Admitida la individualidad (en el sentido, de singular o específico) del trayecto que conduce a cada ciudad a la excelencia, cabe preguntarse quién será el guía más adecuado para conducirla por él. En las sociedades democráticas, por tanto, la cuestión a resolver sería ésta: ¿Cómo elegir a alguien que tenga la capacidad, la inteligencia, el juego de cintura, la voluntad de integración, la honradez, y todas cuantas cualidades positivas queramos añadir a ese elenco de virtudes que deben adornar a ese hombre o mujer ejemplares, a quien confiar el mando de la ciudad Smart?
La respuesta a esa pregunta es, según mi criterio, excepcionalmente sencilla. No existe el procedimiento idóneo para seleccionarlo, porque tampoco existe la persona ideal para ocupar ese puesto. Lo que en absoluto supone la conclusión de que tendría que renunciarse al objetivo. Al contrario.
Una primera reflexión que conviene hacer, para avanzar en el razonamiento que me propongo, sería la que permitiera detectar, sensu contrario, qué cualidades pretenden que adornan a sus candidatos, tanto las agrupaciones que los apoyan, como, frecuentemente, alardean ellos mismos de poseerlas.
¿Experiencia previa de gestión? ¿Conocimientos? ¿Un programa de actuación? ¿Capacidad de respuesta a imprevistos?
Desconfiemos de cualquier exhibición de fortalezas. Una fortaleza, real o ficticia, supone una resistencia posterior, una fuente segura de conflictos.
Si repasáramos la historia de las ciudades, advertiríamos que aquellos que han dejado su nombre en ellas como artífices de logros notables, eran, en su inmensa mayoría, personas sin especiales características que hubieran permitido adivinar que triunfarían en la gestión de esa ciudad. Provenían de variadas profesiones y oficios, y no se distinguían precisamente, en general, por sus dotes para la oratoria. No eran expertos en urbanismo, ni en transporte, ni en organización de eventos culturales, ni…
Me apresuro a decir que tenían un punto en común, algo muy importante: amaban a la ciudad de la que habían llegado a ser alcaldes o alcaldesas. La conocían bien, eran conocidos por muchos de sus habitantes, la recorrían de cabo a rabo con extraordinaria frecuencia.
¡Qué diferencia con aquellos que hablan de la ciudad en la que aspiran a ser sus regidores o en la que ya lo han sido como quien cuenta una película, porque viven su ciudad solo en el camino que va de su casa o residencia oficial al despacho, conducidos de una a otra en un coche con cristales ahumados!
La selección de un equipo Smart para una ciudad que pretenda serlo, no empieza por el alcalde, sino en el conjunto de funcionarios y asesores que van a recorrer con ella ese trayecto de excelencia. Es una historia que trae mucha, muchísima tradición: de siglos y, para no poner melodramatismo, al menos, descansa en la actuación, en las últimas décadas, de quienes tuvieron en sus manos los engranajes de accionamiento de la ciudad.
Me temo que ahí es donde fallan buena parte de la realidad de las ciudades: y no depende tanto de la forma por la que se han elegido muchos -demasiados- de sus responsables de segundos y terceros niveles (por poner un límite hacia abajo en la jerarquía) sino por la manera cómo se les controla y motiva. Qué hacen, quienes son, cuál es su ilusión, qué proponen, cuáles son las deficiencias y puntos fuertes de la estructura administrativa, etc.
El mensaje que pretendo dar en esta primera parte de la reflexión es sencillo: no importa tanto cómo eliges, sino con qué equipo cuenta y de qué capacidad de actuación dispone, y sobre todo, cómo lo controlas. Un equipo de gente capaz e ilusionada, estimulada por el resto de la población y orientada en sus actuaciones por ella, puede hacerlo muy bien, sin necesidad de que lo dirija nadie. Al menos, solo sería necesario hacerlo por excepción: el equipo debe tener su propia inercia, y ésta ha de ser positiva.
Porque la función principal de un regidor de la ciudad Smart no es tomar decisiones por ella, sino vender bien lo que la ciudad vale y hace.
En período electoral, vemos esforzarse a los candidatos a ocupar la posición de alcalde en presentar su voluntad de mejorar la ciudad, ofreciendo más empleo para todos, más servicios sociales, más zonas verdes, más felicidad para todos. Todos vienen a decir lo mismo, que es, en esencia, un mensaje vacío. Incluso los que ya están ejerciendo ese poder municipal y pretenden revalidarlo, difunden un mensaje idéntico a los demás aspirantes, adornado si es caso con las actuaciones de las que están orgullosos y que atribuyen a su capacidad de gestión.
Pero una ciudad Smart no es mérito de una persona, ni de un equipo, sino una consecuencia de la acción de todos sus habitantes. Es una demostración eficiente de la solidaridad de todos con ella, y que se dirige, por supuesto, con una voluntad subyacente, intangible pero imprescindible, que es la de que todos sus habitantes se hallen cómodos en la posición que ocupan en ella.
Supongo que, ante unas elecciones, los ciudadanos que no se postulan como candidato en una lista ni pertenecen a un grupo o coalición, se plantearán cuál será el candidato que mejor los representaría, atendiendo a sus propias necesidades o intereses.
Como la selección según ese baremo es, objetivamente, si se pretende hacer con seriedad, imposible o muy difícil, pues pocos serán quienes se molesten en atender a la lectura de los programas, y, quienes lo hagan, encontrarán serios obstáculos en separar la paja del trigo, cuando no en dar credibilidad a promesas que aparecen como de quimérico cumplimiento, se acabará votando porque un candidato (primero de la lista) caiga más simpático a primera vista, o haya tenido una aparición afortunada en un medio de difusión.
Es decir, se votará atendiendo a la intuición, a la impresión racionalmente inexplicable; a una de las formas con las que se concreta el azar.
Les sugiero a quienes lean estas líneas que analicen lo que es actualmente su ciudad, lo que encuentran en ella como sus valores y fallos fundamentales, pasen revista al comportamiento que conozcan de sus funcionarios y empleados públicos y, si tienen detectado lo que le gustaría que hicieran los candidatos, voten en contra de sus propios intereses.
Si están en el centro de la ciudad, si se consideran pertenecientes a la clase alta y figuran entre los más afortunados, voten a aquella propuesta que defienda mejorar la periferia. Voten a los partidos en los que no conocen a nadie, a aquellos candidatos que nunca antes han tenido una representación pública, preferiblemente, a quienes desconozcan totalmente cómo funcionan las instituciones. Hagan lo contrario de lo que les dicte el propósito de mantener el estado de las cosas que les convienen.
No soy un terrorista político, sino que abogo por el empleo de un maquiavelismo de efectos prácticos muy catárticos, en todo caso, a nivel individual. Si utilizan el coche para ir al trabajo, no duden en apoyar a quien pretenda ampliar el transporte público para relacionar mejor los barrios periféricos. Si tienen propiedades inmobiliarias, apoyen sin dudar a quienes defiendan la subida del ibi o la movilización de los inmuebles vacíos. Si no les gusta el cine, ni la lectura, ni el teatro, cierren los ojos para votar con decisión a quienes entiendan que se debe reducir el iva, por quien corresponda, y atiendan, si ya tienen edad provecta, no a quienes alardeen de mejorar los centros geriátricos o las oportunidades de recreo para la tercera edad, sino a quienes tengan un ideario concreto para los más jóvenes.
Parece una paradoja. No lo veo así. Porque si todos hiciéramos lo mismo, de colocarnos en el sitio del otro más necesitado, la ciudad avanzaría en el camino de la perfección, que no es la mayor diferenciación de lo que existe, el aumento de la tensión entre contrarios, sino la búsqueda de una mayor homogeneidad en el equilibrio dinámico que lleva a lo Smart, al aumento de la inteligencia colectiva.
Obviamente, quienes no lean estas líneas (que serán la inmensa mayoría de la población objetivo) y quienes no estén de acuerdo con lo que propongo (que será, lamentablemente, el resto de la población objetivo), votarán con la cabeza, que es lo mismo que decir, con la cartera o con la tartera. Y, ausente de la imprescindible dosis de catarsis, situada entre contrarios, la ciudad no avanzará hacia lo Smart, sino que perderá un tiempo muy valioso para mejorar.
Con este comentario termino la relación de las diez entradas consecutivas a este blog sobre El camino que va de una Ciudad adormecida hacia una Ciudad inteligente. Pueden leerse por separado, aunque siempre será mejor leerlas todas juntas, empezando por la primera, para no extraer conclusiones precipitadas, que no estaban en la intención con la que he descrito este proceso.
(FIN)