El camino hacia la categoría de Smart City (como signo de calidad reconocida tanto por los propios habitantes como por terceros) tiene muy peculiares características, pues no solo se basa en conceptos y valoraciones subjetivas, sino que está fuertemente condicionado por las condiciones de partida. Es, por otra parte, multidisciplinar, exigiendo la colaboración de especialistas que ayuden a perfilar ese recorrido hacia la perfección (idea dinámica, como ya indiqué).
Pero, lo más importante, es que el juicio de mayor valor es el que emitan los propios habitantes, independientemente de su formación, clase social, forma de subsistencia, inquietudes culturales o intelectuales y lugar que ocupen físicamente en ella. Yo introduciría un factor muy especial, compuesto de índices a su vez muy diversos, que señalaría la diferencia máxima entre los grupos que la componen y que reflejaría las tensiones intrínsecas que coexisten en ella. Otro factor sustancial es de su diversidad, en el sentido de que las categorías sociales, culturales, profesionales, los distintos grupos de edad y de género, resulten integrados de forma armónica.
Niego, por tanto, que una Smart City pueda ser un campus universitario, o un Sillicon Valley o un conjunto residencial de alto nivel. Estos ejemplos -y otros muchos que el lector puede aportar por sí mismo- pueden ser, y de hecho lo son, imprescindibles para configurar un nivel más amplio al de una ciudad, e incluso resultarían elementos sustanciales para el desarrollo o el bienestar de una Comunidad más amplia o de un Estado, pero no son ejemplos de Smart City.
A partir de una realidad existente, la voluntad de transformar una ciudad actual en una ciudad Smart, exige una permanente discusión política, y un acuerdo de la comunidad sobre la estrategia. De otra forma, se caerá en el precipicio de la introducción de parches (especial atención a las copias de medidas extrañas que hayan tenido éxito en otro contexto) o en despilfarros inútiles, que solo servirán para aumentar la frustración colectiva, además de, por supuesto, incrementar el gasto municipal, dejando la ciudad con nuevos cadáveres.
Esta observación es muy importante, en mi opinión, pues se ha desencadenado una estéril y peligrosa carrera de rivalidad entre las ciudades Europas (pongo por caso), que se enfoca más hacia una pretensión de homogeneidad, en lugar de aprovechar, corregir o rentabilizar (en provecho colectivo de sus habitantes) las diferencias. Las críticas respecto a esta concepción elitista e igualadora en medidas que pueden ser vistosas o que se presentan como fórmulas ecológicas o de ahorro energético sin que se las haya analizado desde una perspectiva propia e integradora, han aparecido ya, pero su presencia en el debate es aún débil, puesto que los responsables políticos están, como siempre, obsesionados por el corto plazo y por la rivalizar en la mejora en baremos de puntuación en ciertos índices que no son apropiados, frecuentemente, para sus ciudades.
Para empezar el camino, es imprescindible tener en cuenta el mapa urbano de origen, sus estratos socioecónomicos y el modelo de vida actual de sus habitantes. La disponibilidad de territorio urbanizable es un elemento clave, y una medida de gran valor hacia la smart city sería convertirlo de inmediato en no urbanizable, en zonas verdes, delimitando de esta forma, de manera obviamente brutal, el crecimiento sustentable, que pasaría necesariamente a enfocarse sobre la mejora de las urbanizaciones existentes y el aumento del equipamiento y su óptima distribución, a partir del inventario de lo ya disponible.
Los elementos de dinamismo endógenos de la ciudad debieran ser analizados con máxima objetividad y precisión. La oferta tecnológica propia, la capacidad para resolver de forma autónoma las necesidades para recorrer el camino hacia una mayor intercomunicación de sus activos es parte esencial del reto a resolver. ¿Qué necesita la ciudad para ser más limpia, menos ruidosa, más transparente para sus habitantes, más cómoda para el transporte, más eficiente y creativa? ¿Dónde están los focos que pueden ser las claves para ese desarrollo? ¿Cómo se les puede motivar, impulsar, interconectar?. Hay que poner en valor, ante todo, esas características endógenas, antes de lanzarse por un camino de gasto que, si no se ha analizado con rigor, conducirá indefectiblemente a hacer la ciudad más dual y, por tanto, menos Smart.
La detección de esas áreas de desarrollo que han de ser impulsadas, con soluciones consensuadas o, al menos, claramente explicitadas, es imprescindible. Una ciudad no será más inteligente por haber apostado por convertirse en una ciudad de servicios hacia el exterior, con múltiples centros de convenciones, salas de exposiciones o lugares feriales o parques tecnológicos, puesto que su potencial éxito en esa dirección (medido, siempre, en bienestar de sus habitantes) entraría en competencia con otras ciudades que pueden estar mucho mejor situadas para rentabilizar esas inversiones.
La ciudad Smart aprovecha de manera inteligente sus singularidades, para potenciarlas, y rehúye entrar en competencia en campos para los que carece de factores diferenciales positivos. En eso radica la fuerza de la idea de un e-gobierno responsable. En la coordinación e integración de los elementos infraestructurales, formas de movilidad, interrelación de sus agentes propios con los impulsos ajenos, con una base de información mixta (geográfica, digital y analógica) que sea transparente, pero, sobre todo, mensurable. Esa gobernanza ha de apoyar, sin sustituirlos, las posibilidades de incorporación tecnológica, de información y de comunicación, dentro de un marco, no ya de respeto ambiental (concepto superado), sino de mejora ambiental drástica.
(continuará)
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