A Asbel Casposeiro le gustaba desde muy niño apostar, porque siempre ganaba. Los que jugaban contra él le atribuían una suerte increíble, pero lo que sucedía era que Asbel se la buscaba. Hacía trampas. Porque lo que le gustaba no era exactamente apostar, sino ganar, y para conseguir este objetivo, todo le valía.
Una afición se cultiva, se perfecciona, se mejora, hasta un límite en que no es posible avanzar más, porque no hay ya nada que conseguir. Habría que cambiar completamente de escenario, dejar de ser uno mismo o desaparecer en el olvido, envuelto en gloria efímera. ¿Qué puede hacer un escalador de élite, por ejemplo, cuando ha alcanzado la cima de todos los ocho mil que hay en la Tierra?
Nada, absolutamente nada más.
Solo le queda retirarse de inmediato, encerrarse en su casa entre recortes de periódico que se pondrán cada vez más amarillentos, ver concursos inanes por la televisión, dejarse llevar por la desazón o la amargura, o hacer calceta y tortas de higo con los recuerdos.
No tiene sentido que se ponga a escalar los siete mil o los cinco mil quinientos, o a hacer kilómetros y kilómetros de llano.
No lo comprendería nadie. Puede que haya tenido, al principio de su descenso obligado, la tentación de hacer cumbres menores, para entretenerse. Puede que le atrajera recordar los viejos tiempos del penoso aprendizaje. Puede. Pero un trepador de primera división no puede entregar su tiempo a operaciones que quedaron por debajo de su categoría. Si lo hiciera, perdería sentido todo su esfuerzo anterior. Los hitos menores deben dejarse para los que pertenecen a categorías inferiores, que son los que aún pueden aspirar a subir, si es que les queda recorrido personal para ascender más alto.
Por eso, cuando un escalador avezado ha escalado todos los ocho miles de la Tierra menos uno, lo normal es que demore conscientemente emprender la subida a este último pedestal, porque sabe que, cuando lo consiga, ya no tendrá nada que hacer, y solo le quedará bajar de lo alto y ser olvidado por los que le aplaudieron mientras subía.
Asbel Casposeiro era un escalador, pero no del tipo ese al que le preocupan las montañas. Su obsesión era llegar muy alto en el mundo de las finanzas, es decir, el del control y disfrute del dinero. Esa modalidad de escalada tiene, cómo no, sus artes, sus triquiñuelas, sus perendengues. Como en todo deporte, la mayor parte de los que lo intentan, se quedan en el camino, porque le fallan las fuerzas o la bicicleta; aún más: la inmensa mayoría de los humanos, ni lo intentan jamás, autocensurándose, lo que hace que el grupo de los escaladores del top ten de las cordilleras financieras sea realmente muy, pero que muy reducido.
Ni siquiera existe una Federación de Escaladores Financieros de Elite, porque no es necesaria. Como dijo uno de ellos, “escaladores financieros de élite, lo que se dice escaladores de élite, somos muy pocos”.
Estar arriba es apetitoso. A los que están arriba todo el mundo los admira. Los envidiosos opinan que hay que torcer mucho el cuello para verlos en lo alto, y eso reduce la cantidad de sangre que pasa por la cabeza, arriesgando dislocaciones. Es una hipótesis, desde luego. Pero hay otras, cuya exposición nos llevaría un tiempo del que no disponemos, al menos, por ahora.
Asbel llegó a escribir en una Agenda de esas que regalaban los Bancos con mayúsculas, antes de la penúltima crisis, una frase que revelaba su objetivo vital: “El éxito es solo el mejor medio de evitar el fracaso”. El resto de las páginas de la Agenda quedaron, sorprendentemente, vacías.
Persistente en el oficio que le daría beneficio, Asbel dedicó su juventud a engordar su currículum, acumulando títulos y certificados, sin importar que lo fueran, ya por haber asistido simplemente a una Conferencia Más del Círculo de Lectores Empedernidos o al Reparto Anual de Premios a Funcionarios Silentes de la Embajada de Pakistán. La carpeta de títulos y certificados llegó a estar tan llena que tuvo que comprar otra; y luego, otra, y otra más. Era impresionante el dossier. Tanto, que también tenía una carpeta en la que guardaba el resumen de las otras, a modo de guía.
La dedicación para robustecer su historial de logros para-académicos y experiencias hiper-complacientes no tendría sentido sin una carrera paralela como atesorador de éxitos contantes y sonantes en el expreso mundo que más le interesaba, que era, como tenemos dicho, el del dinero.
Casposeiro se esforzó, por ello, en participar en el máximo de operaciones económicas, eligiéndolas de manera que fuera más que aparente su creciente dificultad, y haciendo, a la deriva, que su caché fuera cada vez más y más alto y, de refilón, la confianza que su manera de hacer despertaba entre los que le merecían la pena, más y más profunda.
Asbel Casposeiro, que estaba hecho e iba derecho para triunfar, solo aceptaba aquellas encomiendas en las que tuviera todas las de ganar. Que exige andar con ojo, irse con tiento bordeando precipicios, huir del compromiso si no hay quien patrocine, apoyarse en otros que jalen de la cuerda y aguanten los rampones, aguantar el tipo cuando escasea el oxígeno, mover ficha en un descuido y descansar en campo base. Técnicas de resistencia que se aprenden, como todo en la vida, cortando para capar.
Sus comienzos fueron modestos, aunque nítidos. Estuvo como limpiador de Balances en el equipo que descubrió remedio para salvarse de quiebras fraudulentas; fue incluso clac en el grupetto que aplaudió a rabiar cuando tuvo que declarar como imputada de trata de negras la Signora Conturbata, regidora de un prostíbulo del que era asiduo, defendiendo la pureza de costumbres, llamándola meretriz y haciéndole peineta .
Pero todo no tendría mayor valor sino lo hubiera ido revistiendo de celofán, cintas de colorines, miel y polvorones. Se afilió a las Juventudes Veneradoras del Santo Erial y no se perdió durante años, Sabatina ni Martesada de los Presuntos Adoradores del Íncubo Maligno. Se hizo íntimo amigo del hijo del Capitán Trueno de las Guardias Reales, que lo introdujo, a su vez, en el clan de los Mozos Perturbadores, y se casó, eligiendo bien entre varios pedigríes, con la hija única del Presidente del Banco de Maquinenza y Otras Hierbas Aromáticas, Marqués del Puente Colgante, Duque de la Enrevesada.
Las invenciones que apuntalaron su currículum fueron agresivas, aunque bien muñidas. Presumió de haber estado seis veranos seguidos en Londres aprendiendo inglés, sin necesidad de moverse más que al McDonald´s de al lado de su casa, en donde hizo suplencias durante una semana y se apañó para falsificar un Certificate; alardeó de disponer de un Master sobre Control de Siniestros y Diestros obtenido con nota media de notable alto en la Escuela de Exitos Empresariales Garantizados en la localidad de Tennesy Williams, aunque solo había aprobado dos o tres asignaturas y hecho, como únicas, las prácticas de Formularios Para Cobrar el Paro.
Asbel, como cualquiera que hubiera sido aligerado de los propios pesos por sherpas mercenarios que, por ser de otra raza, no competían con lo suyo, se dejó llevar en volandas hasta las bases más altas, y, empujado por vientos a favor hasta cimas que hubieran sido letales para otros, se encontró así encaramado en una de las picorotas del mundo de las finanzas, en donde importan tanto o más las relaciones que los éxitos, porque es sabido que los segundos provienen del recto de las primeras.
Pero cuando Asbel Casposeiro estaba muy alto, sintió pánico, no por crecer aún más, que ya le era imposible, sino por la caída que presumía era lo que le forzarían a hacer las fuerzas del sistema. Porque subir es una cosa, ya que se tiene a la vista el objetivo querido; pero bajar es diferente, porque lo que espera es el suelo, puro y duro. Es lo que los expertos llaman miedo a las alturas, en el que al que ha subido mucho le atenaza no tener dónde agarrarse, ni para bajar sirven más apoyos que, allí donde sea posible, poner las posaderas.
Tenía, además, el tal Asbel, nuevas razones. El ambiente se había enrarecido, y el monte ya no era de oréganos, sino que se había complicado con muchos espinos, grietas, hoyos, y hasta aparecían, donde menos se espera, salvajes mastuerzos que, sueltos de amarras, apuntaban a dar para cobrarse cabezas de proboscídeos y cornúpetos. Algunos de sus compañeros de aventuras habían tenido, por eso, que disimular de dónde provenían, disfrazándose de aura mediocritas, escondiéndose en niveles bajos -lo que se dio en llamar perfil discreto- o yendo, con lo ganado y lo comido tanto como por lo servido, con el petate y los dineros salvados, a algún paraíso extranjero, en donde habían sido recibidos como caídos del cielo, benefactores angélicos, opulentos vecinos muy discretos.
Casposeiro, preocupado por que presentía llegada la hora de bajar, y, aunque siendo creyente, también podía llegar a ser desconfiado, acudió por su cuenta y riesgo a una pitonisa que tenía un ojo clínico de cristal, para que le leyera con él lo que pudiera entrever del futuro que le esperaba y, sobre todo, si su ciencia era cierta, le ilustrara de cómo salir bien librado del árbol alto al que estaba subido, esto es, sin romperse la crisma en la caída.
-¿Amores o dinero? -fue la pregunta que le hizo, nada más sentarse ante su bola, la vidente.
-Amor al dinero -respondió Asbel, sincerándose, e intentando a la par arrebujarse en el asiento, donde un clavo del tapizado le estaba marcando las nalgas.
-¿Pasado o futuro? -prosiguió la que aparentaba ser más vieja, manejando un mazo de cartas pegajosas de un Tarot al que faltaban, por no meterse en líos, El carro de la Fortuna y La Muerte.
-Efectos del primero sobre el segundo -contestó el trepador, mientras cortaba, siguiendo las instrucciones que le daban, el paquete, lo que dejó al descubierto la carta de El Colgado, por un lado, y, por el otro, asomando, la Justicia.
La anciana vidente extendió varias cartas más sobre la mesa, y se quedó un buen rato pensativa, mirando los arcanos. Luego dijo:
-Veo cosas buenas y cosas malas en tu vida. De unas, podrás librarte. De otras, no.
Asbel Casposeiro, se revolvió, inquieto. Le picaba el trasero.
-De las cosas malas que ves, ¿hay alguna que lo sea tanto como para que me destroce la vida?
Casposeiro pensaba en el riesgo de que se le descubriera la tostada y diera con sus huesos en la cárcel, como fuera ya el caso conocido de otros precedentes.
-De todas vendrá solución, menos de las que no la tengan- pronosticó la anciana, sabia en obviedades.
-Si la casa se me inunda, ¿saldré nadando? -inquirió, siendo algo críptico, el magnate, que no quería dar demasiadas pistas pero que no iba a marcharse sin sonsacar la orientación que le trajera a aquel sitio.
La pitonisa, que no estaba al tanto más que de lo trajeado del porte del que tenía enfrente, presintió con su presunta agudeza que el cliente padecía la típica opresión de una suegra de las que se entrometen en casa de su yerno y dedujo, por lo mucho que se movía en la silla, que el infeliz debía estar sufriendo de feroces almorranas.
-Aguanta. El tiempo quitará pesos encima. Encontrarás pomada para aliviar picores -fue lo que la vidente creyó como reconfortante y tranquilizadora respuesta. Lo que puso a Asbel en el camino de buscar una sinceridad mayor, sintiendo que había carne y no solo hueso en el tema.
-Pero, dime, ¿qué hago con mis pies de barro? ¿Aguantarán?
La gitana, que venía de Braila, un pueblo de Rumania, y no llevaba muchos años en el país, miró, por debajo de la mesa, los zapatos acharolados de Asbel, efectivamente manchados por el barro, y pronosticó, quitándole importancia:
-No preocupes. Limpio todo cuando vayas. Próxima vez, mirar las rejas.
Absel Casposeiro sufrió un escalofrío. No tuvo duda de que se le avecinaban tiempos muy convulsos. Como había ya pagado a la entrada la consulta, abandonó con prisas la salita de la vidente, y se metió a toda marcha en el coche que le esperaba fuera, diciéndole al chófer que le llevara a casa, porque le dolía bastante la certeza.
En el camino, se les cruzó un camión de la basura con el que no pudieron evitar el choque. Hubo desperfectos, pero Asbel no dejaba de pensar en que más dura le habría de resultar la caída, en el caso de que se produjera, como entendía que le había predicho, a las claras, la vidente.
FIN
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