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Al volver a mi pueblo, no reconocí a casi nadie. Ni siquiera fuí capaz de encontrar la tumba de mi padre, porque habían reformado el cementerio. Una de las gemelas vivía en la panadería, en donde se hacía ahora pan francés en horno eléctrico. La otra se había ido a vivir a La Coruña con un guardia civil. Encarnita había engordado tanto que estuve seguro de que mi otra hermana no podía haber seguido el mismo ritmo, así que habrían dejado de ser gemelas, nos vemos únicamente por las fiestas, y de los niños, ¿qué sabes?, el más pequeño tiene algo en los huesos, lo están tratando especialistas de Santiago.
De las puertas abiertas de las viejas casas aparecían personas desconocidas que pretendían que yo las identificase con antiguos amigos y vecinos. “Soy Mercedes, ¿no te acuerdas de mí?”, me confesaba una sonrosada matrona, con la dentadura deshecha por la piorrea, arrastrando con las manos sendos niños demasiado gordos, uno de ellos, por no atender las que se le hacían, con señales autistas. Su marido era el concejal de Obras y, como los otros, habían entrelazado sus vidas de forma poco imaginativa. Cuando conseguía ubicar un rostro, surgía algo más allá otro grupo de entusiastas de la adivinación, convencidos de mi capacidad para eliminar canas, gorduras, y reponer dientes, pelos, ligerezas, tú sí que no has cambiado nada.
-Cómo le hubiera gustado a mi padre verte. Pues no hablaba poco el viejo de tí. Me decía: Arturo, el de la Encarna, ese sí ha triunfado.
-¿Triunfar, yo?. ¿Triunfar alguien que anda de un sitio para otro, buscando recuperar lo que ya tenía en este pueblo?
-Siempre tan bromista. Esto va para atrás.
-No hay de qué quejarse. Ahora hay teléfono, televisión. No falta dinero. Las tierras de labor están sembradas de eucalíptos. Los establos se han transformado en locales de negocio en donde la gente bebe malta.
-¿Qué querías? ¿Que nos quedáramos atrás?
-Si tengo que decir la verdad, sí.
Tendían las fuertes manos callosas y las mantenían rígidas sin atreverse a apretar las mías, dedos y palmas de mujer ante las suyas; viéndolos así, transformados en gentes de otra raza, gordos, recios, feos, nadie diría que nuestra niñez había sido conjunta, conservándome yo tan estirado, el bigotillo recortado, el cutis blanquecino, las cejas depiladas con mesura, el traje de fina tela hecho a la medida. Yo los había utilizado tantas veces como defensa ante los habitantes de la gran ciudad, había presumido de mis orígenes junto el pueblo simple, que me avergonzaba descubrir que nadie, salvo un imbécil, me podría confundir con ellos.
El río y el puente sobre la carretera permanecían en pié, ningún programa de desarrollo hubiera podido con su inercia. Paseé con el coche hasta el borde del agua. Aparqué el vehículo entre tres olmos que habían resistido al tiempo. Empecé a desnudarme poco a poco. Fue un movimiento reflejo el que me llevó a quedarme como mi madre me trajo al mundo, tal como habíamos hecho cada tarde de verano los niños de mi edad, y me zambullí sin percatarme de que ya no era la estación, de que mi cuerpo se había transformado en la vulnerable coraza de un adulto. Obsesionado por el recuerdo, estuve seguro de que la sensación de frío que me invadió de pronto era exactamente la misma que no había vuelto a disfrutar desde la infancia, porque nos pertenecía por igual al río y no a mí. Al tiempo que redescubría el tiritar de la niñez, me di también cuenta de que había sabores y olores olvidados que podría reencontrar en aquellos orígenes. Así que, saliendo del agua, corrí desnudo por la orilla y estuve masticando acederas, potentillas, tarios y tréboles, oliendo el aire como quien imita a un perro.
A la siguiente inmersión, me entró curiosidad por saber si todavía habría peces en las mismas oquedades. Los importuné poco, cómplice de su ocultación, haciéndoles cosquillas de salutación en el vientre. Podrían ser las mismas que había conocido, hacía treinta años, alevines cuya longevidad tenía el sentido de permitirme reflexionar sobre el pasado. Me acometió el pudor. Sentí que me habían echado del Paraíso. Avergonzado de que alguien hubiera podido verme en ese estado de desnudez injustificable salvo para un loco, tomé mis pantalones y me los puse rápidamente, sin atreverme a mirar a ningún lado.
Rehice el camino de vuelta a casa, y en el cuarto que había sido mío y que mi hermana había dejado expedito para mí, me eché sobre la cama luego de prepararme una pipa muy aromática, que tomé deleitándome con cada una de las aspiraciones, abandonándome, mientras me masturbaba recordando lo que había sido de mí, convocando las voces y el cuerpo de Amelia, pero sobre todo, excitado por la visión anticipada de Esperanza, una putita cuyo concepto empezaba a perfilar, mucho antes de que ella hubiera nacido, de que sus nalgas duras de adolescente se convirtieran en la razón de mi vejez.
Cuando me concentré en mi placer, los jóvenes de entonces desaparecieron como empujados por un tornado. Sus rostros se desdibujaron, se deformaron, engordando, estirándose, rompiéndose. No los reconocería ni aunque pasasen por mi lado. Mi hermana la gemela abre la puerta sin avisar, se sienta sobre la cama, no advierte mi turbación, y dice imitando a mi madre, “Te he preparado natillas para la cena”. Por un momento pensé que era Encarna, pero ella permanece para siempre inválida en la cocina. “¿Eres tú, Arturo José?, pregunta desde su enajenación, cuando me siento frente a esa anciana y le tomo sus manos entre las mías, tratando de llegar al fondo de su mirada vacía.
(pags. 138 a 139, “Hay un mensaje para Elías”, Angel Manuel Arias, copyright)
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