Los violentos han aumentado. Se siente, la violencia está presente.
Podríamos admitir, por la cuenta que nos tiene, que lo que ha cambiado es solo la apariencia más arisca de una característica propia de la naturaleza humana, que hubiera tomado carrerilla, favorecida por circunstancias e impulsada en nuevas razones.
No resulta sencillo, esto es, comprensible para el observador o el analista, reconoce qué es lo que provoca esta eclosión de descontentos llevados al precipicio de la violencia Incluso aunque fuéramos capaces de descifrar y poner orden en la mezcolanza de argumentos con entidad suficiente para movilizar los ánimos de aquellos colectivos afectados por injusticias, reales o presuntas, deberíamos preguntarnos por los propósitos de aquellos acompañantes (side riders) que no teniendo relación directa -¡ni indirecta¿-con el mensaje, añaden por su cuenta, tensión disruptiva y violencia.
Vale, sí. No estamos dirigiendo el contrato social hacia los valores de calma, solidaridad, colaboración o igualdad. Y si entre los que me leen, hay quienes me juzgan pesimista por expresar esta idea, me defiendo alegando que no invento nada; solo atiendo a los síntomas.
Los principios que rigen la violencia son comunes. Los estallidos del ánimo existen desde la niñez, pero son cortos, pasajeros y se juzgan como anómalos. A nivel colectivo, ya no es tan cómodo definir la violencia, cuando estalla, como la excepción. Porque si la paz social es lo apetecible y saludable, no es evidente que sea “lo normal”.Algo de la condición bastarda individual se cuela con fuerza, en momentos históricos, en los recovecos en donde se apoyan los postulados de solidaridad, bien común y ética social (¡tan plausibles!) y conduce, periódicamente, al caos, a la falta de entendimiento entre humanos, al estallido de las revoluciones.
Parece, pues, que, como una constante, dos fuerzas opuestas compiten en el magma del orden social. Son los dos principios que se contraponen sin que haya un vencedor claro: la libertad e independencia frente al determinismo y fatalidad del comportamiento humano. En cada uno de nosotros, la batalla se libra, incluso cada día. Cuando el terreno de la pendencia es lo colectivo, hay que ser muy fuerte en el control para que la libertad individual no sucumba ante la manifestación de una postura colectiva.
Admitido que el punto violento está dentro de nosotros y que una vez que ha entrado en ebullición, sus efectos son extremadamente contagiosos, y exigen un gran autodominio para ponerlos a raya, nos veríamos forzados a reconocer una vía genérica que explique comportamientos no basados en razones, sino en imitaciones, cuando los humanos se entregan a lo grupal.
Es preocupante, en este sentido, que cada vez haya más violentos manifiestos y que no sepamos por qué lo son y, por tanto, no sepamos -desde el orden social- cómo sofocar su fuego de descontento.
Afloran, al principio con apariencia inocente, desde los niveles más bajos de violencia, poniendo en solfa y ridículo a cuantos lucen, en estado de reposo, un semblante más beatífico que el de las imágenes de santos de peana en las iglesias. Y contagian. Convierten, como mutantes, a ciudadanos que estando a priori dispuestos a participar en “pacíficas manifestaciones callejeras”, contagiándolos, en violentos. Y se éstos permanecen fieles a su intención de comportamiento pacífico, los hacen ignorantes o disimuladores (a sabiendas) lo que se mueve detrás de sus pancartas con lemas inocentes.
Vale lo escrito para el caso de quienes se manifiestan ahora en tierras catalanas detrás de mensajes como “Diálogo”. “Llibertat”, “Unidad” o el imperativo “Spain, sit and talk”- No se identifican, para salvar su intención con los exaltados, inmersos en la delincuencia punible, que protagonizan excesos muy violentos en las retaguardias.
Conviene no perder de vista los argumentos de esos pacíficos que no alcanzan a ver, más bien no quieren ver, debido a las anteojeras que solo les piden dar visibilidad a sus argumentos ante cualquier autoridad que pueda resolverlos, que en la trasera y aledaños a sus marchas con apariencia de guante blanco y bonhomía se mueven decenas de encapuchados o enmascarados que, -¡por el gusto de armar bulla¡-, se lían a ostias y porrazos con las fuerzas del orden. Tienen sus propias consignas, trazadas de antemano desde los cuarteles del catastrofismo, muy distintas a los lemas “oficiales” y al propósito expresado por la mayoría sumisa, en un pulso contra el Estado.
La cuestión debería tener grados, aunque ya no los tiene. A nivel individual como colectivo, la progresión en las escalas de violencia debería ser gradual. Así se espera, por lo menos. Si se llega hasta cierto punto de rotura, el break limit point debería servir de contención lejana, porque, en estado cabal, no se desea ir tan lejos- En el individuo en estado “normal”, cuando se percibe ese límite se detiene la manifestación de violencia o disgusto: nadie quiere aparecer como homicida ni culpable de lesiones a otros, … ni siquiera se estaría cómodo siendo detectado como destructor de mobiliario urbano, incendiario de bienes ajenos.
Tampoco debería ser de recibo querer pasar por cómplice de los infractores. Ese límite también existe.
Resulta, sin embargo, que nuestra valoración del pacifismo sufre conmociones en momentos especiales. La desazón por el incumplimiento de las normas propias o ajenas y los comportamientos del otro que rompen la esencia de lo que estimamos correcto, no se limita a exteriorizar nuestro disgusto moviendo la cabeza, quejándonos con la pareja o con los amigos. No podemos ignorar al que se comporta de forma irregular y a desaparecer del lugar o de la proximidad de quien produjo el hecho malicioso. No vale aquello de “caló el sombrero, fuése y no hubo nada”, hay que actuar, porque hay que atajar la violencia en su estado primigenio.
Para que no crezca y nos arrolle. Como el escenario donde nos movemos los humanos se ha vuelto bastante global (pero ni un ápice más solidario que antes), expresar violencia con métodos destructivos tiene el premio de la difusión. No debería ser el objetivo principal, pero se ha convertido en un objetivo muy apetecible. Los violentos y sus acompañantes (o al revés), pueden saber casi al instante de los cientos de lugares donde la violencia ha conseguido desatar sus amarras, arrollando a los pacíficos.
Todos podríamos saber que las manifestaciones de extrema calentura ajena se desatan siempre con un motivo concreto, creíble, cumpliendo al signo de que el movimiento de la voluntad exige una razón asumible y cercana, comprensible: ya sea la subida de los billetes de metro, la sospecha de un amaño en el cómputo de votos que hurta una segunda vuelta al otro candidato, la insondable sensación basada en infundadas mentiras de que el resto de España nos roba, el cierre repentino de una fábrica o de la actividad de un sector de los que fueron estratégicos (¿para qué o quién?) que deja sin trabajo a decenas, cientos o miles de trabajadores, el hartazgo de una política empañada en corrupción y arribismos, …
Pero…¿de veras es necesario llegar a la violencia exterior, grupal, para conseguir algo que la razón juzga como aceptable y el resultado final revela como posible?
Si se quisiera protestar de veras, con intensidad argumental que conmueva los cimientos de nuestra sociedad, haría falta apelar a motivos muy hondos: la desigualdad entre los seres humanos crece, el futuro extremadamente complicado, la escalada climática que no dará tregua ni permite vislumbrar paz para nuestros hijos y nietos, la concentración de fabricación de cacharros tecnológicos en pocas manos y lejanas, la proliferación de autómatas… toda esa amalgama de novedades sin resolver genera un panorama previsible de desempleo y hambruna, la insolidaridad, la escasez hídrica, el hambre, la codicia, … yapuntan, en fin, a que una confrontación entre bloques de quién sabe ya qué pelaje y que nadie se atreve a pronosticar sus consecuencias.
Pero esas razones, para las que no tendríamos respuesta (ni parecen preocupar a los que nos dirigen sin rumbo), no cuentan como factor de movilización. Estamos ocupados en contemplar cómo se manifiestan a cada paso grupos concretos con intereses minoritarios, particulares, reforzados por violentos mercenarios, que queman bienes públicos y privados y ponen a prueba la preparación (física y sicológica) de las fuerzas del orden.
Nos estamos contentando con la contemplación del disgusto por los que reclaman que se les corrija lo inmediato, haciendo la trampa de que su visión local es la que interesa a todos.
Tendríamos que mirar más alto. Lo que en realidad une a chilenos, argentinos, bolivianos, hongkoneses, uigures, tunecinos, catalanes, andaluces, asturianos, no es más sencillo, pero tiene un denominador común que lo hace asimilable y comprensible, aunque, desde la cortedad de visión se pueda sentir como algo que no nos contagia.
Porque aunque se trate de estallidos sociales que podemos estimar como locales, peculiares, concretos, surgidos ante una situación que un grupo particular percibe como injusta, y que moviliza a sectores afectados -más o menos numerosos-, para manifestarse en un momento y que es oportunamente canalizada por elementos con capacidad de organización para que el malestar alcance una dimensión externa, no son locales. Son manifestaciones generales de lo que nos está pasando. De lo que nos va a pasar.
Ni siquiera es anormal que los que se dicen pacíficos juzguen con simpatía que esas manifestaciones se lleven a cabo cuanto más violentas y aparatosas, mejor, porque les dará visibilidad a sus argumentos y captará atención mundial a su protesta. Se equivocan al imaginar que, después de todo, apagada la revuelta, todo se resolverá sin más deterioros que unos cuantos policías y manifestantes heridos, tal vez algunos muertos, unos desperfectos físicos cuantificables y que, a la postre, será la vuelta al aquí paz y después gloria.
Preocupada nuestra sociedad por las violencias individuales, descuida juzgar y atajar las colectivas, y confunde las colectivas con manifestaciones de grupos concretos, aislados, suponiendo para su tranquilidad que no se verá afectado el núcleo de la convivencia.
Pero se afecta. Cada vez más. Las violencias colectivas son de otro percal y precisan de otro tratamiento al de las violencias individuales. No se puede confundir las violencias que, en su estado exacerbado, pueden provocar hasta el asesinato del ser que antes fue objeto de deseo, o convivió como vecino sin tacha, o resultó demasiado resistente ante un robo armado. Esos casos aislados se resuelven con el Código penal, y son, en suma, solo la cúspide de las violencias poco visibles de las alcobas, las disputas circunstanciales de bar, las rencillas soterradas de familia, los tejemanejes de los cuarteles de la droga y el vicio, donde solo entra sin permiso el diablo Cojuelo.
Están proliferando otras violencias grupales que no se corrigen con el código penal, porque no se puede meter a toda una población en la cárcel que, además, esgrime en su defensa que es pacífica y no tiene nada que ver con los violentos, aunque les haya dado visibilidad.
El método de actuación no es sencillo. Se debe separar, ante todo, identificándolos correctamente, a todos los violentos que se han incorporado a la manifestación del descontento pacífico, para no caer en demasías.
Y comoestán creciendo tanto, debemos preocuparnos sin tardanza en detectar por quçe el número de violentos que se manifiestan ha aumentado, en nuestras calles y en las de otros, y que ahora van coordinados, vuelan juntos, y no tienen más objetivos que romper el sistema. Empiezan a ser demasiados para mantenerlos a raya.
Si son la avanzadilla destructora que se coloca en la “cabeza mediática” de la máxima visibilidad de los que tienen el argumento que los llevó a la calle, aún podríamos pensar que todo puede volver a estar en orden algún día. Tranquilizaría imaginar que esos encapuchados, armados de barras de hierro, tirachinas de plomo, adoquines y hasta armas, no son parte del argumento, y que no lo necesitan para destruir. Su disposición a priori vale para cualquier algarada, porque gustarían de la violencia como fin en sí mismo: se añaden al jaleo para conseguir la subida de adrenalina, como si fueran al gimnasio, enfrentándose a la policía y a los que defienden el sistema, en un ejercicio premeditado y emocionante.
Si a esos violentos mercenarios, incluidos los violentos que arman algaradas de colegio, no les une ninguna ideología, si no les interesa el propósito ni la voluntad de expresar lo que les incomoda o hiere a los pacíficos a los que acompañan, podemos estar a salvo. No son peligrosos a largo plazo, son aves de paso.
Dediquemos el esfuerzo a saber qué es lo que desean los pacíficos de la manifestación, qué cosas desean que se cambien, hagamos bueno el diálogo acercando posiciones desde el Estado que puedan convenir a todos.
Borremos del imaginario el objetivo a los violentos sin causa, cuyo objetivo se cumple cuando al día siguiente, en los media, aparecen sus fotos con rostros enmascarados y las muestras de los destrozos que han causado. Tranquilicémonos pensando que esa parte destacable, destructora y letal, no tiene que ver con los propósitos de aquellos que solo quieren que se les haga algún caso, que nos sentemos a negociar, que las autoridades hagan lo posible por solucionarles lo suyo.
¿Y si no fuera así? ¡Ay! No deberíamos, los que alardeamos de ser pacíficos, ver con indiferencia el crecimiento del número de los violentos. Es el termómetro de los riesgos de nuestro estado de bienestar social. Si los que tenían argumentos que se podían resolver desde el diálogo y la discrepancia “civilizada” han decidido que ya no merece la pena discutir, sino solo liarse a porrazos unos contra otros, si aplauden la visibilidad que les dan los violentos, la sociedad habría entrado en disposición para la guerra.
Ahí está el peligro. Cuando se inicia una guerra, porque ya no valen las palabras, solo sirven las armas, al menos, hasta que las dos facciones hayan medido sus fuerzas en la cruenta batalla.
Un bando de espátulas (platalea leucorodia) surca los cielos, hacia sus lugares de invernada en quién sabe qué lugar de la región mediterránea. Distinguible sin confusión, incluso a distancia en estas formaciones migratorias, por su ancho pico en forma de cuchara, con las patas estiradas y largo cuello. A la luz del día aparece como de blanco plumaje (en su vestido invernal), que se embellece con una mancha naranja en el pecho y un moño conspicuo en la etapa reproductora, cuando llegue la primavera.