La Organización Mundial de la Salud ha declarado, para finalizar el mes de enero de 2020 que el brote de coronavirus que comenzó en una ciudad llamada Wuhan, en los inmensos territorios de la República China, tiene las características precisas para definir una emergencia internacional.
No han servido, pues, las puertas al campo que el gobierno chino había decidido instalar en la población en donde se descubrieron los primeros afectados por este mutante. Causó asombro el aislamiento de una ciudad de once millones de habitantes, en donde se bloquearon todas las entradas y salidas no controladas por personal sanitario. Cuando se amplió el cerco a cuarenta millones de personas, las frases de admiración y elogio a la disciplina que solo puede concebirse en el contexto de la devoción confuciana, redoblaron su intensidad.
Pues ahora el cerco puede decirse que abarca a los 4.700 millones de habitantes del planeta, amenazados todos de ser contagiados. Pero no hay por qué alarmarse. En la isla canaria de La Gomera apareció el primer afectado, un ciudadano alemán que había estado en contacto con portadores del virus; tenemos en cuarentena (en realidad, por quince días), en el Hospital Gómez Ulla a una veintena de repatriados huídos de Wuhan. Todo está bajo control, porque aunque no se conoce la forma de combatir este coronavirus, su malignidad es limitada.
Tenemos, en realidad, dos opciones: o pensar que, al igual que sucedió con la gripe aviar, la crisis de las vacas locas y otras alarmas internacionales de los tiempos recientes, todo quedará en una alarma menor, con algunos centenares de fallecidos (casi siempre con complicaciones de otras enfermedades crónicas o anteriores) y la vuelta a la tranquilidad y al olvido.
La otra opción sería pensar, de forma pesimista, que no estamos preparados. No lo estaríamos para convencer a los habitantes y turistas de una ciudad como Madrid, París, Berlín o Roma (por ejemplo) que no pueden salir de ellas, ni siquiera aventurarse por mucho tiempo fuera de sus casas u hoteles, hasta que el brote haya sido controlado. No lo estaríamos para construir Hospitales con capacidad para más de mil afectados en solo diez días. Si así fuera, solo resistirían el ataque de la virulencia los más sanos, los más fuertes y, en especial, los jóvenes.
No tengo la menor idea de cómo avanzará esta crisis del coronavirus, pero algo me hace suponer que, como otras anteriores que crearon alarma social desmesurada y movilizaron grandes recursos, se acabará disolviendo como un azucarillo en el café de la mañana. Influirán, claro, para su destierro, los trabajos de investigación de brillantes centros en todo el mundo (incluido nuestro país), que descubrirán, en un par de meses, las vacunas benéficas que, por suerte, no serán necesarias y se almacenarán, hasta que caduque su eficacia, en los almacenes de los Ministerios de Sanidad.
Miedo, miedo endémico es lo que tiene nuestra sociedad enferma. Y para curarnos de ese mal no tenemos vacunas.
Esa alondra común que se desgañita sobre unos conductos en la meseta castellana pretende advertir a los rivales de que el territorio donde tiene su nidada le pertenece. Lamentablemente, es también una señal aparatosa para sus depredadores
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