Cuando escribo esta serie de comentarios, España se encuentra en período de campaña electoral, puesto que el 24 de mayo de 2015, se deberán elegir nuevas corporaciones municipales y se decidirá la composición de la mayoría de los parlamentos autonómicos (salvo en Andalucía, Galicia, Cataluña y País Vasco). Magnífica ocasión, pues, para que los debates de los que se postulen como candidatos giren en torno a propuestas sobre modelos de ciudad o de región.
No es tan sencillo, desde luego, improvisar en unas pocas semanas las ideas que han de movilizar el voto de los indecisos que, en España, como sucede si se analiza una tendencia creciente en Europa, van siendo mayoría. Lamentablemente roto el bipartidismo -en el apacible sentido de dos grupos políticos fuertes que basculen en torno a la idea de centro, pero con la dirección puesta hacia adelante-, el panorama se presenta complejo. No quiero decir con ello que no sea interesante, pero la dificultad de alcanzar consensos en nuestro país, abre demasiadas incógnitas acerca de lo que será viable en coalición de partidos, pues se perderá mucho tiempo (siempre tan valioso) en llegar a acuerdos que se puedan presentar por los líderes de los partidos como logros particulares, en lugar de pensar en poner rápidamente de manifiesto los puntos comunes que permitan avanzar.
En las elecciones locales, soy de los que se han dejado guiar, en prácticamente la mayoría en las que participé, -y lo digo para bien como para mal- por el perfil personal de los candidatos que figuran en primera línea de las listas. Analizo sus currícula, sus trayectorias personales, más que los programas de sus partidos o agrupaciones, puesto que parto de la base escéptica, pero experimentada, de que la dinámica de los acontecimientos arrumbará las intenciones programáticas, sepultándolas en un posibilismo, esto es, en las actuaciones que señalará la coyuntura económica.
No pocas veces he rechazado votar una lista porque conocía -o creía conocer perfectamente- a algunos de los que se postulaban para defender intereses generales, a los “que había conocido ciruelos”: entiéndase, tránsfugas de otros partidos o defensores de incendiarias ideologías, portavoces ocultos de intereses familiares o personales incompatibles con lo que pretendían defender, …o cínicos con don de palabra o de gentes que, en campaña, daban apretones y abrazos a cuantos se ponían delante llamándolos de amigos de toda la vida, o no se contenían en ser adeptos y fieles de toda la vida a opiniones, criterios y posturas que eran justo lo contrario de lo que habían hecho o creído hasta entonces.
Desconfío de los que ofrecen crear muchos puestos de trabajo, mejorar lo que lleva tiempo sin arreglarse, poner bozales (es un decir) al gran capital, subir o bajar muchos de los impuestos, impulsar la cultura y las artes, motivar a los parados a que se hagan autónomos, ampliar parques y zonas verdes o mejorar el ambiente con introducción de más medidas coercitivas contra lo infractores.
No es que no me guste, claro. De las buenas ideas, como decía aquel campesino del cuento al que le preguntaban qué parte del cerdo le gustaba más, respondo que me gustan “hasta los andares”. Pero una cosa es predicar, y otra, dar trigo.
Y en eso de la agricultura, como en política, hay que contar con el terreno adecuado, sembrar a tiempo, fertilizar los campos, cuidar los plantones, vigilar las plagas y no excederse con los insecticidas ni fungicidas (mejor, si son ecológicos) , contar con que haya bastante sol pero no hiele, desear que llueva lo justo y en sus momentos, y, desde luego, saber esperar…pero no dejar pasar la época dela recolección, pues se perderá la cosecha que, por supuesto, ha de tener quién la compre y la valore en su calidad y precio, para que la inversión no sea un fracaso.
Me aburre que en los debates se esté dando tanta importancia a la corrupción (realidades y sospechas) y a las entretelas oscuras de los candidatos principales y sus compañeros de lista. No soy indulgente con los corruptos, pero no soy tan cínico como para no saber entender que esta sociedad, como todas, se mueve con un poso de corruptelas, amiguismos y avideces personales que, cuando no son vigiladas, dan lugar a aberrantes malicias en algunos grupos y personales. No es, para mí, parte del debate sobre el futuro, ahondar en lo que algunos han acaparado para sí, utilizando malas artes, comisiones exigidas para ser objeto de contrataciones públicas o posiciones de privilegio junto a la caja de los dineros.
Porque una ciudad Smart, ha de ser, ante todo, regida con honestidad, para que pueda brillar el buen saber de la inteligencia, la detección de las oportunidades colectivas, el saber señalar a la inmensa mayoría el camino que conduce a una mayor felicidad, para lo que no basta solo desearlo, sino poner los cimientos donde no los haya y cuidar los puntales de la sociedad del bienestar, donde ya existan.
Una ciudad Smart ha de mantener y crear empleo estable para sus habitantes, generando actividad suficiente para que las familias puedan contar con un medio de vida aceptable, no subvencionado, sino autosostenible. Cada ciudad debe ahondar en sus fortalezas. Si se quiere consolidar como ciudad de congresos y servicios, no solo bastará tener imponentes edificios de convenciones, sino estar seguro de que sabrá programarlos con alicientes adecuados, atrayendo expositores y visitantes foráneos. Si pretende ser una ciudad industrial, analice qué formación conviene dar a sus habitantes, contando, no con fantasías surgidas en despachos académicos, sino en íntima colaboración entre responsables empresariales y centros de enseñanza.
Por supuesto que me gusta tener en mi ciudad sendas ecológicas, pistas para bicicletas, aparcamientos disuasorios para los automóviles, transporte urbano eficiente y que conecte la periferia con el centro, centros comerciales compatibles con un vivo comercio local. Quiero hospitales con magníficos equipos médicos y material de última generación, grupos de investigación conectados con los más avanzados del mundo, guarderías y colegios cerca de mi casa regidos por entusiastas de la enseñanza infantil.
Todo eso, y más que deseo para mi ciudad Smart, cuesta dinero. Mucho dinero, que no puedo generar a base de incrementos impositivos desproporcionados o subvenciones que endeuden a mis administraciones públicas por varias décadas, porque no puedo confiar en que el futuro me proporcionará los recursos de los que ahora no dispongo.
Esa concepción ajustada a la realidad, no debe impedir ser ambicioso en los objetivos a medio y largo plazo, pero obliga a ser juicioso y prudente en el corto, priorizando, y encajando conjuntamente, lo que es más imprescindible o necesario, con lo que costaría lograrlo, teniendo en cuenta el presupuesto de que se dispone. Echo de menos en los debates, la cuantificación económica de las propuestas. Y aún peor (en el sentido, de más lamentable), echo en falta las visiones técnicas. No quiero que mis representantes sean graciosos, me parece bien que sean optimistas, aunque desconfío de los que parecen haber descubierto de pronto lo que le gustaría tener al potencial votante, para convencerlo de su voluntad de realizar para contentarlo, lo imposible.
Una ciudad Smart (o una región Smart) profundiza en sus cualidades diferenciales, y destaca por sus capacidades distintivas, sin preocuparle no tener un polígono industrial (si no hay industria a que apoyar), o, por ejemplo, carecer de carriles para bicicletas (si su orografía es complicada o el trazado de los carriles-bici no puede hacerse sin poner en riesgo diario a los que utilicen este barato medio de transporte).
Creo conocer bastante bien algunas ciudades situadas en puntos diferentes del planeta. He vivido durante tiempo suficiente para sentir su pálpito, en especial, en Oviedo, Vigo, Dusseldorf, Madrid y Toledo. Por mi profesión, he analizado a fondo -disculpe el lector la petulancia, pero si el objetivo es distribuir agua a una ciudad o recoger sus residuos, hay que hacerlo con mucha atención- el urbanismo de ciudades tan distintas como Casablanca y Rabat, Santa Cruz de la Sierra y La Paz, Buenos Aires y Mendoza, Santiago de Chile y Valparaíso, El Cairo y Alejandría, Tirana y Lezhe, …Bruselas, París, Roma…y decenas de ciudades españolas. Tratar de homogeneizarlas, pretender conducirlas a un modelo común, sería aberrante.
En estas mismas páginas del blog, he desarrollado algunas ideas sobre cómo mejorar Madrid. Como usuario habitual del transporte público y amigo de andar sin importarme las distancias si tengo tiempo, creo que esta ciudad tiene un magnífico metro, que permite la comunicación dentro del círculo señalado por la M-30, excepcional; no muy usado, por cierto, salvo en horas puntas, puesto que hay aún muchas personas que creen que es un transporte para clases económicas inferiores. Respecto a la modificación que se ha realizado de las marquesinas, opino que ha sido un despilfarro: no era necesario cambiarlas, y no son mejores que las que había; por ejemplo, con la llegada del calor, se convierten en receptáculos en donde los que esperan, se cuecen en su salsa; para el viandante, son obstáculos que obligan a andar de perfil o salirse de la acera.
Los madrileños, andan mucho, utilizan también demasiado tiempo en ir y venir. Se consume buena parte del día, caminando, o embutidos en el automóvil o el medio de transporte público. Hay ahí un reto para hacer de esta ciudad, más Smart, más limpia. Es una ciudad demasiado ruidosa y, por desgracia, desde hace años, es más sucia; incluso la recogida separativa es parcialmente un fracaso, pues no se usan adecuadamente los recolectores y el ciudadano medio no es consciente de su responsabilidad individual para no ensuciar.
Me resulta curioso, cuando vuelvo a Oviedo, mi ciudad natal, observar que la gente anda mucho menos; cierto que todos tendemos a movernos en un círculo seudo-virtuoso cada día, del que no somos capaces de salir. Conocer mejor la ciudad en donde uno vive es una condición para quererla. me agrada reconocer que el ovetense está orgulloso de su ciudad, aunque sospecho que hay barrios enteros que no ha visitado jamás. Ya no es exactamente una ciudad estudiantil, pues los centros de enseñanza universitarios están fuera del núcleo urbano (una reliquia, la querida Escuela de Minas), y, además, Gijón y Mieres han comido una parte importante de la tostada. Cada vez más, se parece a una ciudad de jubilados, de pensionistas, que tienen, obvio, sus peculiares preocupaciones, gustos y necesidades.
Toledo se me aparece como una ciudad mal aprovechada. ¡Cuántos monumentos desconocidos! ¡Qué río Tajo por poner aún en valor!. Su casco antiguo, una joya histórica, permanece desconectado del resto de la ciudad, infrautilizado, mal conocido en sitios, misterioso en otros, y, en sus vías principales -siguiendo las líneas de nivel-, pasto de visitantes foráneos que son guiados a uña de caballo con cuatro tópicos, por un recorrido cuyos centros de interés principal parecen ser tiendas con suvenir traídos de China, idénticos a los que se pueden encontrar en cualquier otro lugar del mundo: las espadas y armaduras toledanas que ofrecen casi todos los comercios de esos escaparates para tipos con prisa de engullir ciudades, provienen del lejano oriente. El arroz envasado con nombre de paella, los burritos, las pizzas calentadas a la vista del cliente o los bocatas de jamón y queso, y hasta las “legítimas carcamusas” que se airean en ciertos locales con mucho trasiego, tienen tanto que ver con la deliciosa cocina castellano-manchega como un palo de golf con una estaca para cercar un prado.
(continuará)
Mas claro, el agua