A lo largo de la vida, son muchas las personas a las que perdemos de vista. No precisamente porque hayan fallecido (que, por supuesto, crecen en número a medida que nosotros vamos cumpliendo años de supervivencia), sino, simplemente, porque desaparecen de nuestro entorno: compañeros de estudio, de la milicia, del master, de alguno de los trabajos o tareas que hemos ido acometiendo. Incluso, familiares más o menos próximos a los que vimos en no se que boda, funeral o bautizo y de los que dudaríamos, si nos los encontramos casualmente por la calle, si son presentadoras de televisión, jugadores de fútbol o el primo segundo ése que se fue a hacer el Erasmus a Eslovenia.
Como expatriado regular de mi región favorita, Asturias, cuando vuelvo de cuando en vez a la tierrina, no puedo menos de sorprenderme con las reacciones que recojo, sobre todo en Oviedo, si me cruzo con alguno de esos antiguos colegas de lo que sea, a los que, a lo mejor, no he visto en treinta años, y su reacción, supongo que después de las inevitables dudas respecto a la identificación -recíprocas, en general- es, exteriorizar, simplemente: “¡Hasta luego!”. Es decir, en traducción ramplona, “Hasta dentro de treinta años”. A mi estas formas de abreviar tajantemente un posible intercambio de breves noticias personales, siempre me ha intrigado: “¿Sabrá Fulano más de mi vida que yo mismo para despacharme, al cabo de tanto tiempo, con tan breve saludo?
Entre los personajes más curiosos que reaparecen en nuestras vidas, seguro que están, por el contrario, aquellos que, habiéndoles perdido la pista durante décadas, reaparecen de repente, con una llamada telefónica: “¡Hola, Angel! ¿Qué tal te va? Resulta que estaba repasando la lista de compis del colegio de segundo grado de Primaria” -es un ejemplo ficticio- ” Y me pregunté, ¿qué será de Angel? Así que llamé a todos los que encontré con tu nombre en la guía telefónica de Madrid, hasta que di contigo. ¿Te acuerdas del Hermano Jesús, el que nos daba Historia Sagrada?”
No, no nos acordamos. No existía ningún Hermano Jesús en nuestra vida, y el segundo grado de Primaria lo hicimos en Albacete. Me ha sucedido esto cuatro o cinco veces en mi vida. La secuencia y final de estas situaciones, es siempre la misma: después de varios días de fastidiosas llamadas, con tendencia a concentrarlas en horas intempestivas, con el objetivo desplegado con rapidez de contarnos su vida, pedirnos dinero o, también, llenar las horas de aburrimiento, desaparecen como han llegado.
He cambiado muchas veces de lugar de trabajo, dentro y fuera de España, y conocido a miles de personas. De muchas de ellas -digamos, unas cinco mil- guardaba tarjetas de visita de aquellos con los que me había cruzado, hasta que mi diligente cuidadora de inutilidades, hizo desaparecer todas para siempre, salvo el par de decenas que corresponden a las personas con las que mantengo actualmente contacto y siguen utilizando ese obsoleto medio de ratificar la posición y existencia, aún usada por comerciales y detentadores de puestos de la Administración pública, que son las tarjetas de visita.
La variedad de puestos de trabajo me ha permitido disfrutar o padecer de una amplia relación de despachos, sillas y sillones, mesas y mesitas que fueron los elementos de mobiliario que fueron puestos a mi disposición. El más cutre, con distancia, fue una mesa sin desbastar, llena de agujeros y manchas de grasa, que podría haber estado con anterioridad destinada a ménsula de despiece en una carnicería, y que fue el sitio de apoyo que compartí con mi querido colega César en una subestación de Ensidesa, en donde estaba instalado el departamento de Investigación Operativa, que dirigía por entonces Julio Figueras. El más snob, la mesa aerodinámica que me enjaretaron en Düsseldorf, con sillas de querencia de cuero, que se prolongaba un par de metros más allá con una de reuniones con diseño italiano, de mármol, y que se completaba con un par de cuadros en fibra de amianto de un afamado artista que, quiero creer, no falleció de asbestosis.
Jamás he modificado el despacho que me legaron mis antecesores en el puesto. No es esa virtud, seguramente, sino pereza y, por supuesto, una seria tendencia a no despilfarrar dineros. Pero sí he podido contrastar, con reiterada persistencia, que lo que suelen hacer, como primera medida, la inmensa mayoría de quienes se hacen cargo de un puesto o puestecillo en el que tienen disposición sobre una partida presupuestaria para reformas, es cambiar los muebles del despacho, ponerse en el habitáculo un servicio, y ampliar los metros cuadrados tomando sitio del destinada a secretarias o sala de reuniones, incorporándola al recinto propio. Eso sí, lo que también es objetivo, si la cartografía lo permite, es la puerta alternativa para escapar de las visitas molestas o disfrutar de unas horas de asueto autoconcedidas.
El pequeño carbonero garrapinos (Parus ater) se protege, entre el comedero y el tronco del árbol en donde este se ha colgado, del ataque de los gorriones (passer domesticus) que tienen un tamaño notablemente mayor. Los 11,5 cm de envergadura del diminuto párido frente a los 14,5 o 15 cm de los machos de la familia de los Ploceidae (Gorriones).
Doy fe que el carbonero es obstinado. Tan pronto los gorriones -u otras aves que acuden a la llamada del alpiste- abandonan su sitial, vuelve la pareja de páridos -indistinguibles para mi los géneros, aunque no la especie, que tiene la coronilla negra con una mancha blanca en la nuca- a picotear el alimento; eso sí, siempre por el lado en el que los gorriones no pueden acceder.
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