o sin razón, empezó a ponerse medallas en los más variados y por cualquier ocasión, ya fueran por su propio mérito o de otros, resultaran derivadas de hechos reales o de historias inventadas. Era el mejor en saltar obstáculos a la pata coja, memorizar versos sueltos de Rilke, y enhebrar agujas sin ojo con los suyos cerrados. Apostaba con los pocos amigos que le iban quedando, ser el más diestro en las materias más insólitas, tanto las pertinentes como las inútiles. Cuando acertaba, su propia estimación crecía peldaños; si fallaba, olvidaba de inmediato su fracaso.
-¿A que te gano a decir palabras que empiecen por Orto? -parece que le preguntó a una compañera de la Enseñanza Secundaria, que le gustaba algo, a la salida de un cine en donde acababan de ver una reliquia en versión original.
-Solo conozco Ortopedia y ortorrinolagingólogo -fue la respuesta que obtuvo de la muchacha, a la que no volvió a ver.
Ego acumulaba aficiones, y en todas estaba dispuesto a triunfar, sin que tolerase la menor oposición a su impenitente liderazgo. Cuando iba de pesca, no le importaba volver a casa con las manos vacías (que era lo habitual, pues los peces que pudiera haber en los ríos nadaban ya en el otro mundo); al cabo del tiempo, Ego se apuntaba mentalmente a un nuevo éxito, del que alardeaba ante quienes no habían ido con él, ni, por supuesto, interesaba el tema.
-¡Pescata la de aquél día de hace tres años, en los albores de mayo! Cogí un mogorro tan grande que tuve que cortarle la cola para que cupiera en el maletero del coche… -explicaba a los colegas de la Asociación de Cazadores de Muflones, a los que había invitado a pinchos de tortilla.
-¡Abatí un macho de doscientos puntos a medio kilómetro de distancia! -presumía en la Tertulia de Amigos del Salmón Noruego, mientras degustaban unas aceitunas rellenas de sucedáneo de anchoa y vermut de garrafa, que él había pagado.
Ego, que no tenía abuelas, engordaba su yo en la medida en que su empatía enflaquecía. Sacando el hilo a su madeja de virtudes soñadas, la bufanda de su egolatría le daba cada año varias vueltas al cerebro.
Se hizo insoportable. Se tenía, sin tapujos ni límites, por el más ingenioso, el mejor, el único que valía. Estaba siempre presto a detectar defectos ajenos y ensalzarse a sí mismo; encontraba giros vergonzantes y retruécanos lastimosos para las frases de otros, apretándoles en su humildad, discreción o bonhomía, y se aficionó a contar chistes y chascarrillos que el solo reía, a carcajadas.
El comienzo de la vejez, no le impidió seguir encontrándose tan guapo. Al contrario, para resaltar las canas, se hizo confeccionar una colección vaporosa de sombreros de ala corta. Usaba varias capas españolas para ocultar su incipiente cojera (artritis del trigémino), ardides con los que creía despertar pasiones de ambos sexos, las que, en todo caso, despreciaba.
Murió en olor de egolatría. Nadie acudió a su funeral, ni siquiera él mismo. No encontraron su cuerpo cuando, al cabo de unos meses, advirtieron su ausencia y, yendo los del club de Regatas a su casa acompañados de la policía, se toparon con el piso vacío y una nota manuscrita en la que Ego afirmaba que un carro de fuego tirado por caballos de idéntico fulgor había venido a buscarlo para llevarlo, indemne, al Paraíso, en donde volvería a llamarse Evo, para siempre incorrupto.
El conserje (el mismo de antes) cree que todo este manejo no es sino un truco de Ego para llamar la atención, pero lo cierto es que no se supo más de él y, pasados los años pertinentes, un sobrino segundo, para cobrar algo de la herencia, solicitó que le expidieran el certificado de ausente y, por dispensa papal, el obispado accedió a que se le dedicaran unas misas in corpore svanito.
No me fío. Cuando noto que, cerca de mí, alguien empieza a enaltecerse, temo que Evo Casiopeo se haya reencarnado en su pellejo y huyo de él como de la peste. No estoy para mediocres sublimados, ni para aguantar egos de personajillos de opereta.
FIN
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