Transformado en un hombre sin principios,
entendió que la imaginación debía dejarse guiar
por un instinto eterno:
apetecer lo prohibido, esconderse en las sombras,
no hacerse mucho daño.
Los necios que se dieron cuenta de su incapacidad
para doblegar la menor voluntad, le despreciaban con sorna,
pero él pretendía en otra dirección,
que le dejaran en paz,
y con el firme propósito de no dar explicaciones
se declaró oficialmente incompetente
para convertir a nadie a su religión.
Siendo un caso perdido, una impureza
que no tenía remedio,
se limitaba a querer como podía,
a vivir de través,
a evitar los escollos de aspirantes
que tenían curiosidad por explicar ciertos destellos
que surgían de su noble cabeza;
suponía el rico infeliz que alguna vez
le perdonarían los estragos
de su fingida falta de destreza.
Esta ausencia de ardor no le impedía
que, después de hacer su número de condenado a probar,
agotado hasta el pan, mirando al cielo,
se pusiera a reir, imaginando
que alguien más fuerte le mandaba señales
y que él conseguía descifrarles el sentido.
(Del libro Con algo suave, Poema 7, Angel Manuel Arias)