Tergiverso Mundano veía peligros en todo. El no se consideraba pesimista, ni se encontraba enfermo, sino se creía excepcionalmente perspicaz.
-No soy raro. Solo soy consciente de que la Naturaleza no es la aliada de la Humanidad. Naturaleza y Humanidad son dos entidades antagónicas, como, a su escala, cabe calificar el fuego y el agua, la sal y el azúcar o Peter Pan y el Capitán Garfio.
El último ejemplo venía a poner de manifiesto que Tergiverso Mundano era una persona instruida, como más adelante se evidenciará.
Vástago estéril de una familia de posibles -puede que homosexual, aunque sin pluma-, de cuenta bancaria saneada y posesiones que eran capaces de proporcionarle algunos réditos incluso en estos tiempos, Tergiverso Mundano pudo financiar, pagándolas de su propio peculio, las ediciones de dos volúmenes en las que recogió lo sustancial de sus creencias, deducciones teóricas y constataciones prácticas.
Al primero, le había dado por título: “Breve introducción a la teoría de los desastres” y al segundo, el de “Diccionario universal de los peligros. Primer tomo: De la A al Arroz”; de ambos había ordenado una tirada de tres mil ejemplares, que no tuvieron exactamente la acogida que esperaba. Aproximadamente dos mil novecientos cincuenta libros de cada edición, después de ser ofrecidos, como última operación de venta liquidadora, por la cadena VIPS en varios establecimientos, al precio simbólico de un euro, le fueron devueltos al autor.
Los acabó regalando a los asistentes a sus conferencias, aunque aún guardaba dos centenares para mejor ocasión en el sótano del chalet de su propiedad en Pantones de Arriba.
El propio editor le había aconsejado que no continuara de momento con la publicación del resto del diccionario, opinión que, aunque el autor no compartía, sí le sirvió de excusa para abordar una revisión de la Enciclopedia, incluyendo términos compuestos, tales como Edición fallida, Ignorancia supina y Desprecio mayúsculo, cuya sola enumeración puede servir para dar una idea de la profundidad y extensión de la tarea que Tergiverso Mundano tenía ante sí.
Según su estimación, siendo el número de vocablos de referencia para su análisis el de 50.000, considerando las permutaciones de la tercera parte de los mismos en grupos de tres, tenía calculado que el Diccionario completo tendría un número de entradas o lemas, tanto simples como compuestos, superior a los 4 billones, por lo que la empresa habría de ocuparle quinientos veintidós años, al ritmo que se creía capaz de mantener. Motivo suficiente para aparcar, de momento, la impecable intención.
La idea central de su reflexión ya había, sin embargo, quedado expresada pulcramente en los dos volúmenes que habían visto la luz de la imprenta y la oscuridad de los sótanos. En resumen: si la Humanidad estuviera al tanto de todos los detalles e implicaciones de cada asunto, por mínimo o fútil que este fuera, descubriría en cada uno la existencia de peligros potenciales, que, de acuerdo con la teoría científica irrefutable, con base teológica, por la que el tiempo es magnitud eterna y continua, acabará irremediablemente sucediendo.
Por tanto, cualquier suceso que no tenga relación directa y unívoca con la causa que lo provoca, terminaría realizándose de todas las maneras imaginables, aunque apenas posibles, por extrañas, poco probables o meramente descabelladas que pudieran parecer éstas.
-Se que esta idea no es fácil de comprender -había escrito en el Prólogo de su primer libro-. Pero, de la misma manera que si desciendo cada día a la pata coja por la escalera de mi casa, habrá un desgraciado momento en el que resbale en un peldaño y, si no me rompo la pierna o la cabeza a la primera, me la acabaré rompiendo a la tercera o cuarta vez que me trastabille, de igual forma puedo estar seguro que, más tarde o más temprano, un rayo caerá sobre el árbol más alto de mi jardín y, con parecido razonamiento, si tu pareja sale todos los días de paseo, acabará poniéndote los cuernos.
Explicaba a continuación, despertando la admiración o el escepticismo de la audiencia, que solo había encontrado dos mil sucesos, distintos de las simples ecuaciones matemáticas, que eran causa y consecuencia directa, y enumeraba algunos: comer fabada con alubias de baratillo y tener toda la tarde ardor de estómago; decir a tu pareja que la has traicionado y que te deje de hablar, incluso de forma permanente; tener cáncer terminal, pedir a un santo que te cure y perder la fe; prestar tres dvds o el mismo número de libros a tu mejor amigo y que no te devuelva, al menos, uno de ellos; etc.
Como escritor, Tergiverso Mundano era más bien flojo, pero como conversador, resultaba entretenido. Por eso, le llamaban con cierta frecuencia para participar en debates en los que los contertulios rivalizaban en expresar, de forma lo más grandilocuente de que eran capaces, sus respectivas ignorancias, convirtiéndose, por lo marginal de sus ideas, en blanco predilecto de las críticas de los otros, que tenían por obligación ser incoherentes y, por tanto, optimistas.
-El agua supuestamente potable puede estar contaminada por un virus desconocido, un terrorista fanático o un empleado descuidado y causar una epidemia mortal en una población; la lámpara de la nave central de la catedral puede caerse mientras se celebra la misa solemne de Pascua de Resurrección; un meteorito, asteroide o satélite artificial caerá tarde o temprano sobre la superficie de la Tierra en un lugar habitado y causará más muertos que el tsunami de Fukushima -eran algunos de los ejemplos que, convenientemente adornados con referencia a datos históricos que recuperaba de las hemerotecas o, aún más frecuentemente, inventaba sin el menor rubor, provocaban la perplejidad de los oyentes, que lo citaban junto a las autoridades reconocidas a Perogrullo, Quien asó la Manteca, el profeta Jeremías, Luiso o Pedrín .
Tergiverso Mundano estaba totalmente persuadido de que su concepción del Universo era correcta, y por ello, había fundado la Asociación de Perceptores Perspicaces de los Peligros Potenciales (“la ONG de las Cuatro Pés” como también se la denominaba), cuyo número de socios aún no era muy alto, pero, desde que pronunció una conferencia en el Círculo de Bellas Artes de Pantones alcanzaba ya varias decenas, favorecidas por no tener que pagar cuota alguna y ser obsequiadas por un ejemplar del Diccionario.
-Desconfiemos de las apariencias. No hay mal que de bien no venga. Un mendrugo o un trozo de hueso de paloma puede provocar el atascamiento de la faringe del presidente de los Estados Unidos o de la Unión Europea en la cena de clausura de las negociaciones para poner fin a una guerra fría, y, al ser expelido con fuerza, caerle en la cara al primer ministro de China, Rusia o Uganda, dejarle un ojo a la birulé y ser interpretado por la misión enemiga como un signo de hostilidad que motive el lanzamiento de un misil de aviso sobre la capital más cercana, y al no ser interceptado por hallarse averiada la placa antimisiles, dar origen a una nueva guerra mundial.
Como todo en esta vida tiene su compensación (teoría que, por el momento, aún no ha sido desarrollada), el mejor amigo de Tergiverso Mundano era Optimo Previsible. Donde uno lo veía todo negro, el otro lo entendía de colores, predominando el rosa. Si para Tergiverso el fin de la Humanidad estaba próximo, atisbándose sobre ella el triunfo de la Naturaleza, para Optimo era la primera la que estaba predestinada a ser la vencedora en todos los frentes.
-A todo hay solución, Tergi. Donde hay un peligro, el hombre, encuentra o acabará encontrando una solución acorde. La ciencia siempre acude, como dijo Terencio. Y aunque es cierto que la Humanidad ha padecido guerras, desastres y catástrofes, la realidad es que aquí estamos tú y yo, tan campantes, mejorando lo presente -era el argumento que habitualmente les servía para enzarzarse en una disputa interminable de pros y contras, de telodije y notecreo.
-Tu ingenuidad es impropia, Opti, de una persona inteligente, como te considero y tus múltiples títulos universitarios acreditan. Los avances de la ciencia no hacen sino crear nuevos y más incontrolables peligros, con su descabellado avance. Hace apenas un par de siglos, una guerra se saldaba con un par de miles de muertos en combate; el diluvio universal del que habla la Biblia no superó con seguridad los límites entre el Tigris y el Éufrates. Hoy, tenemos la energía atómica, el cambio climático, los misiles de cabeza nuclear, el sida, el virus HN1, el terrorismo global, la…
-Calla, calla -le cortaba Optimo- no necesitas recordarme lo obvio. Pero cada uno de esos problemas tiene solución, antídoto, y si no se halló aún, se está, sin duda, en algún centro de investigación de quién sabe qué país, en el camino veloz para encontrarlos.
En uno de sus paseos por el campo, lo que solían hacer cada sábado, para relajar las piernas y acomodar los ánimos, les sorprendió una tormenta, que venía acompañada de un fuerte aparato eléctrico. Truenos y rayos se sucedían con estrépito y luminaria terroríficos.
Optimo pretendió que se guarecieran bajo un árbol, pero Tergiverso los encontró a todos altos y, por tanto, susceptibles de servir de pararrayos indeseado y convertirlos a ellos en ascuas pertinentes. Corrieron, pues, como demonios, aunque Tergiverso no perdió ocasión de confesarse partidario de tirarse al suelo y dejarse camuflar entre la tierra húmeda del eventual apetito de carne humana que pudieran tener aquellos rayos.
Corrieron campo traviesa. Corrieron al mismo tiempo que, por precaución, iban abandonando en el campo cuantos objetos metálicos portaban.
La probabilidad de que tropezaran en una piedra y de que por el impacto, se rompieran o perjudicaran una pierna, debía ser muy baja, -menor a uno, desde luego, y aún lejos de la “probabilidad cierta” que la juez Alaya utiliza como baremo para imputar a exministras socialistas- aunque ellos la aumentaron aquel día. Porque, de forma inexplicable, se entorpecieron ambos en la carrera y, cayendo al suelo, se torcieron de mala forma sus tobillos. Optimo se baldó el derecho y Tergiverso el izquierdo.
Conteniendo el dolor, apoyándose el uno en el otro, andando a trompicones, avanzaban de tan torpe guisa por la pradera, sin saber aún que era el lugar en donde se criaban toros de una afamada ganadería, ya aptos para la lidia profesional. Uno de los verracos, que estaba en celo y se había asustado por los truenos, cuando vio dos bultos a lo lejos, abandonó la protección del almez en donde se hallaba agrupado con los de su recua, y arrancó a toda mecha hacia ellos, enfilándolos, con la clara intención de ensartarlos por lo sano.
Tergiverso, que se apercibió el primero del movimiento del astado, sugirió de inmediato a Optimo que se quedaran quietos, pues estaba seguro de que no podrían correr más que el torete y recordaba haber leído en alguna parte no sé cuando que estos cornudos no empitonan a quienes imitan, haciéndose el muerto, al monosabio. Pero Optimo no estaba por la labor de probar teorías de las que no tenía previa noticia, y, calculando, pues entre sus méritos estaba el saber de Matemáticas, la distancia que les quedaba hasta una casa que no se hallaba lejos y la velocidad atribuible al astado, tomando la diferencia de la que podrían acreditar estando ellos lisiados aunque urgidos a correr, dijo que nones, y que debían seguir, y sin desfallecer, hasta aquel sitio que les ofrecía potencial protección.
Llegaron como pudieron, jadeantes, a la casa y llamaron a la puerta, que estaba cerrada, gritando al mismo tiempo que les abrieran, que venían heridos y que un toro les perseguía.
-¡Por el amor de Dios, abran, que o nos caerá un rayo, o nos empitonará un toro, o cogeremos una pulmonía, o se nos engangrenará la pierna que traemos muy perjudicada! -gritaban, más o menos.
Nadie respondió a su llamada, porque, cuando la miraron mejor, se cercioraron de que la casa estaba, no solo deshabitada, sino en ruinas. Solo la pared frontal resistía, adornada, por cierto, con unos grafitti de intención obscena.
Sucedió pues, que fueron embestidos del morlaco, y pisoteados a placer por el cuadrúpedo, aunque no les causó graves heridas. El bicho se cansó después de darles una tunda, dejándolos a ambos, parejos de maltrechos, convertidos en piltrafas en el suelo. Bufó, torció la testuz y se volvió, a paso lento y luciendo porte de lo más majestuoso, a reunirse con el resto de la manada.
Mojados como estaban, doloridos por el torcimiento y aún más por los golpes del vacuno, con el miedo agarrotándoles las partes que conservaban sanas en el cuerpo, notaron al finque la tormenta había aflojado, impulsada por un viento fresco.
Tergiverso Mundano soltó una carcajada.
-¿Te das cuenta, Optimo, de lo que nos ha pasado? -farfulló, comiéndose palabras por las risas.
-¡Cómo no! -le contestó el interpelado, con la cara bastante pálida y sin adivinar la razón por la que su amigo estaba, a buenas horas, contento-. Nos hemos salvado por los pelos. Y no de una, sino de varias vicisitudes que eran en extremo peligrosas. Estamos vivos de milagro
-No me estoy riendo exactamente por eso, amigo. Me río porque, dado que, cabalmente, todo cuanto nos ha sucedido hoy es improbable, se lo hemos puesto más crudo a cualquier otro que, encontrándose en las mismas circunstancias, pretenda superar la situación con menos rasguños que nosotros. De lo nuestro, nos curaremos. Pero para los que les caiga un rayo, se rompan la cabeza o les empitone un toro por las ingles, no habrá tanta fortuna, ya que les hemos birlado un buen trozo con la suerte que hemos tenido.
Optimo Previsible, frotándose la pierna retorcida, mirándose las contusiones del pecho, secándose con un pañuelo sucio los manchones del rostro, expresó otra opinión:
-Discrepo, amigo mío. Lo único de que estoy seguro haber aumentado es la probabilidad de que si alguien se aventurase en otro día infernal por estas mismas dehesas, y, creyendo poder disfrutar de un buen paseo, se encontrara con rayos y con toros, no se retorcerá el tobillo como nos sucedió a nosotros, ni le dará una paliza descomunal un toro bravo, ni encontrará paredes caídas donde debía haber una casa habitada por gentes de buen talante, sino que saldrá incólume y tan campante, gracias a que nosotros hemos concentrado hoy en nuestro cuerpo desgracias que estaban destinadas para ser más repartidas.
Y ambos se encaminaron, cojeando, destrozados los avíos de excursionista, perdidos los piolets y las navajas (y hasta un reloj de pulsera regalo del cuñado de Optimo Previsible) , hasta el borde de un camino, en el que unos excursionistas que bajaban con paraguas, les aconsejaron, ante su petición de ayuda, tomárselo con calma.
FIN