El País del Gaigé (o del Huangmiú) ha demostrado, como pocas veces antes, la oportunidad de su nombre ficticio. La idea de “reforma permanente” (Gaigé), tan vinculada al “despropósito” (Huangmiú) ha plantado sus fuertes raíces en el que era, hasta la tercera semana de febrero de 2022, el principal partido de la oposición, el Partido Popular.
Hasta el 18 del mes, la posición de fuerza como alternativa a la coalición de Gobierno actual, presidida por el Partido Socialista, era tremendamente sólida. La popularidad de Ayuso, la seductora lideresa aupada por sus naturales encantos y el impulso benefactor de la oposición que le brindaron Sánchez e Iglesias (júnior), alcanzaba cotas no imaginables. Pablo Casado, aunque con suficiente inseguridad sobre su verdadera capacidad para dirigir grandes destinos, se afianzaba como opción (a falta de otras) para ser aupado a la jefatura del Gobierno, siendo deseable que en los próximos dos años se cociera aún mejor en sus destrezas no suficientemente sólidas.
Estas previsiones no sucederán, sustituídas por los peores auspicios para la derecha española y, por supuesto, con el mayor gozo para lo que aún se entiende por izquierda del país, que no se esperaban el regalo que sus oponentes le hicieron este mes. Ayuso y Casado, contando con los teloneros de nombre Almeida y Ejea y los subalternos Carromero y Rodríguez Bajón, representaron una tragicomedia en la que se inmolaron a garrotazos. Como en toda buena tragedia, todos mueren, mientras entonan sus explicaciones y disculpas y los espectadores obtienen material para hacer, luego un buen momento de cine fórum.
Son muchas las enseñanzas que los historiadores de la petit histoire y los comentaristas de las intrigas del corazón de la política están obteniendo de este episodio, incomprensible para los humanos (españoles y extranjeros) que no entiendan los entresijos de nuestra idosincrasia.
Mal momento para Mañueco, débil vencedor en las elecciones por la presidencia de CastillayLeón, cuyo mérito mejor fue sacudirse del abrazo amigo de Igea (no confundir con su casi homónimo: el de Ciudadanos) para arrojarse en los brazos con lecho de espinas de Abascal y su educando García-Gallardo. Mal momento para Núñez Feijóo, que se verá obligado a retratarse para salir de su voy-pero-vengo y aceptar ser aupado como buen componedor de los destrozos causados por la pelea de corral que, por un quítame allá ese contrato de mascarillas y pónte de rodillas para venerarme como tu dios, han organizado los dos amigos de la infancia que creyeron estar jugando a médicos y enfermeras.
Mal momento para todos, porque ha sido puesto en evidencia que los políticos, de un lado como de otro, tienen -salvo tan honrosas excepciones que resultan sepultadas por el jaleo general- como único objetivo, hacer su propia carrera. Se habla ahora de que habría que prohibir las Juventudes de los Partidos, que son cuna y vivero de personajes que guían su ambición al único objetivo de engañar a los demás para que creamos en su eficacia como gestores. Se habla ahora de que convendría que se llegara a la gestión de lo público, a los más altos niveles, desde la experiencia de la edad y con las espaldas bien cubiertas por desengaños anteriores que garanticen que solo se dedicarán a buscar el bien común, allá donde se halle.
No hay porqué obsesionarse. Nada pasará que evite que el país de Gaigé siga fiel a su nombre supuesto, a su tradicional manera de destruir lo que se haya hecho antes por otros, a negar cualquier colaboración con el de al lado, porque se verá como un enemigo que, en vez de potenciar nuestras habilidades, hará sombra. En el país de Gaigé la capacidad para la guerra civil es alimentada como sustancia melífera, bálsamo de Fieragrás, pócima de druida. Se le da a cucharadas a los niños, se toma en botellas cuando se es adolescente y, ya adulto, como Obelix, anestesiado para valorar positivamente al otro, sin necesidad de acudir al cuenco donde se potencian los odios, se está preparado para matarse a garrotazos, hacer el espectáculo del mozo del martillo.
Que en ese trasunto del Gaigé, dos poblaciones vecinas extremeñas, Villanueva de la Serena y Don Benito hayan decidido, por abrumadora mayoría de sus habitantes, fusionarse (a falta de elegir un nuevo nombre para el resultado), es una excepción. No tendrá imitadores, por ello, porque lo que prima es la secesión, la ruptura, el descalabro, el tirp en el pie o en la cabeza. Aceptar incluso que te saquen un ojo si se obtiene la promesa de que al vecino con el que estamos enfrentados le sacarán los dos.