En las redes sociales -tejidos enmarañados lanzados al mar de la necesidad humana de relación e interacción- se mueven intereses de toda especie. Hay tiburones, arenques, delfines, palometas y ballenatos, por ejemplo.
Entre lo más singular de la fauna variopinta que vive atrapada en esa cetárea de valores y orientaciones subrepticiamente comerciales e inmediatas, figuran los influencers.
La palabra está tomada del idioma inglés, pero se ha incrustado en el lenguaje meta tónico de los de menos de cuarenta y cinco años, con un aumento de la señal localizada en los que andan por la treintena.
Influencers son, cierto, los que influyen, los que poseen autoridad intelectual, técnica, política, moral o de otra índole en un subsector y, por tanto, tienen followers, seguidores. Gentes, declaradas o anónimas (fundamentalmente, de esta última categoría) que, con alguna regularidad, leen o dicen leer lo que opina el grupete de influencers al que están adscritos.
No es tan sencillo admitir para los educados en lo analógico (diríamos, para andar por casa, los que siguen creyendo que solo existe un mundo regido por la realidad y el orden) que la vida ha pasado a tener una componente básicamente virtual, etérea e imprecisa, aunque con destacable presencia en el cada día de todos nosotros.
Como la edad, incluso más que el conocimiento, me ha convertido en escéptico sobre la mayoría de las influencias -el rebaño está regido por fuerzas más relacionadas con el azar y la improvisación que por la reflexión-, no me creo que los influencers tengan influencia significativa, ni sobre los followers, ni, por supuesto, sobre los que ignoran de la existencia de unos y otros.
Cuando, en el batiburrillo de los encuentros ocasionales con colegas, amigos, desconocidos y gentes de cualquier vivir, alguien se me acerca y me comunica, con el aire de quien realiza una confesión ignominiosa: “Te sigo”, me quedo, por lo general, con la pregunta personal de “¿A dónde?”
Solo que no se la formulo, claro, porque es agradable la sensación de imaginar que, en esta sociedad en la que nadie tiene mucho interés por el próximo o lejano -salvo que pertenezca a un equipo de fútbol o a la propia escudería-, hay, desde el silencio y la opacidad, alguien que lee lo que escribo y le sirve para ayudarle a poner algo de orden personal en la cetárea en donde somos alimentados, fundamentalmente, con carroña y mentiras para ser catapultados una y otra vez al mercado para que compremos lo primero que se nos ponga delante de las narices.