Si el lector está de acuerdo con las reflexiones anteriores, convendrá conmigo en que las líneas teóricas maestras de una estrategia para la Smart city, no son, en realidad, dependientes del tamaño, ni siquiera del tipo de ciudad (abierta, cerrada, de servicios, industrial, etc.).
Pero la elección de las prioridades en su implementación, y su ajuste fino, depende estrechamente de la situación particular de la población que ocupa cada barrio y el equipamiento de que dispone, y exige una sensibilidad, a la vez, global y específica.
Me sucede aquí, al valorar este punto, algo parecido a la incongruencia que encuentro -perdóneseme que ponga la luz sobre uno de los celemines que me importan profesionalmente- se ha instalado en la defensa del ambiente que realizan algunos grupos ecologistas. Si la zona precisa generar riqueza y tiene recursos naturales que pueden ser explotados, ¿por qué ha de renunciar a hacerlo si sus habitantes están de acuerdo en asumir una cierta carga como consecuencia? ¿Tendrá más valor lo que les impongan desde fuera?
¿No será mejor analizar la forma en que se cumplen las medidas protectoras, antes que negar de plano cualquier acción? ¿De qué vale que un experto en no sé qué escuela ambiental diga a un foro de seguidores entusiastas, con eco mediático indudable, que es inadmisible que se explote un mineral o alguna característica natural de una zona, porque se perjudicará a la fauna, a la flora, al paisaje, a la orografía o a se contaminará el terreno o los acuíferos? ¿Cómo se resolverá la dirección hacia la mayor pobreza o la necesidad de emigración de los habitantes que habitan en la zona en donde se localiza el recurso?
Solo combinando la sensibilidad global con la específica, y dando prioridad a una u otra, según la intensidad de la necesidad, se resolverá acertadamente el permanente dilema de saber elegir.
El número de habitantes de al ciudad, su distribución, su estructura social, y la existencia de masas críticas suficientes para que una implementación resulte viable o rentable socialmente, debe ser la línea rectora a la hora de elegir infraestructuras, equipamientos y tecnologías en el corto plazo.
En el medio y largo plazo, sin embargo, las medidas correctoras pasan a primer plano. Las necesidades de cada grupo social o cada barrio deben converger a un punto común, o estaremos haciendo trampa a los votantes de hoy en relación con la necesidad de cumplir objetivos en el futuro, que serán cada vez más distantes, más inalcanzables, aumentando la tensión social de la urbe.
No hace falta alardear de ser buen observador para poner en evidencia que esa dicotomía existe, y la crisis ha aumentado la distancia entre los que pueden permitirse y los que no. La solución es compleja, por supuesto, y seguramente, antes de implantarla a nivel general de la ciudad, corresponderá probar el efecto de la estrategia en algunos barrios de distintas ciudades tomados como ejemplo o conejillo de Indias. Por supuesto, siempre con transparencia y cuantificando los recursos que se han empleado o movilizado, para poder estudiar la eficiencia de lo conseguido en relación con lo invertido.
No me parece que la planificación de las ciudades haya tenido en cuenta, todavía, el efecto previsible del calentamiento global. Entiendo que eso es así, o porque no se lo creen los que deben adoptar las medidas preventivas o porque las dilatan hasta que ya sean inevitables, es decir, demasiado tarde. Hay ciudades españolas que deben considerarse especialmente amenazadas, y no veo que haya recursos dedicados al tema que demuestren que se están tomando las cosas en serio.
Cuando leemos sobre catástrofes “naturales” en zonas de países poco desarrollados, puede que sigamos pensando en que su torpe planificación, o la corrupción de sus estructuras, o la falta de inteligencia colectiva para explotar sus recursos, merezca el castigo de miles de muertes por tifones, inundaciones, huracanes o tsunamis. ¿Vd. también? Yo, desde luego, no.
La reducción de elementos contaminantes es una obligación, a escala local y global. Sobre todo, a escala global. Pero, puesto que las medidas eficientes empiezan por lo que a uno mismo corresponde hacer, porque está a su alcance, las ciudades deben reaccionar de inmediato con el control exhaustivo de la producción de gases con efecto invernadero, y el estímulo a formas de fabricación más eficientes y menos contaminantes.
Las nuevas tecnologías aparecen como generadoras eficaces de empleos sostenibles (en el sentido, de compatibles con la protección del ambiente, la producción de recursos económicos nuevos y de bajo nivel de inversión, y, muy posiblemente, de estabilidad futura: al menos, una o dos de cada diez start-up se consolidan en cinco años; las otras nueve, desaparecen, llevándose consigo inversión y bastantes ilusiones). Sin embargo, no veo que haya debate sobre los empleos que destruyen: y una ciudad smart, y especialmente, una región y un país Smart, tienen que atender al empleo global.
En mi opinión, que expongo aquí de forma escueta (me parece que llevo escrito demasiado sobre el tema para el caso que se me hace al respecto), debemos prepararnos, y muy bien, para que los empleos de alta cualificación tecnológica desplacen, destruyéndolos, a muchos empleos de cualificación media o baja. Que no se recuperarán jamás. Y, a diferencia de otras “revoluciones tecnológicas”, esta vez no hay mucho sitio para vender la moto del desarrollo a países con recursos que vendan barato a cambio de equipos que compran caro.
El desarrollo local tiene, en este contexto, sus límites, que una ciudad no puede traspasar, sencillamente, porque no podría permitírselo, sin llegar a un endeudamiento, ese sí, insostenible. No me parece alarmante, ni para tirarse de los pelos colectivamente, si cada ciudad encuentra su sitio Smart.
Cuando voy de visita a algunos pueblos de nuestra geografía, y hablo con sus paisanos, no detecto que planteen necesidades caras ni insalvables. Necesitamos valorar la vida en el campo, asentar las poblaciones incorporando en ellas los elementos imprescindibles del progreso -relacionados, sobre todo, con las comunicaciones- y convencer a muchos jóvenes de la importancia de la filosofía, más que de la economía. En las ciudades Smart, la rehabilitación de edificios y la reurbanización de barrios es también una medida necesaria y saludable. La destrucción para volver a construir más sólido, mejor y más estético, es también un medio de avanzar.
En muchas ciudades alemanas, destruidas en la segunda guerra mundial (la primera no causó tanta ruina), han resurgido barrios “con aire antiguo” (Altstädte) que, en realidad, son nuevas casas y calles, más sólidas, con materiales mejores y buenos aislamientos, que se parecen mucho a los que había antes.
Si se señalaran en el plano ciudadano los edificios que no conviene conservar -para, si hay oportunidad, generar en su solar otro de mayor valor estético y, sobre todo, energético y funcional- algo se habría avanzado. Ese plano debería tener otro, intocable, de aquellos edificios que conviene preservar: no porque estén catalogados en ninguna lista de Patrimonio Nacional o Local -muchos sirven para dar nombre de antigua potestad a una ruina-, sino porque forman parte del perfil y carácter que sus habitantes quieren para su ciudad.
Por cierto, ¿ha habido alguna encuesta sobre el valor que se da al perfil de Madrid, desde distintos puntos de vista?
En fin, la confección de un banco de datos extenso, dinámico, que vincule las variables de análisis con el territorio y la población, es una herramienta de trabajo imprescindible de un buen representante público. Si hasta ahora, pudiendo, no han sabido hacerlo, no deberían merecer confianza de que, de pronto, se caigan del caballo. Y si no estaban en el poder y pretender alcanzarlo, ya es hora de que nos indiquen por dónde van sus preocupaciones, mejor dicho, qué proponen para resolver las nuestras, las de todos y, en especial, las de la inmensa mayoría, que sigue siendo, en mi opinión, silenciosa.
(continuará)
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