Juan Luis de Diego Arias, abogado del Ilustre Colegio de Madrid y primo carnal del que esto escribe, ha visto publicada su tesis sobre “El derecho a la intimidad de las personas reclusas”, (Ministerio del Interior, Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, 2016) premiada con el Primer Accésit del Premio Victoria Kent de 2015. Es un magnífico trabajo, desarrollando con la precisión de un cirujano el análisis de un tema que reúne las características de delicado, apasionante y controvertido (al menos, en los ámbitos involucrados con la plasmación o expresión práctica de su ejercicio).
Las tesis doctorales, cuando responden adecuadamente al propósito académico y disciplinar, no pueden resumirse ni glosarse por un tercero sin entrometerse en el terreno pedregoso que linda con la petulancia, por un lado, y por otro, con la pedantería. Construye Juan Luis un edificio sistemático, apoyado, como no podía ser de otro modo, en las Sentencias del Tribunal Constitucional (TC) que abordan la cuestión, valorándolas y englobándolas en un contexto amplio, que implica desde la sociología a la psicología y hasta el ámbito de la apreciación individual de los límites de la personalidad, la intimidad y el pudor.
Todo ello, por supuesto, sin perder de vista que se trata de objetivar en lo posible la cuestión central de la intimidad de los que se encuentran cumpliendo condena. “Idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto son los parámetros para comprobar si una medida restrictiva de un derecho fundamental supera el juicio de proporcionalidad”. Son las palabras clave con las que el TC ha venido perfilando el asunto de la controversia entre dos parámetros de expresión variable, pero no por ello susceptibles de sometimiento discrecional al juicio y voluntad de terceros, ya sean los directores de las prisiones o el propio reglamento de prisiones: derecho a la intimidad personal del recluso y la necesidad de velar por el buen orden y seguridad del establecimiento penitenciario.
No voy a resumir, ni siquiera a intentarlo, un trabajo de 350 páginas y que ha demandado, sin duda, muchos meses de estudio. Es una obra de la madurez del autor, que recoge -incluso sin que él mismo lo haya advertido, quizá- residuos adecuados de las vivencias propias. Yo la he leído con la fruición de quien presupone, con plena consciencia, que va a encontrarse con la exposición ordenada de ideas y conocimiento. Durante la elaboración de la tesis, incluso tuvimos ocasión de comentar algunos aspectos y pude, por tanto, verla crecer y robustecerse. Felicidades, pues, también, a Fernando Reviriego, el director de la misma.
Disculpará el lector, y mi primo en especial, el que incorpore a este tema otro que viene a mi recuerdo este día. Santos Castro, fallecido el 24 de agosto de este año, cumpliría hoy 67 años. He comprobado que su perfil en Facebook se mantiene abierto, y sigue siendo, por tanto, uno de mis amigos en esa red social, con una vivencia pública prolongada, aunque inerte.
La intimidad de los muertos, la prolongación post morten de su personalidad, el respeto a su memoria, y a las creencias y planteamientos manifiestos en vida, la fidelidad en la plasmación de sus hechos y en el reflejo de sus actitudes, así como el estricto cumplimiento de sus disposiciones testamentarias -si las hubo- son, sin duda, un tema de tesis que no ha sido aún suficientemente tratado y sobre el que el TC se ha manifestado parcamente. Parece haberse impuesto el criterio de que la muerte autoriza per se la sección irrespetuosa de los que no están para defenderse o para obligar a que se les tenga en cuenta en lo que ordenaron y creyeron.
La foto que acompaño al Comentario de hoy, refleja a un ave en un entorno doméstico, al que ella misma se condujo por curiosidad o en busca de cálido cobijo y alimento.
Cuando volví a casa aquel día, descubrí con sorpresa que un petirrojo había entrado en la cocina y estaba encaramado en el tanque para el agua, que se hallaba templado gracias al buen tiro de la cocina económica, a la que yo había estado alimentando con troncos de leña desde primeras horas.
Tuvo que haber entrado por la puerta principal, supuse, ya que las ventanas de aquella habitación estaban cerradas. Habría ido avanzado hasta allí, volando por los pasillos, apoyándose en sillas, piano o cuadros en su aletear despreocupado. Un itinerario singular. Como los pájaros no parecen capaces de distinguir entre la naturaleza y los accesorios generados por la actividad humana, el pequeño animal no se mostraba afectado por la inspección de dependencias tan extravagantes para su hábitat.
Mi repentina presencia en el lugar debió amedrentarla, y el ave extremó su quietud, paralizada ahora por el miedo. Temiendo que se hiciera daño en una huída atolondrada, abrí con calma todas las ventanas y esperé con paciencia a que el animal encontrase por sí mismo la vía de escape a su ámbito natural.
Al cabo de unos instantes que ambos vivimos con tensión, respiré aliviado cuando vi que el petirrojo tomaba el camino que le había abierto hacia la cabal libertad.
Si esta historia fuera un cuento, o hubiera deseado incorporar en ella alguna elucubración imaginativa, podría terminar escribiendo que el petirrojo, agradecido por mi sensato proceder, volvía cada atardecer al porche para obsequiarme con lo mejor de sus trinos y gorgoritos. No se si fue así, pero nunca han faltado a ese lugar cantos de mirlos y petirrojos. El problema lo tengo que yo, que no soy capaz de distinguir a un petirrojo de otro.
Todos los petirrojos son iguales en la penumbra de los matorrales donde se cobijan y no se me presentaron más que unas pocas ocasiones de observarlos en su intimidad con la atención que dispensé a esa ave que penetró en la mía.
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