Al socaire

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El último Cuento de invierno: Silencio roto de la selva umbrosa

19 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Cuando la tierna gacela se acercó a abrevar a lo que parecía plácido río, y apenas sus delicados morros reposó sobre las tranquilas aguas, de las profundidades mal entrevistas, surgió un taimado cocodrilo, que, con el desmesurado abrir de sus tremendas fauces, a punto estuvo de romper para siempre al inocente cuadrúpedo la plácida existencia que hasta entonces llevaba.

-¡Menudo susto me has dado! ¿Es que no se puede beber en este río? -dijo la gacela, dando un brinco hacia atrás, y disponiéndose a salir a la carrera.

-No te vayas -se oyó pronunciar al cocodrilo-. Quiero pedirte algo. Y te ruego que escuches atentamente, porque, dada la posición de mi mandíbula, me es difícil hablar de corrido y, sobre todo, pronunciar las erres.

La gacela, manteniendo ahora una prudente distancia, curiosa como todos los herbívoros, animó al saurio a proseguir su plática.

-Escucho -fue su lacónica frase.

-Por las señales que está dando la naturaleza,  y mi experiencia de muchos años -habló el cocodrilo- intuyo que está próximo el momento de emigración anual de los rumiantes de la pradera.

-No se de qué me hablas -expresó, tomando confianza, la pariente lejana de la cierva.

-Lo comprendo, ya que eres muy nueva, como lo demuestran tus frágiles patas y tus aún enflaquecidos flancos.  No tengo tiempo para explicarte los detalles.

La gacela se estaba impacientando, pues temía que algún felino con menos ganas de parloteo se le acercara por detrás y, a dentelladas,  la convirtiera en el menú del día.

-¿Qué quieres de mí?..,Porque algo quieres -urgió, con ganas ya de escaparse del pesado, al que esperaba no volver a ver, aunque, al mismo tiempo, confiando tener algo que contar a sus compañeros de rebaño.

-Al grano iré. Cuando los ñus, cebras y gacelas se pongan en marcha para la emigración, y llegue el momento de tener que cruzar este río, te ruego -se corrigió-, no: te exijo que los hagas pasar justo por este lugar. Y te prometo que respetaré tu vida y la de todos aquellos que me indiques, devorando únicamente a aquel animal que me señales.

Una apacible brisa meneó con agradable frescor la verde yerba que crecía en los aledaños umbríos del solitario lugar.

-No le veo la gracia -acertó a decir la gacela-. ¿Qué gano yo convirtiéndome en traidor a mi especie, y haciendo más fácil a tu naturaleza el devorar a uno de los míos?

-Medítalo -replicó el cocodrilo-. Te doy la opción de que, en lugar de que, por mi condición devoradora, cause gran dolor entre los tuyos y vuestros amigos, atacando a ciegas a vuestro paso, me selecciones tú aquella pieza que por la condición que sea. por ser vieja, o despreciable, o quejosa -y son solo unos pocos ejemplos- quieras o queráis libraros de ella.

La gacela no quiso escuchar más, porque, además, oyó que sus compañeros de pación la estaban llamando, ya alarmados por su ausencia, y se fue sin despedirse.

Aquella singular tarde, mientras triscaba los mezquinos restos de los con anterioridad jugosos brotes, pensaba en lo que el sagaz cocodrilo le había propuesto. No tenía claras las posibles ventajas de la singular indicación, aunque, con su candor innato quería entender que, al menos, ella misma podría salvar el propio pellejo, siendo eficaz amiga y colaboradora personal del temible saurio.

Nada comentó con sus iguales, ni tuvo reposo aquella noche. Muy de mañana, se acercó al mismo lugar en que el día anterior había sido sorprendida por el cocodrilo, y lo llamó con un balido. Al punto, acudió el acorazado, con su mejor sonrisa, dejando ver los dientes afilados.

-¿Lo has pensado? -preguntó, sin más rodeos.

-Sí -contestó la gacela-. No voy a traicionar a los míos, para satisfacer tu gula ni tu cruel naturaleza. Es más, el descubrimiento que hiciste de tu comportamiento miserable a mis ojos y los de mi especie, me ha puesto en evidencia algo que ignoraba. No puedo soportar la idea de que, mientras nosotros vamos en busca de mejores pastos, tú y los tuyos os aprovechéis de nuestra necesidad.

-Corta el rollo -gritó el cocodrilo-. Si no quieres colaborar, me lo dices, y basta. No tengo por qué escuchar tus mensajes.

El brusco movimiento de la fuerte cola del temible saurio puso en preclara evidencia que estaba perdiendo la escasa paciencia. No hubo muchas más palabras y el bicho mayor, con un rápido alarde de destreza, a pesar de la corpulencia, agarró a la gacela por el pescuezo, y con un par de bruscos movimientos, le desencajó las vértebras.

Su ciego impulso no le permitió escuchar las tímidas palabras con las que la hermosa gacela le ofrecía una templada despedida.

-He estado triscando hierbas venenosas toda la noche y tengo el estómago repleto de sustancias de lo más dañino. Por eso estoy segura de que, al hacer la digestión de mi cuerpo, reventarás para siempre y habré librado a mis congéneres, al menos, de uno de sus naturales enemigos.

Así fue. Y en la selva umbrosa a pesar de los escasos árboles, cuya residual presencia señalaba la existencia anterior de lo que había sido extenso bosque, se oyó el grito desgarrador del cocodrilo envenenado, que de esa sonora manera, confirmaba la predicción certera de la tierna gacela.

En aquel río infestado por carroñeros congéneres, ese silencio roto no obtuvo el esperado eco, y, llegado el pertinente estío, los rebaños ciegos de astados ñúes, listadas cebras y gráciles gacelas, se adentraron con idéntico criterio en lo que, para algunos, sería el predecible final de su forzoso peregrinar.

—

P.S. El título de este estrambótico relato está basado en unos versos de Garcilaso de la Vega: “Por tí el silencio de la selva umbrosa/por ti la esquividad y apartamiento/del solitario monte me agradaba./por ti la verde yerba, el fresco viento,/ el blanco lirio y colorada rosa/ y dulce primavera deseaba…”

 

 

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Cuento de invierno: Seis horas con nadie

18 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Habían transcurrido aproximadamente dos horas desde el despegue, y los pasajeros se preparaban mentalmente para el aterrizaje, pues calculaban que estaban a punto de llegar a su destino. Para la mayoría, sería el comienzo de sus vacaciones.

El cielo estaba despejado, luminoso, magnífico.

Por los altavoces interiores del avión se escuchó una voz, que hablaba en una lengua que no todos los pasajeros conocían:

-Les habla el comandante de la nave. Mi nombre es Huá Chao Ming y tengo el placer de anunciarles que este será, para todos nosotros, nuestro último vuelo. Contrariamente a lo que estaba anunciado, he decidido enfilar rumbo al océano, hasta que el combustible del avión se agote, en cuyo momento el aparato caerá irremisiblemente al mar. He desconectado todos los localizadores hace ya un rato, por lo que desde tierra nadie podrá saber dónde nos encontramos, ni cómo encontrarnos hasta que nuestro destino se haya cumplido.

Por el pasaje, empezando por quienes entendían el idioma en el que se expresaba el piloto, se extendieron los gritos de estupor y de pánico, cubriéndolo todo de consternación espesa.

-¿Qué ha dicho? -preguntó alguien, quitándose bruscamente los auriculares con los que estaba escuchando canciones de los Beach Boys.

La voz del comandante seguía con sus prolijas explicaciones:

-Calculo que tienen ustedes seis horas hasta que se agote el combustible para poner en orden sus ideas, encomendarse a su Dios, o maldecirme. No importa lo que hagan, no tendrá ningún efecto sobre una decisión que yo he tomado por Vds. La puerta de la cabina está automáticamente cerrada, sin posibilidad de acceso desde el exterior y el copiloto y el mecánico están aquí, a mi lado, inmóviles, pues les he proporcionado un sedante que les ha causado un coma profundo, del que nunca despertarán. Yo me dispongo a beber del mismo líquido, por lo que a partir de ahora solo el piloto automático guiará el avión. Ofrezco el sacrificio de todos ustedes a la única fuerza en la que creo, que es la Fatalidad, y lo hago como mensaje hacia la que fue mi esposa Huó Xeng Shú: Caiga la sangre de estos inocentes sobre tu infidelidad .

El sobrecargo corrió hacia la cabina, y trató de abrir la puerta. En efecto, estaba cerrada herméticamente por dentro. Varios pasajeros se levantaron y, atropellándose por el pasillo del avión, en loca carrera hacia delante, se dedicaron a aporrearla por turnos. Nadie contestó; nada se oía.

Otros, tomando sus teléfonos móviles, se esforzaban en encontrar la mínima cobertura en las ondas por la que poder lanzar una llamada de auxilio. No había respuesta satisfactoria; se habían interceptado o bloqueado todos los canales.

Pasaron varios minutos, y el pánico crecía, incontenible. El aparato seguía una línea recta, imperturbable; los motores quemaban combustible de manera regular, mecánica, impecable. Majestuosa.

Algunas personas gritaban. Otras, aún sin saber qué hacer, buscaban en su equipaje, como si en él pudieran encontrar la solución. Quién, rezaba.

-¿No se puede hacer nada? -preguntó a una de las azafatas, que estaba pálida como una acera después de las lluvias de verano, un tipo gordo y de ojos saltones, al tiempo que la zarandeaba, presa de pánico.

Un tipo con talante místico arrebatado, ocupó el centro del pasillo y, con voz demasiado alta, propuso:

-Aprovechemos este tiempo para rezar. El comandante ha dicho que disponemos de seis horas. Quizá tengamos incluso suerte y el avión caiga en una zona en donde puedan rescatarnos. Seguro que ya se han dado cuenta de que nos hemos desviado de nuestra ruta. Tengamos fe. Algo sucederá.

-¿Quién asegura que tenemos seis horas de combustible? -fue la pregunta irrelevante de un hombre de negocios, que no había dejado ni por un momento de apagar y encender su ordenador portátil, a la espera de no se sabía muy bien qué reacción.

-¿Y qué importa que sean seis horas o dos minutos? ¿Qué duda cabe de lo que nos va a suceder? ¡Lo único cierto es que nos vamos a estrellar!

Los pasajeros que estaban ocupando asientos junto a la ventana observaron el cielo, que era limpio y azul, como cualquier día perfecto.

Una mujer joven, que había estado callada, se dirigió a su vecino de asiento con una tímida sonrisa:

-Me llamo Michelle. No quiero pasar mis últimas seis horas sentada al lado de alguien que no conozco. ¿Le importa contarme algo de su vida?

Mientras el fuel se agotaba, se mantuvieron hablando y hablando, hasta que comprendieron que su tiempo también se acababa. Entonces, gritaron como todos.

FIN

 

 

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Cuento de invierno: Agdar y la presa de Cleopatra

17 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

En el valle de Escol,  los almendros  habían empezado a florecer y los hebronitas varones de más de quince años, incluso los ancianos, una vez que habían podado las viñas y recogido las aceitunas, estaban reunidos en la plaza para pedir al dios sol que no se hiciera notar demasiado, porque  todos eran conscientes de su fortaleza.

Un muchacho se acercó, alborotado, para advertir que en las afueras de la ciudad se estaba instalando un grupo numeroso. Venían con camellos, cabras y esclavos.

-No es la primera vez que tribus nómadas procedentes de los desiertos de Siria o de Farán se acercan a nuestra ciudad, buscando pastos para su ganado -dijo el patriarca mayor de Hebrón, tranquilizando a los suyos-. Les diremos que se vayan hacia Belén o Jerusalén, en donde encontrarán tierras más fértiles.

A la mañana siguiente, Abmadián, acompañado de otros cuatro principales, se dirigió al grupo acampado y preguntó por el que los dirigía. Varias mujeres estaban lavando ropas en el río y decenas de niños jugaban a darse empujones y golpearse con espadas rudimentarias hechas de ramas de acacia.

-Yo soy quien manda -reconoció un individuo de larga barba entrecana-. Me llamo Abraham, que quiere decir padre de un gran pueblo.

Los hebronitas le observaron con atención, y les pareció, aunque no se comunicaron entre sí la percepción, que se trataba de un enajenado. Tenía la mirada fija de los que han bebido demasiado vino, aunque no hacía mucho que había amanecido.

-Yo también soy padre, como habrás podido deducir de mi nombre. Y nosotros también somos un gran pueblo, forastero, y estas tierras son nuestras. No son suficientemente productivas para alimentar a más gente, por lo que te rogamos que, una vez que, por nuestra hospitalidad, tus bestias han saciado su sed y vosotros, vuestras mujeres y vuestros esclavos se han quitado la mugre del desierto, ensuciando nuestro río, os vayáis más hacia el norte, en donde encontraréis terrenos sin dueño y mucho más fértiles que estas tierras ya muy solicitadas.

Así habló Abmadián, con firmeza y poniendo cara de pocos amigos.

-Lo siento, colega -dijo Abraham-, pero he venido para quedarme. Una voz interior a la que no puedo corregir ni contradecir me ha traído hasta aquí, después de hacerme dar casi la vuelta al mundo conocido, con mi familia, riquezas, rebaños y siervos. He nacido en Caldea, he recorrido Mesopotamia y ha llegado la hora de que siente mis reales. Si no estás de acuerdo, no tienes más que decírmelo, y al instante, un fuego destructor caerá sobre tu ciudad, porque Dios me protege.

Abdamián reflexionó unos instantes y, sin preguntar a los que le acompañaban, inquirió:

-¿Has dicho que tienes riquezas, además de los rebaños y los siervos que veo por aquí?

-En efecto -fue la contestación que recibió-. Y como prueba de mis buenas intenciones, te comunico que deseo comprar un sepulcro adecuado para mi mujer, Sara, que ya tiene sus años y no me ha dado hijos y, más adelante, cuando mi tiempo se haya cumplido, también para mí.

-Tenemos sepulcros muy hermosos -reconoció Abdamián, siguiéndole la corriente-, aunque bastante caros. Por el momento, quedáos aquí tranquilamente, que no os importunaremos y, al atardecer, nos gustaría conocer exactamente cuánto dinero estás dispuesto a invertir en nuestra ciudad, para lo que te presentaremos una lista de peticiones.

La expedición de hebronitas se fue, para debatir la relación de condiciones que impondrían a los extraños si pretendían quedarse. Entre ellas, desde luego, una prensa de mayor tamaño para machacar las uvas, varios odres de piel de carnero  bien curada y oro suficiente para recubrir el becerro que tanta prosperidad les estaba otorgando.

Abraham, contento por haber convencido tan fácilmente a los hebronitas de sus intenciones, hizo llamar a Sara y le dijo:

-Mujer, te has hecho clueca y no solamente no has conseguido darme ningún hijo, sino que cada vez que acudo a ti, me haces daño, porque tus entrañas están secas como el desierto de Siria. Como es designio de la voz que me instruye, teniendo en cuenta que a mí también me cuesta cada día más conseguir que mi miembro se endurezca, he dejado preñada a Agdar, tu esclava, para que mis genes no se pierdan.

Sara, que venía sospechando desde hacía algún tiempo que la joven Agdar le estaba birlando el esposo, no se arredró por ello, ni pronunció palabras malsonantes. Por el contrario, dijo a su esposo que no le parecía mal, y que entendía que los designios superiores deberían de cumplirse, aún a costa de la infamia de las mujeres. Después, hizo llamar a Agdar, que había ido a buscar agua al río Escol, y, sin preguntarle la causa por la que su vientre empezaba a crecer, le ofreció una infusión y le pidió que le trenzase el pelo, después de untárselo con gena y ungüentos aromáticos.

-Dime, Agdar -expresó Sara, mientras la esclava le hacía la coleta-. He sabido por Ab-ram (1) que vamos a quedarnos en estas tierras, en donde tiene previsto comprar un sepulcro para ti y lo que has concebido de él, ya que piensa mataros a los dos, pues ese es el mensaje que dice haber recibido de la voz que escucha dentro de sí, como forma de expiar su pecado.

La esclava se mostró aterrada.

-No ha sido por mi seducción, sino por su lascivia. El me prometió que… -comenzó a explicarse, Agdar.

-No quiero justificaciones. Estoy dispuesta a dar mi consentimiento y hacer la vista gorda. Pero me tienes que enseñar una destreza que, según es voz corrida en el campamento, has adquirido con tus entrañas. Creo que de esa manera conseguiré también darle yo un hijo, y así me dejará tranquila.

De esa manera se expresó Sara, que, como mujer educada en las privaciones del desierto, era, no solamente inteligente, sino pragmática.

De aquella enseñanza de la sierva, aprendió Sara una habilidad que, andando el tiempo, se conocería como presa de Cleopatra (sin que se sepa bien por qué) y, para lo que importa de esta historia, tuvo por consecuencia especial el que resultó preñada, de un varón al que llamaron Isaac que, por gran fortuna, a pesar de la avanzada edad de sus padres, resultó sano.

FIN

(1) Sara no llamaba a Abraham por otro nombre que el de Ab-ram, que era como le había conocido.

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Cuento de invierno: La ruta de los peligros

15 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Tergiverso Mundano veía peligros en todo. El no se consideraba pesimista, ni se encontraba enfermo, sino se creía excepcionalmente perspicaz.

-No soy raro. Solo soy consciente de que la Naturaleza no es la aliada de la Humanidad. Naturaleza y Humanidad son dos entidades antagónicas, como, a su escala, cabe calificar el fuego y el agua, la sal y el azúcar o Peter Pan y el Capitán Garfio.

El último ejemplo venía a poner de manifiesto que Tergiverso Mundano era una persona instruida, como más adelante se evidenciará.

Vástago estéril de una familia de posibles -puede que homosexual, aunque sin pluma-, de cuenta bancaria saneada y posesiones que eran capaces de proporcionarle algunos réditos incluso en estos tiempos, Tergiverso Mundano pudo financiar, pagándolas de su propio peculio, las ediciones  de dos volúmenes en las que recogió lo sustancial de sus creencias, deducciones teóricas y constataciones prácticas.

Al primero, le había dado por título: “Breve introducción a la teoría de los desastres” y al segundo, el de “Diccionario universal de los peligros. Primer tomo: De la A al Arroz”; de ambos había ordenado una tirada de tres mil ejemplares, que no tuvieron exactamente la acogida que esperaba. Aproximadamente dos mil novecientos cincuenta libros de cada edición, después de ser ofrecidos, como última operación de venta liquidadora, por la cadena VIPS en varios establecimientos, al precio simbólico de un euro, le fueron devueltos al autor.

Los acabó regalando a los asistentes a sus conferencias, aunque aún guardaba dos centenares para mejor ocasión en el sótano del chalet de su propiedad en Pantones de Arriba.

El propio editor le había aconsejado que no continuara de momento con la publicación del resto del diccionario, opinión que, aunque el autor no compartía, sí le sirvió de excusa para abordar una revisión de la Enciclopedia, incluyendo términos compuestos, tales como Edición fallida, Ignorancia supina y Desprecio mayúsculo, cuya sola enumeración puede servir para dar una idea de la profundidad y extensión de la tarea que Tergiverso Mundano tenía ante sí.

Según su estimación, siendo el número de vocablos de referencia para su análisis el de 50.000, considerando las permutaciones de la tercera parte de los mismos en grupos de tres, tenía calculado que el Diccionario completo tendría un número de entradas o lemas, tanto simples como compuestos, superior a los 4 billones, por lo que la empresa  habría de ocuparle quinientos veintidós años, al ritmo que se creía capaz de mantener. Motivo suficiente para aparcar, de momento, la impecable intención.

La idea central de su reflexión ya había, sin embargo, quedado expresada pulcramente en los dos volúmenes que habían visto la luz de la imprenta y la oscuridad de los sótanos. En resumen: si la Humanidad estuviera al tanto de todos los detalles e implicaciones de cada asunto, por mínimo o fútil que este fuera, descubriría en cada uno la existencia de peligros potenciales, que, de acuerdo con la teoría científica irrefutable, con base teológica, por la que el tiempo es magnitud eterna y continua, acabará irremediablemente sucediendo.

Por tanto, cualquier suceso que no tenga relación directa y unívoca con la causa que lo provoca, terminaría realizándose de todas las maneras imaginables, aunque apenas posibles, por extrañas, poco probables o meramente descabelladas que pudieran parecer éstas.

-Se que esta idea no es fácil de comprender -había escrito en el Prólogo de su primer libro-. Pero, de la misma manera que si desciendo cada día a la pata coja por la escalera de mi casa, habrá un desgraciado momento en el que resbale en un peldaño y, si no me rompo la pierna o la cabeza a la primera, me la acabaré rompiendo a la tercera o cuarta vez que me trastabille, de igual forma puedo estar seguro que, más tarde o más temprano, un rayo caerá sobre el árbol más alto de mi jardín y, con parecido razonamiento, si tu pareja sale todos los días de paseo, acabará poniéndote los cuernos.

Explicaba a continuación, despertando la admiración o el escepticismo de la audiencia, que solo había encontrado dos mil sucesos, distintos de las simples ecuaciones matemáticas, que eran causa y consecuencia directa, y enumeraba algunos: comer fabada con alubias de baratillo y tener toda la tarde ardor de estómago; decir a tu pareja que la has traicionado y que te deje de hablar, incluso de forma permanente; tener cáncer terminal, pedir a un santo que te cure y perder la fe; prestar tres dvds o el mismo número de libros a tu mejor amigo y que no te devuelva, al menos, uno de ellos; etc.

Como escritor, Tergiverso Mundano era más bien flojo, pero como conversador, resultaba entretenido. Por eso, le llamaban con cierta frecuencia para participar en debates en los que los contertulios rivalizaban en expresar, de forma lo más grandilocuente de que eran capaces, sus respectivas ignorancias, convirtiéndose, por lo marginal de sus ideas, en blanco predilecto de las críticas de los otros, que tenían por obligación ser incoherentes y, por tanto, optimistas.

-El agua supuestamente potable puede estar contaminada por un virus desconocido, un terrorista fanático o un empleado descuidado y causar una epidemia mortal en una población; la lámpara de la nave central de la catedral puede caerse mientras se celebra la misa solemne de Pascua de Resurrección;  un meteorito, asteroide o satélite artificial caerá tarde o temprano sobre la superficie de la Tierra en un lugar habitado y causará más muertos que el tsunami de Fukushima -eran algunos de los ejemplos que, convenientemente adornados con referencia a datos históricos que recuperaba de las hemerotecas o, aún más frecuentemente, inventaba sin el menor rubor, provocaban la perplejidad de los oyentes, que lo citaban junto a las autoridades reconocidas a Perogrullo, Quien asó la Manteca, el profeta Jeremías, Luiso o Pedrín .

Tergiverso Mundano estaba totalmente persuadido de que su concepción del Universo era correcta, y por ello, había fundado la Asociación de Perceptores Perspicaces de los Peligros Potenciales  (“la ONG de las Cuatro Pés” como también se la denominaba),  cuyo número de socios aún no era muy alto, pero, desde que pronunció una conferencia en el Círculo de Bellas Artes de Pantones alcanzaba ya varias decenas, favorecidas por no tener que pagar cuota alguna y ser obsequiadas por un ejemplar del Diccionario.

-Desconfiemos de las apariencias. No hay mal que de bien no venga. Un mendrugo o un trozo de hueso de paloma puede provocar el atascamiento de la faringe del presidente de los Estados Unidos o de la Unión Europea en la cena de clausura de las negociaciones para poner fin a una guerra fría, y, al ser expelido con fuerza, caerle en la cara al primer ministro de China, Rusia o Uganda, dejarle un ojo a la birulé y ser interpretado por la misión enemiga como un signo de hostilidad que motive el lanzamiento de un misil de aviso sobre la capital más cercana, y al no ser interceptado por hallarse averiada la placa antimisiles, dar origen a una nueva guerra mundial.

Como todo en esta vida tiene su compensación (teoría que, por el momento, aún no ha sido desarrollada), el mejor amigo de Tergiverso Mundano era Optimo Previsible. Donde uno lo veía todo negro, el otro lo entendía de colores, predominando el rosa. Si para Tergiverso el fin de la Humanidad estaba próximo, atisbándose sobre ella el triunfo de la Naturaleza, para Optimo era la primera la que estaba predestinada a ser la vencedora en todos los frentes.

-A todo hay solución, Tergi. Donde hay un peligro, el hombre, encuentra o acabará encontrando una solución acorde. La ciencia siempre acude, como dijo Terencio. Y aunque es cierto que la Humanidad ha padecido guerras, desastres y catástrofes, la realidad es que aquí estamos tú y yo, tan campantes, mejorando lo presente -era el argumento que habitualmente les servía para enzarzarse en una disputa interminable de pros y contras, de telodije y notecreo.

-Tu ingenuidad es impropia, Opti, de una persona inteligente, como te considero y tus múltiples títulos universitarios acreditan. Los avances de la ciencia no hacen sino crear nuevos y más incontrolables peligros, con su descabellado avance. Hace apenas un par de siglos, una guerra se saldaba con un par de miles de muertos en combate; el diluvio universal del que habla la Biblia no superó con seguridad los límites entre el Tigris y el Éufrates. Hoy, tenemos la energía atómica, el cambio climático, los misiles de cabeza nuclear, el sida, el virus HN1, el terrorismo global, la…

-Calla, calla -le cortaba Optimo- no necesitas recordarme lo obvio. Pero cada uno de esos problemas tiene solución, antídoto, y si no se halló aún,  se está, sin duda, en algún centro de investigación de quién sabe qué país, en el camino veloz para encontrarlos.

En uno de sus paseos por el campo, lo que solían hacer cada sábado, para relajar las piernas y acomodar los ánimos, les sorprendió una tormenta, que venía acompañada de un fuerte aparato eléctrico. Truenos y rayos se sucedían con estrépito y luminaria terroríficos.

Optimo pretendió que se guarecieran bajo un árbol, pero Tergiverso los encontró a todos altos y, por tanto, susceptibles de servir de pararrayos indeseado y convertirlos a ellos en ascuas pertinentes. Corrieron, pues, como demonios, aunque Tergiverso no perdió ocasión de confesarse partidario de tirarse al suelo y dejarse camuflar entre la tierra húmeda del eventual apetito de carne humana que pudieran tener aquellos rayos.

Corrieron campo traviesa. Corrieron al mismo tiempo que, por precaución, iban abandonando en el campo cuantos objetos metálicos portaban.

La probabilidad de que tropezaran en una piedra y de que por el impacto, se rompieran o perjudicaran una pierna, debía ser muy baja, -menor a uno, desde luego, y aún lejos de la “probabilidad cierta” que la juez Alaya utiliza como baremo para imputar a exministras socialistas- aunque ellos la aumentaron aquel día. Porque, de forma inexplicable, se entorpecieron ambos en la carrera y, cayendo al suelo, se torcieron de mala forma sus tobillos. Optimo se baldó el derecho y Tergiverso el izquierdo.

Conteniendo el dolor, apoyándose el uno en el otro, andando a trompicones, avanzaban de tan torpe guisa por la pradera, sin saber aún que era el lugar en donde se criaban toros de una afamada ganadería, ya aptos para la lidia profesional. Uno de los verracos, que estaba en celo y se había asustado por los truenos, cuando vio dos bultos a lo lejos, abandonó la protección del almez en donde se hallaba agrupado con los de su recua, y arrancó a toda mecha hacia ellos, enfilándolos, con la clara intención de ensartarlos por lo sano.

Tergiverso, que se apercibió el primero del movimiento del astado, sugirió de inmediato a Optimo que se quedaran quietos, pues estaba seguro de que no podrían correr más que el torete y recordaba haber leído en alguna parte no sé cuando que estos cornudos no empitonan a quienes imitan, haciéndose el muerto, al monosabio. Pero Optimo no estaba por la labor de probar teorías de las que no tenía previa noticia, y, calculando, pues entre sus méritos estaba el saber de Matemáticas,  la distancia que les quedaba hasta una casa que no se hallaba lejos y la velocidad atribuible al astado, tomando la diferencia de la que podrían acreditar estando ellos lisiados aunque urgidos a correr, dijo que nones, y que debían seguir, y sin desfallecer, hasta aquel sitio que les ofrecía potencial protección.

Llegaron como pudieron, jadeantes, a la casa y llamaron a la puerta, que estaba cerrada, gritando al mismo tiempo que les abrieran, que venían heridos y que un toro les perseguía.

-¡Por el amor de Dios, abran, que o nos caerá un rayo, o nos empitonará un toro, o cogeremos una pulmonía, o se nos engangrenará la pierna que traemos muy perjudicada! -gritaban, más o menos.

Nadie respondió a su llamada, porque, cuando la miraron mejor, se cercioraron de que la casa estaba, no solo deshabitada, sino en ruinas. Solo la pared frontal resistía, adornada, por cierto, con unos grafitti de intención obscena.

Sucedió pues, que fueron embestidos del morlaco, y pisoteados a placer por el cuadrúpedo, aunque no les causó graves heridas. El bicho se cansó después de darles una tunda, dejándolos a ambos, parejos de maltrechos, convertidos en piltrafas en el suelo. Bufó, torció la testuz y se volvió, a paso lento  y luciendo porte de lo más majestuoso, a reunirse con el resto de la manada.

Mojados como estaban, doloridos por el torcimiento y aún más por los golpes del vacuno, con el miedo agarrotándoles  las partes que conservaban sanas en el cuerpo, notaron al finque la tormenta había aflojado, impulsada por un viento fresco.

Tergiverso Mundano soltó una carcajada.

-¿Te das cuenta, Optimo, de lo que nos ha pasado? -farfulló, comiéndose palabras por las risas.

-¡Cómo no! -le contestó el interpelado, con la cara bastante pálida y sin adivinar la razón por la que su amigo estaba, a buenas horas, contento-. Nos hemos salvado por los pelos. Y no de una, sino de varias vicisitudes que eran en extremo peligrosas. Estamos vivos de milagro

-No me estoy riendo exactamente por eso, amigo. Me río porque, dado que, cabalmente, todo cuanto nos ha sucedido hoy es improbable, se lo hemos puesto más crudo a cualquier otro que, encontrándose en las mismas circunstancias, pretenda superar la situación con menos rasguños que nosotros. De lo nuestro, nos curaremos. Pero para los que les caiga un rayo, se rompan la cabeza o les empitone un toro por las ingles, no habrá tanta fortuna, ya que les hemos birlado un buen trozo con la suerte que hemos tenido.

Optimo Previsible, frotándose la pierna retorcida, mirándose las contusiones del pecho, secándose con un pañuelo sucio los manchones del rostro, expresó otra opinión:

-Discrepo, amigo mío. Lo único de que estoy seguro haber aumentado es la probabilidad de que si alguien se aventurase en otro día infernal por estas mismas dehesas, y, creyendo poder disfrutar de un buen paseo, se encontrara con rayos y con toros, no se retorcerá el tobillo como nos sucedió a nosotros, ni le dará una paliza descomunal un toro bravo, ni encontrará paredes caídas donde debía haber una casa habitada por gentes de buen talante, sino que saldrá incólume y tan campante, gracias a que nosotros hemos concentrado hoy en nuestro cuerpo  desgracias que estaban destinadas para ser más repartidas.

Y ambos se encaminaron, cojeando, destrozados los avíos de excursionista, perdidos los piolets y las navajas (y hasta un reloj de pulsera regalo del cuñado de Optimo Previsible) , hasta el borde de un camino, en el que unos excursionistas que bajaban con paraguas, les aconsejaron, ante su petición de ayuda, tomárselo con calma.

FIN

 

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Cuento de invierno: La hora de los imposibles

14 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

mirando hacia la cumbre

Luis Menéndez Alonso, Lumen, oyó gritos y le pareció que también un disparo. Incapaz ya para sobresaltarse, miró por la ventana de su casa en Avilés y vio avanzar por la calle Rivero a un grupo vociferante. Eran los primeros días de noviembre del año 1937 y dentro de muy poco cumpliría 45 años.

Después, vino un silencio espeso como brea; no, como la sabia cobriza del peral herido, supurando lenta por la grieta. Supuso que sus seis hijos habrían salido con su madre, aprovechando el mínimo calor, húmedo, de aquella mañana. Temió por ellos. No deberían haberse alejado demasiado; sin embargo, se tranquilizó imaginando que estarían dando un corto paseo por el Parque de Ferrera.

Se acercó a otra ventana de la casa y, en efecto, allí descubrió a Luis y María Luisa, y estuvo seguro que los demás andarían cerca.

¿Qué podría pasar ahora en España? Quién lo supiera…Como secretario del Ayuntamiento  al que venía dedicando, a pesar de la guerra, casi todas las mañanas, se preciaba de conocer a sus paisanos.  También como secretario de Izquierda Republicana, como colaborador de La Voz de Avilés o del Amanecer. Los avilesinos son buena gente, de pensamiento liberal, respetuosa y trabajadora. A salvo de ese pequeño contingente de exaltados que solo leen pasquines y soflamas y los interpretan de forma preconcebida, calentándose recíprocamente las seseras, lacra de todas las colectividades.

Pensó también en Higinio Sierra, el alcalde de “la ciudad roja”,  como se conocía a la Avilés republicana.

No sabría decir porqué, pero se le vinieron a la cabeza unos versos, suyos: “Está escrito, está escrito…Hay una voz maldita/que en todos los instantes de la vida nos nombra,/y nos lleva adelante por la ruta precisa/tras su paso de sombra…/.

Había una errata en ese poema, que se le había deslizado en la corrección del libro “Mirando hacia la cumbre”, que, con prólogo de José Francés, le había publicado en 1925 la Editorial Mundo Latino. Ponía “ruta precita” en lugar de “ruta precisa”. Bueno,.. tal vez nadie se daría cuenta…tal vez se encontrara sentido a esa combinación inusual de palabras, que no sonaba mal.

¿Cuál sería la ruta precisa en estos momentos tan convulsos de la historia de la querida España, de la joven República, amenazada desde dentro? Si pudiera saberse…

Lumen oyó que aporreaban la puerta y aguardó, con semblante tranquilo, a que alguien abriese. Hacía pocos días que los rebeldes habían derrotado a las fuerzas fieles a la República en Avilés, “la villa del Adelantado de La Florida”, la tranquila ciudad asturiana que disfrutaba de una actividad cultural, literaria y política excepcional, de la que el era uno de los impulsores.

Hombre serio, discreto, brillante en su humildad fructífera, Luis Menéndez Alonso, si pudiera expresar con un deseo lo que esperaba de la vida, hubiera escrito algo así: “Volverá otra ilusión. Cada instante que avanza/ renovará tu vida perdida en el ayer…”

No, no lo hubiera escrito. Lo tenía escrito ya.

Pasaron en unos instantes muchas cosas,

Mientras lo llevaban esposado, y aquellos fascistas fanáticos, incultos, rencorosos hacia todo lo que destacara por inteligencia y prestigio, le insultaban y  abofeteaban, empujándolo a trompicones, llamándolo “¡Rojo! ¡Comunista!¡Cabrón!”, le pareció que merecía la pena dejar de escuchar.

Pensó en su mujer, en sus hijos, en la semilla que había dejado prendida en ellos, en sus alumnos, en sus amigos. Se le ocurrió, de golpe, un buen final para aquella novela que estaba casi terminada, “La hora de los imposibles”.

-Cómo no se me habría ocurrido antes -murmuró.

Estaba orgulloso de haber aprovechado su tiempo. Había instaurado un sistema de préstamos de libros en la Biblioteca Municipal interesante, por el que se podían llevar los volúmenes a casa.  Biblioteca Popular Circulante, se llamaba.Había organizado muchas actividades, recitales de poesía, representaciones teatrales, conferencias…y escrito mucho. Aunque si de algo estaba especialmente orgulloso era de sus hijos, que habían heredado su misma afición. El ansia por saber, la voluntad de ser buenos. Porque “en el hogar tranquilo/es fiesta cada día, y un sol nuevo/niño siempre, sonríe con los niños.”

Desconectó por cuatro días.

Cuando volvió a estar en su vida, le habían empujado contra una pared, y una ráfaga le segó la vida. Era el día después de su cumpleaños. Acaba de cumplir cuarenta y cinco años.

Unos cuantos años más tarde, el 18 de marzo de 1956, su hijo mayor, Luis Menéndez Díaz, “Lumen hijo”, escribía en la primera página de un ejemplar de “Mirando hacia la cumbre”, el que ahora tengo en mis manos, -amarillento, abiertas a cuchillo todas sus hojas, ligeramente manchado de humedad- estas palabras: “Angelín: Mi padre se ha ido hacia donde miraba, más allá aún…Desde allí nos contempla a todos y me encarga te dedique su libro”.

Ese Angel era mi padre. Aunque, como licencia literaria y sentimental, pienso hoy que también podría ser yo. ¿Por qué habría de ser imposible? ¿No estamos ya en la hora de los imposibles?

FIN

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Cuento de invierno: El pacto de las termitas y los yurumíes

13 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Las termitas y los yurumíes nunca han hecho buenas migas, porque el alimento principal de los yurumíes son las termitas y, por más que éstas traten de morder a sus depredadores, sus dientes no provocan a éstos otra sensación que no sea la de un agradable cosquilleo. Pero la situación cambió de repente, por razones que nadie conoce y que estoy dispuesto a contar.

En una zona no muy bien precisada de la pampa argentina, vivía una floreciente colonia de termitas. La vista exterior de la colonia era impresionante. Estaba formada por varias decenas de pináculos de tierra, espaciados unos cuantos metros uno de otro, con una estructura interior muy semejante.

En el habitáculo más espacioso, moraba la pareja real, donde la reina, rígida por el protocolo, de aspecto orondo y abdomen inflado y seboso, estaba entregada de forma exclusiva a la producción de mano de obra. El rey consorte, carente de cometido oficial, deambulaba por los recovecos de palacio. En cada termitero podían encontrarse dos o tres reinas, que, obsesivamente ocupadas en comer y parir, desconocían la existencia de las otras, mientras los consortes organizaban francachelas con las doncellas de palacio.

La inmensa mayoría de la población la constituían las termitas obrero, que, desde la mañana temprano, debían salir a campo abierto para recoger trozos de dura celulosa que, convenientemente tratada por protozoos adiestrados, inmigrantes en sus estómagos, se convertía en una pasta alimenticia que compartían con sus hermanas y hermanos, bien regurgitándola o expeliéndola, según el conducto utilizado.

Las autoridades locales  de cada termitero correspondían, como en toda organización, a la clásica trilogía: el ejército, que agrupaba a las termitas soldado, cuya función era mantener el orden y defender al termitero de ataques tanto exteriores como interiores; el cuerpo legislativo y jurisdiccional, formado por las termitas aladas, condensación de la sabiduría práctica del termitero, que tenía por objeto producir en su seno, a partir de la formación adecuada -en especial, la sexual, con la prueba de madurez consistente en un vuelo nupcial- nuevos reyes y reinas; y, en fin, un tercer cuerpo de función imprecisa, los pseudoergados, que estaban a la expectativa de asumir una función u otra, según les pareciera y que eran, por ello, enigmáticos y peligrosos.

Tanta erudición sobre las termitas no tendría objeto alguno sino fuera la información precisa para entender que, como consecuencia de una bonanza continuada, en la que florecieron arbustos y plantas en la pampa, se ampliaron los límites de la colonia, llegando hasta donde nunca se pudo imaginar que llegaran.

La noticia sería excelente, sino fuera porque, a la par que el número de termiteros y, por tanto, de termitas, aumentó también el número de yurumíes.

Estos osos hormigueros gigantes estaban especializados en devorar termitas y hormigas, que se había convertido en su alimento exclusivo. Para facilitar su labor depredadora, desarrollaron una boca succionadora en donde se alberga una larga lengua pegajosa y unas garras tridáctilas, todos ellos excelentes adminículos para escarbar en los termiteros.

Cuando las termitas de la colonia advirtieron que los destrozos de sus termiteros eran cada vez más numerosos por los ataques de un grupo insaciable de yurumíes, tomaron la decisión de proponerles un pacto. No era sencilla la misión, puesto que cualquier aguerrido que tuviera el objetivo de dialogar con sus insaciables depredadores, corría el riesgo inmediato de ser devorado sin haber conseguido pronunciar ni la primera parte del mensaje.

-¿Cómo podemos convencer a un yurumí, cuyo único alimento somos justamente nosotras, las termitas, de que nos deje en paz? -era la cuestión principal a debatir, según expresó, con fina dicción, un especialista en Análisis conductual de los yurumíes y especies afines.

-La única forma posible, ya que cambiar sus hábitos nos llevaría un esfuerzo de varios miles de años, es derivar a los yurumíes que nos atacan a nosotras, para que se asienten en territorios alejados y devoren a otras termitas a las que no conozcamos ni de vista -expresó, con sagacidad combinada con erudición, un filósofo experto en Teoría de las compensaciones recíprocas, cuyo estudio empezaba a estar de moda.

-¿Y cómo captaremos la atención de “nuestros” yurumíes? -fue la pregunta que, por su atinada formulación, exigía un estudio profundo antes de responderla.

Después de dar muchas vueltas, consiguieron dar con una fórmula aceptable. Los enemigos más poderosos de los yurumíes son los tigres pamperos, conocidos como jaguares, que -aunque no siempre con éxito- son capaces de enfrentarse en batallas terribles con ellos, y, en una de cada tres veces, logran convertirlos en filetes.

Las termitas de la colonia hicieron llegar al representante de los jaguares, ubicado en las profundidades de la Patagonia, un mensaje, aprovechando la circunstancia de que los termiteros son regularmente utilizados por estos felinos como lugares idóneos desde donde otear y en donde defecar. Se trataba de transmitir, de jaguar en jaguar y termitero en termitero, que en su territorio pampero había carne abundante de yurumí, en especial, apetitosas crías apenas destetadas.

Muchos jaguares se acercaron hasta los territorios de las termitas emprendedoras para ver lo que había de cierto en todo aquello, y comprobaron que, en efecto, la relación de osos hormigueros versus conejos de las praderas era alta, la proporción alimentaria, adecuada, la calidad cárnica jugosa y, en consecuencia, se dedicaron a hacer algunas matanzas que diezmaron la población de osos hormigueros y, de seguir a ese ritmo, aseguraban el peligro de seguir diezmándola hasta reducirla a cero.

Los yurumíes se asustaron bastante y, aunque no disminuyeron su apetito drásticamente, se hicieron mucho más recelosos, lo que facilitó que las termitas, entre succión y ojeada, pudieran introducirles en la mollera este mensaje.

-Sabemos de una tierra en donde no hay jaguares y sí suficientes termitas para que podáis vivir en paz, como merecéis, como especie en extinción pero digna componente del equilibrio cósmico -les susurraban al oído, cuando se libraban de ser devoradas, a cada ocasión propicia, esto es, siempre que un surumí se acercaba a comer a su montículo.

Tanta insistencia tuvo sus frutos.

Por eso, si en sus paseos por la pampa argentina, el lector se tropieza con un grupo de termitas aladas seguidas por uno o varios yurumíes, debe entender que se trata de una expedición de la colonia a la que me he referido en esta historia, formada por voluntarios a la búsqueda de territorios ocupados por termitas con las que no tienen relación familiar alguna, en las que los osos hormigueros puedan vivir tranquilamente, mientras se extinguen de una vez por todas.

FIN

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Cuento de invierno: La curiosa historia de Lame Duck

12 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Todos los patos, si se les mira con atención, cojean. Unos más y otros menos, pero al andar fuera del agua se mueven de forma tal que, comparados con los gansos, las ocas, los cisnes y hasta los somormujos, se pone de manifiesto que se inclinan más hacia un lado que al otro, lo que hace su caminar una característica de la especie.

Pero los patos no solo no admiten esa cualidad, a la que consideran un defecto -una deformación abominable de la pureza de la especie-, sino que, desde tiempo inmemorial han venido reprimiendo la manifestación de la cojera.

Las madres pato, los educadores pato, y, con especial virulencia, los padres pato, se han esforzado, salvo rarísimas excepciones, en mantener a raya cualquier desviación de lo que se considera, como norma admitida por la colectividad, la forma adecuada para caminar sobre tierra firme.

-¡No te desvíes! ¡Mantén el culo apretado!¡Mira al frente! -son algunos de los consejos que, día tras día, se difundían en las escuelas, en las ikastolas, en las madrasas y en los corripos para anátidas, desde allí hasta Castelgandolfo.

Si algún pato, ya fuera macho o hembra, se obstinaba en caminar cojeando, era inmediatamente recriminado y, si, después de la amonestación persistía, se le castigaba duramente, con castigos  terribles, que podían llegar desde el escarnio a  la lapidación o a poner al pazguato a los pies de los caballos, que venía a ser equivalente a comérselo con patatas fritas.

-¡No puedo disimular mi cojera! ¡Es consustancial a mi ser y, además, todos los patos cojeamos más o menos! ¡Nací así! -era una excusa que no servía para nada y se enviaba al desviado al correccional de composturas .

En ese mundo lleno de prejuicios, nació un pato como todos los demás, que estaba destinado, por tanto, a ser un pato de lo más vulgar.

Solo que cojeaba ostentosamente, y cuando se le advirtió que cojeaba (“lo que no está considerado ni medio bien y te puede acarrear más de una patada”, como le previno su hermano mayor, que iba para gallo de la quintana) , no solamente no disimuló tan abominable característica (al decir de los más instruidos patos de aquel lugar, de los que se podía decir que tenían las posaderas peladas de tanto disimular su consustancial cojera), sino que la exacerbó.

Cuando se exacerba una característica, se quiere que decir que se la exagera hasta límites que lindan con el exhibicionismo. Puede ser interpretado como impudicia, haberse pasado varios pueblos o pretender dar la nota, según criterios.

-No me importa que todo el mundo me vea cojear, y no voy a hacer lo más mínimo para disimularlo. Al contrario, me parece que mola. Cuanto más cojo, mejor me siento, más yo -fue su argumento principal.

Andaba por las orillas del lago en el que vivía la colonia de patos, pavoneándose.

-Tiene pluma, la mariposa -era el comentario generalizado.

-Lo que tiene bemoles es que nos toque los pinreles. Ese andar resulta bochornoso y es una patada -era un decir más elaborado.

Por esa razón, y obviando que todos cojeaban de lo mismo, le pusieron al contestatario el mote de Lame Duck, que quiere decir Pato Cojo, solo que en inglés.

Lame Duck era un pato inteligente, así que, aunque cojeaba con un trastabillar que a los puritanos tiraba para atrás, no tuvo problemas en llegar bastante alto en la pirámide de la estimación de la colonia. Al fin y al cabo, no hacía daño a nadie; solo a él mismo, como se comentaba a sus espaldas, en tono algo antipático.

El escándalo surgió cuando, al cabo de unos días, los más observadores advirtieron que los jóvenes, e incluso algunos de los patos adultos, dejaron de disimular su cojera, haciéndola patente. Incluso unos cuantos -al principio, pocos, pero pronto fueron varias decenas- la exageraban también, con aspavientos la mar de aparatosos. Los más osados celebraban anualmente el Día del Orgullo Cojo, que ya eran ganas de llamar la atención y armar la pataleta.

-Es intolerable -se decían, unos a otros, en particular, los que se acostumbraban a escandalizar por lo más mínimo-. Se han perdido las buenas costumbres. Que Lame Duck se haya convertido en ejemplo para algunos es una vergüenza terrible para todos los patos decentes.

Pasó algún tiempo, que es la manera más suave de atemperar el calor de una sopa para que pueda ser tomada a cucharadas sin necesidad de tener que soplar antes de engullirla, y  la mayoría de los patos, tanto de las orillas como del lago de los cisnes, y de otros lagos y lagunas cercanos y apartados, se encontraron, de pronto, confrontados con la sinrazón por la que habían estado disimulando la cojera que vivía con ellos, y que era parte de su naturaleza y no una patología.

-¿Por qué tenemos que ocultar algo que ha nacido con nosotros? Mi hijo mayor es terriblemente cojo y no se atreve a salir del nido-preguntaba una madre a su confesor espiritual, que era, por cierto, aún más cojo.

-No lo sé muy bien -le contestó el sabio- pero está así en nuestros libros sagrados, y alguna razón ha de tener ese mandato de las alturas para que se nos haya ordenado disimularlo.

-Pues, si así fuera o fuese…¿Por qué no se nos hace a los patos andar tiesos desde el principio, como, tal vez, sucede con otros animales que no tienen ese problema? ¿Por qué no volamos como las águilas o las avispas? -replicaba la angustiada pata, con maternal discreción.

-No tengo ni pata idea -fue la forma de terminar la conversación que encontró el especialista en interpretar los designios más sagrados.

No quedó ahí la cosa. Cuando se corrió la voz, empezó a ser considerado normal el cojear más o menos, quien ladeándose a un lado, quién al otro. Los patos que cojeaban de un mismo lado, procuraban andar juntos, al principio, para protegerse de los comentarios y las iras de los demás. Pero no pasó mucho tiempo sin que nadie prestara atención a la cojera de cada uno.

Porque, si se mira bien, y es así como debe hacerse con asuntos que están fuera de lo que se puede controlar con los propios medios, el Consejo Superior de los Grandes Patos, equivalente al Sanedrín de los Cisnes Negros o a la Cofradía de las Ocas Ilustradas, tuvo que admitir que lo que hacen los patos fuera del agua no tiene mayor importancia.

Incluso se rumorea que han aparecido algunos patos que cojean del todo, de las dos patas, lo cual es oficialmente discutido -la patología tiene muchas variantes-, aunque no se conoce la forma de medir la cojera por ningún sistema de pesos y medidas. Al menos, por lo que va del cuento.

FIN

 

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Cuento de invierno: Los cuatro mapaches

4 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Entre abedules, jarales, juncos, alisos y cañameras, a las orillas del Henares, allí donde este río se emboca hacia el Jarama, vivían cuatro mapaches. Se consideraban hermanos, pero no eran de la misma camada, ya que se habían conocido en una tienda de animales de compañía en donde habían sido importados desde los bosques de Quetzal, en Guatemala, apresados junto con otras crías de mapache cuando eran prácticamente recién nacidos.

La casualidad los había vuelto a reunir cuando fueron abandonados en tierras del Sureste madrileño, ya que los niños a los que habían sido obsequiados como regalo de cumpleaños o de primera comunión se cansaron de ellos, o sus padres fueron convencidos de que los mapaches adultos podrían ser peligrosos cuando se enfadaban.

Lo que distinguía, de verdad, a estos mapaches no era su agresividad ni el estar tan lejos de su lugar de nacimiento ni encontrarse como especie alóctona y, por tanto, indeseable, en una comarca densamente habitada por otros animales superiores, que se llamaban a sí mismos, seres humanos.

No. Por gracia del dios de los mapaches, se les había concedido el don de la palabra. Tenían la propiedad excepcional de poder entenderse entre ellos, y no únicamente con sonidos guturales, expresiones que podían servir para transmitirse estados de ánimo elementales o ser considerados como gritos de alerta. Podían incluso construir sofisticadas elucubraciones, rayanas en los ámbitos de la filosofía más elaborada, privilegio que solo se creía era propio de la especie depredadora y, también, fundamentalmente carnívora, que fue citada en el párrafo precedente.

Los cuatro mapaches respondían, en realidad, a una mutación genética en la evolución de los osos lavadores, que les situaba en el camino de una complejidad creciente, manteniendo ese aspecto  entrañable, sedoso y suave, como podría haber sido el de Platero, que tan admirablemente describió Juan Ramón Jiménez con el objetivo de que le dieran el Premio Nobel de Literatura.

El hábitat en que se encontraban no era precisamente hostil -había, eso sí, guardas forestales, biólogos preocupados, perros feroces, algún zorro caprichoso-, pero la inmensa mayoría de lo que se encontraban era aprovechable: carpas, residuos alimentarios, mofetas, lagartos y lagartijas, petirrojos, huevos de ánade, etc-.

Los cuatro casi-hermanos prometieron estar siempre juntos y utilizar sus fuerzas para conseguir en todo momento y circunstancia, por el tiempo que les quedara de vida, alimentos salutíferos, guaridas acogedoras y protección frente a sus enemigos, tanto naturales como antinaturales. En lo tocante a la diversión, juraron ante el dios de los mapaches compartir los momentos de distracción con el mismo talante que los tres mosqueteros, respetándose las conquistas sexuales, si las hubieran, y gozando del paisaje, que les pareció suficiente, alentador y razonablemente salvaje.

Aunque físicamente resultarían indiscernibles para cualquier observador ajeno a la especie, sus caracteres eran diferentes. Los llamaremos Acaparador, Indolente, Indeciso y Desprendido, para distinguirlos, aunque hay que advertir que no necesariamente el apodo define completamente  la naturaleza del comportamiento de estos mapaches, que era bastante más compleja. Pero servirá para ofrecer una idea de sus inclinaciones conductuales.

El primer año de su nuevo estado había resultado excepcional. Hubo gran profusión de ratas y ratoncillos, meloncillos, escarabajos, cachos, lagartos y huesos de pollo. Hasta Indolente se permitió cazar un par de musarañas, que se acercaron de forma imprudente al alcance de sus garras, en uno de sus paseos por el bosquete de alisos.

Pero el segundo año estaba resultando terrible. Parecía que todos los animales que podían constituir su alimento habían desaparecido. Apenas si se encontraba, y de tarde en tarde, algo que llevarse a la boca y, para mayor fastidio, advirtieron que los laceros se estaban llevando otros mapaches; fue muy doloroso advertir que un par de hembras que habían detectado, y que resultaron consentidoras, habían desaparecido en el furgón de Protección Ecológica.

La situación se convirtió en muy delicada, aunque no todos la apreciaron igual. Acaparador, aunque había visto cómo la carne de anteriores correrías, que había ido almacenando, con la idea de disponer de ella justamente en momentos de escasez, estaba putrefacta y poco apetitosa, era el que mejor lo estaba pasando, sin embargo. Al menor descuido, birlaba a otros mapaches -desprovistos de la excepcional capacidad de que él disponía- lo que habían cazado, simulando ser un humano que se aproximaba.

Desprendido se comportaba como siempre, ignorante al parecer de que el asunto era serio. Traía a sus falsos hermanos las presas que conseguía cazar, para compartirlas con ellos e incluso, a veces, su largueza le provocaba que se acostara con la incómoda sensación de tener el estómago vacío.

-Mañana será otro día, -era su positiva elucubración, mientras veía, con satisfacción que el resto de la circunstancial camada dormía a pierna suelta.

Indeciso, que era, para sus hermanos (y, sobre todo, para él mismo) el más inteligente de los cuatro, perdía mucho tiempo dedicado a meditar sobre la relación entre la disminución del número de musarañas respecto al incremento del de caracoles, y los fines de semana, incluso, se ponía morado de pensar acerca de la manera adecuada de trasladar al resto de los mapaches, no dotados de la capacidad intelectual que ellos atesoraban, las conclusiones  que, en su entendimiento, ellos estaban adquiriendo.

-¿Os dáis cuenta -decía a sus hermanos- que nuestra posibilidad de pensar y expresar ideas no nos hace más felices ni, en general, salvo el caso de Acaparador, más ágiles para encontrar alimento? En mi caso, ser tan inteligente, más bien diría que, al contrario, me genera aún más incertidumbre.

-Chorradas -le cortaba Acaparador, quien, al menor descuido, les arrebataba a Indeciso y Desprendido lo que llevaban entre garras-. Lo que sucede es que la única manera de ser felices es teniendo más. Cuanto más se posee, más se disfruta, y para ello hay que estar continuamente alerta, consiguiendo que los demás, tanto los capaces como los más cortos de sesera, trabajen para nosotros y, si fuera preciso, arrebatándoles lo que nos apetezca, porque, al fin y al cabo, solo nosotros, como seres de mayor inteligencia, podemos decidir lo que conviene y lo que no.

-P…pero -expresaba Desprendido- tú no te contentas con tener lo necesario, quieres siempre más y te guardas para ti mucho más de lo que puedes comer, con lo que se te acaba pudriendo y no sirve para nadie. A mí me parece que si todos compartiéramos lo que podemos obtener de la naturaleza, cazando juntos y todo eso, con los demás mapaches, podríamos tener para todos más que suficiente. Al fin y al cabo, no seremos más de quinientos o seiscientos en este territorio. Es cuestión de organizarse, poner en unión lo que se consiga, y tratar de mejorar lo que hay.

-Pensad lo que queráis -comentaba Indolente, atusándose los bigotes con un resto de brillantina que había descubierto en un bote tirado junto al río-. Mi opinión es que no se puede hacer nada. Las cosas son como son, y lo único que podemos hacer es vivir la vida, disfrutar lo más posible y…el que venga detrás, que arree. Al fin y al cabo, por malas que están viniendo, nuestra posición sigue siendo privilegiada, comparada con la de los demás mapaches…

Estaban en éstas, cuando empezó a llover copiosamente, las aguas del río junto al que estaban (en aquel momento, por cierto, el Alberche) crecieron de pronto desmesuradamente, llevándolos consigo y, aunque  cada uno consiguió, después de luchar denodadamente contra la corriente, llegar a la orilla, nunca más volvieron a encontrarse.

Se desconoce dónde se encuentra actualmente cada uno y, a decir verdad, en tanto que ser humano, me importa poco.

FIN

 

 

 

 

 

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Cuento de invierno: Metamorfosis sorprendente

1 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

No son pocas las historias de transmutaciones sorprendentes, que han servido de solaz y esparcimiento, cuando no de invitación a la reflexión. ¿Quién no ha sentido cómo su ánimo se encogía ante los relatos de licántropos? Los aullidos de aquellos seres de doble naturaleza que, a la luz de la luna llena, se disponían a devorar alguna víctima propicia, sobrecogen los ánimos más pintados.

De metamorfosis, tal vez algo más lenta, escribió Kafka, y uno no puede por menos, si fuera posible elegir, que desear convertirse en lobo antes que en mosca o cucaracha. El gato con botas, ya en terrenos de literatura para evasión infantil, utilizó con ingenio las posibilidades de transmutación de que hacía gala el temible ogro para invitarle a que se convirtiera en ratoncito, al que no tuvo empacho en devorar. Príncipes que fueron ranas, y otros que salieron a tales hay, también. en los cuentos como en la vida real.

No voy a ser prolijo en la enumeración exhaustiva de los muchos ejemplos de metamorfosis que la literatura, tanto profana como sagrada, ofrece. El lector encontrará sus propias preferencias entre tantos relatos. Pero no me resisto a aportar a tan florido elenco,  una experiencia de transformación, que adelanto ya, me resultaría increíble sino fuera porque la viví personalmente.

Estaba una tarde de invierno paseando tranquilamente por el Parque de los Madroños, en las afueras de Madrid, aprovechando que, anunciándose ya la primavera, el día había transcurrido caluroso, cuando, en uno de los claros del bosquete, percibí unas luces intensas y, para mayor sorpresa, hasta me pareció que, en aquel concreto lugar, nevaba copiosa y cadenciosamente, a diferencia de lo que sucedía en otras zonas del madroñal.

El silencio era total. La luz que descubrí, debía ser, para los que estaban cerca, cegadora, a la manera de lo que debieron sentir los que asistieron a las apariciones de El Escorial, tan comentadas en su momento. Mi temor, por tanto, resultaba explicable.

No vi gentes alrededor, lo que tampoco me parecía extraño, pues es conocido que los madrileños prefieren, últimamente, retirarse pronto a sus casas para entretenerse con el partido de fútbol de cada día o,  si se carece de tal divertimento excepcionalmente, analizar los detalles del precedente o del subsiguiente, contados con una profusión que, si no fuera porque esta sociedad ha perdido  colectivamente el juicio, se podría juzgar como enfermiza.

De pronto, cuando estaba a punto de decidir entre echar a correr o hacer de tripas, corazón y acercarme más, un estrépito como de entrechocar de espadas me hizo sentir aún más lo enigmático el momento.

Había oído, por supuesto, del rumor extendido por esta ciudad y otras, por el que se atribuye a los emigrantes clandestinos, que van llenando todos los espacios sombríos, que en su deseo por sobrevivir en un medio que les presentamos como hostil, una concienzuda preparación para asaltarnos, a la manera que se estilaba en el medioevo, cuando menos lo pensemos, pasando a cuchillo o machete a una parte de los confiados habitantes de este país y rindiendo a los otros para hacérselas pasar canutas, como ellos lo están pasando.

Dicen incluso los más creíbles cómputos oficiosos que, de momento, hay  más de dos millones de jóvenes subsaharianos, eritreos, senegaleses, congoleños, liberianos y chinos animistas, que  son adiestrados por especialistas eslavos, sirios y argelinos en las artes marciales y el manejo del alfanje y la espada y que están dispuestos ya para el ataque, manteniéndose emboscados entre tanto, comiendo de las sobras.

Nunca me pareció para nada verosímil ese cuento, pero quién sabe si no estaba a punto de descubrir parte del misterio, merced a aquel paseo invernal por una zona que nadie pisaba desde los más inmemoriales tiempos.

Avancé, con mucho tiento, hasta donde se concentraba la luz y comprobé que, en efecto, dos fornidos tipos, de la raza negra, altos como catedrales y ágiles como lengua de víbora, estaban entrecruzándose mandobles, manipulando con insólita destreza unos descomunales espadones. Había, enrededor, callados como estatuas, varias decenas de individuos morenos, todos varones, con sus cuerpos semidesnudos tan trabados como lo estaban los de la pareja a la que inicialmente me refería, y, al parecer, inmutables ante la nieve que caía, como sui un fuego interior les hiciera insensibles a las inclemencias atmosféricas.

Estaba ya a pocas decenas de metros de aquel grupo, convencido de que asistía a un aquelarre, cuando, a mi derecha, surgieron dos osos gigantones, avanzando a toda velocidad y con tal obcecación por alcanzar su meta que, aunque pasaron a pocos metros, no parecieron verme, lo cual mucho agradecí.

Di un grito terrible, presa del pánico.

Entonces, y solo entonces, me percibí de un tipo que, desde la altura, subido como estaba a un tenderete, se hallaba vigilando la escena. El también gritó, señalándome como un intruso indeseable ante aquella convocatoria de malignos:

-¡Corten! ¿Qué coño hace este tipo aquí? ¿Cómo lo dejasteis pasar? ¡Nos ha jodido!

Comprendí que aquellos ingratos personajes estaban rodando una película y que les había fastidiado la toma. Debían, como deduje de inmediato, ser aficionados más que expertos en los asuntos del séptimo arte y contar con escaso presupuesto, lo que justificaba lo pobre de los ropajes y lo exiguo de los detalles. Cuando me fijé mejor, advertí que los osos no eran de carne, sino de mentirijillas, que se deslizaban sobre carriles y estaban disecados, por algún taxidermista no muy avezado, en aquella pose que me había parecido tan feroz.

Por eso, cuando me vuelvo a situar en aquella experiencia, me veo transformado en un imbécil.

FIN

 

 

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Cuento de invierno: La leyenda del estudiante mendaz

28 febrero, 2014 By amarias Dejar un comentario

Toledo, como ciudad antigua y mosaico cultural y cosmopolita, alberga múltiples leyendas.

Pasear despreocupadamente por las callejas del casco antiguo, dejarse seducir por los olores de los potajes que se cocinan tras los postigos cerrados, toparse de pronto con adarves y superar codos y recovecos que parecen a primera vista intraspasables, es una aventura a la que todo visitante debería dedicarse, abandonando los caminos trillados por donde guías sin mucho fondo cultural conducen a diario a miles de aborregados turistas de mata en mata, de monumento en tienda de objetos made in China y tiro porque me toca cobrar la comisión.

Lo ideal sería poder penetrar en la quietud misteriosa de los muchos conventos de clausura, en donde cabe  imaginar que, tras los espesos murallares y las rejas de complicada factura, algunas monjas ya muy ancianas cuidadas por jóvenes novicias dejan trascurrir, entre rezos e imágenes que refieren horrores, horas de contemplación en muy profundos misterios, entretejiendo la madeja de su devoción con los hilos de la imaginación que otros, libres y fuera de esas cárceles, les dejaron.

En uno de esos conventos toledanos -hoy  lamentablemente destruido por la falta de vocaciones, el abandono oficial y, mirando desde más lejos, la desamortización y las guerras civiles-, hace unos cuatrocientos o quinientos años, vivía recluida, entregada por ajena voluntad a la mayor gloria de Dios, una hermosa muchacha, de piadoso nombre Lumersinda del Santo Sepulcro.

Su natural belleza, incluso aunque estaba ayuna de cremas y cualesquiera afeites, no podía enmascararse ni mantenerse oculta por más que se amontonaran sobre sus túrgidas carnes velos o ropajes. Así sucedió que un toledano, estudiante a la sazón de leyes en Salamanca, (hijo bastardo, aunque único, de quien fuera uno especial de entre los muchos caballeros principales de Toledo, alcaide de torre con derecho a pontazgo,  y de una modistilla jacarandosa de los arrabales) , olisqueó la apetitosa presa y, como castellano aficionado a la caza y a salirse con la suya, tomó medidas para hacerla suya, por las buenas, o  con artes y engaños de los malos si erraba en las primeras.

Martín Lope de Buenacasa, que así se llamaba el ya no tan joven muchacho, -pues rondaba la treintena-, portador del ilustre apellido que le diera su padre al reconocerle, incorporando a su rama genealógica el fruto del desliz mundano con la costurera, era amigo de juergas y aventuras.  Herencia también de aquel viejo casquivano que, en su lecho de lecho de muerte, al saber por el ama que lo atendía que se mantendrían sus genes vivos en este valle de lágrimas, llamó llamar a Martín, lo sacó de porquerizo, lo cubrió de besos y lo encaminó a Salamanca para que un tutor de los de paciencia infinita lo hiciese digno de llevar levita. toga o caperuzón frailuno.

Pero no resulta fácil mudar de vicios, y Martín, aunque avanzaba en los estudios a trompicones, siguió siendo de natural voluble y, con dineros, más antojadizo.

Cuando cayó en la cuenta del valor venal de lo que en el convento se guardaba, -por una confidencia de uno de los abaceros que suministraban de vituallas a las reclusas del sagrado recinto, que entonces, floreciente, alcanzaban el mágico número de sesenta y nueve-, fingiéndose menestral, especialista en bacalaos y hasta arreglador de monumentos, -unas veces, con bigote, otras embozado, cuando solo, tal vez con cómplices, en horas muertas como en horas santas, pasó como quien lava todas sus vacaciones de Cuaresma, al otro lado de los muros.

Usó tantas argucias que se hizo habitual y parte misma del paisaje pétreo, sin despertar sospechas porque se arrodillaba o santiguaba. fingiendo devoción, en cada esquina. Y el mismo día de Sábado santo, entre melindres y dulces amenazas, usando las manos al tiempo que los pies, mientras procesionaban las cofradías, sedujo a la infeliz, haciéndola encontrar un barrunto del cielo entre las sábanas.

Sería vano, escaso y torpe el cuento si ahí quedara la cosa. El joven de la Buenacasa era en Salamanca, obvio, de todo conocido menos como buen alumno. No se le echó de menos en la celebérrima ciudad universitaria, porque dejó encargado a un criado de contestar por el al pasar lista. Después de aquella Cuaresma, alegando escusas e invenciones de toda calaña, pasó los días dedicado a Toledo más que a Salamanca -fuera por huelga de órdenes menores o mayores, ya por causa del Corpus o del Animus, ya con el tema de celebrar la expulsión de los judíos, o a cuenta de la mayor gloria por la conquista de Granada, etc- . Descuidó de cabo a rabo los estudios de filosofía y derecho, sacrificándolos por los que entendía de más inmediato provecho, a saber, anatomía y enología, haciendo, de paso, más directo el camino para la condena eterna de la novicia, de los abaceros que le encubrían y de él mismo, por los pecados tan graves que unos ejecutaban, otros favorecían y algunos amparaban.

Hora es ya de decir que tenía este tipo enamoradizo, huérfano de ambos progenitores, fallecidos hacía algún tiempo de una de esas pestes que diezmaban Toledo, por única familia sobrevenida, una tía devotísima, hermana de su señor padre, corta de luces, que bebía los vientos celestiales por amor a una santa reciente, Lucía del Meringuete, con fama de milagrera y, en concreto, con especial solvencia para conseguir con la mano de santa que tenía, ante el que Todo lo puede, prebendas en las cosas académicas para aquellos fieles que estuvieran atascados en sus estudios.

Se decía de esa santa local que, como prueba habida en carne propia que, había aprendido de memoria, en las lenguas arameo, román  paladino y caldeo, la mayor parte del Antiguo Testamento (dejando a salvo el Deutoronomio), temerosa de que, cuando los últimos sarracenos invadieron, de vuelta a sus lugares de origen desde Covadonga y otros lugares del norte peninsular, en donde habían sido convencidos, la encomienda o que por gracia real se había concedido a su padre, quemaran  las Biblias del poblado. No lo llegaron a hacer, pasando de largo en su huída en tropel, pero la joven nunca se recuperó de aquel empacho.

La leyenda cuenta que la tía de Martín, conocedora de las dificultades para avanzar en los estudios del sobrino, e ignorante de lo mucho que tenía avanzado en las artes de Ovidio, prometió a esa Santa Lucía una parte de los dineros que guardaba de lo que su hermano dejara al holgazán rijoso con la condición de que se licenciara. Como quería ella misma entrar en el convento, y el tiempo le apremiaba, ofreció incluso los dineros propios a la Santa, si el estudiante conseguía aprobar en Salamanca la única asignatura que, tras muchos años de penar entre tutores,  le quedaba para graduarse.

-Esta Santa Lucía del Meringuete, que te digo tiene el poder de conseguir los aprobados en las más difíciles disciplinas -explicaba a su protegido- pero es menester que se la ayude en algo, poniendo de tu parte el desgaste de los codos.

-Nada quisiera yo más que liberarte de la penosa administración de los bienes de mi difunto padre, al que no tuve mucha oportunidad de conocer, pero al que dices que tanto me parezco. No dudes, tía, de mi aplicación y entrega, pues no tengo la cabeza dedicada a otra cosa más que para repasar, una y otra vez, hasta la extenuación, la asignatura esa que me quedó atravesada -replicaba el mendaz sobrino-.

-¿Y qué asignatura es ésa, querido Martín, para que pueda recomendarte a Santa Lucía del Meringuete como  corresponde, sin confusión alguna? -se interesó en que le precisara la devota anciana.

-Filosofía del derecho canónico en la ciencia de San Isidoro de Sevilla, San Agustín de Cremona, Santa Teresa de Avila y otros padres y  madres de la Iglesia -le contestó Martín.

-Largo nombre para una asignatura, que no se si será conocida en ese detalle allá en el cielo. La rezaré como Filosofía astronómica y la Santa sabrá a quién aplicar y por dónde mis oraciones -concluía la tía.

-Gracias, tía, -y le besaba las manos- y aún te daré más alegrías si me proporcionas, a crédito, algunos dineros más que de habitual de esos que a buen seguro podré disponer ya desde este mismo verano, por herencia justa. Que estando yo dedicado todo el tiempo a ir de la cama al pupitre y del banco de escolar al catre, y teniendo el cerebro lleno a rebosar de cosas aprendidas, se me están desgastando los trajes, jubones, gorros y calzas necesito reponerlos. Y no dudes que, con mi esfuerzo y la ayuda de esa Santa milagrosa, traeré el aprobado a esta digna casa, y aún matrícula y honores, porque cuento con llegar luego a obispo a poco que la divinidad me empuje con su oportuno soplo.

No puso, como es de suponer, nada de su parte el tuno. Juergas, infames borracheras, peleas por el juego y lances de amor, idas y venidas a Toledo, a Esquivias, a Illescas, a patios y almazaras -a veces confesadas, otras ocultas, unas entrando por las puertas, otras escalando muros o violentando rejas, bien con futuras monjas, con doncellas, con casadas, que todas fueron las aportaciones personales que hizo por pasar su tiempo.

Llegado el día de los exámenes, Martín  se sentó en el pupitre con tal resaca que fue incapaz de recordar lo que le habían preguntado y lo que había puesto como respuesta destinada. Así que dio por normal el suspenso, y preparó su escusa para la tía crédula y estaba haciendo los aperos para un viaje a Toledo y al convento para seguir con la aventura aquel verano

La tía devota rezó y rezaba, pidiendo por el aprobado del desgraciado, esperando alguna noticia salmantina.

Cuando recibió la nota de la prueba, Martín Lope de la Buenacasa, que no hubiera apostado por haber obtenido ni un dos sobre los diez,  se sorprendió con ver la papeleta de aprobado y, por ende, poder considerarse flamante licenciado.

Consciente de que nada había puesto de su parte, incapaz de darle otra explicación al suceso, lo atribuyó al poder de Santa Lucía del Meringuete para cambiar el rumbo de las cosas, a un milagro verdadero que le hiciera caer del caballo desbocado al que estaba subido, y, poniéndose de rodillas, temblando de emoción, temeroso de ser sometido a un castigo de rayo celestial o flamígero portento, prometió cambiar, hizo pintar su Víctor en la fachada con sangre propia, y se hizo fiel devoto de la Santa para el resto de sus días, agenciándose de un artista imaginario varias estampas de aquella bienaventurada que, a saber, bien le había cambiado el examen o guiado la mano por los caireles de una sabiduría que no tenía.

Huelga decir, para quienes están al tanto de cómo suceden esas cosas, que una vez que el holgazán monjillero se encontró con el diploma y vio el camino expedito al obispado, dejó de vérselas con la doncella enclaustrada, tomó negros hábitos y pasó a mantener un tono discretísimo en todo, fuera de lo que se atuviera a los oficios.

No pudo enterarse así que la joven fue sacada de su convento toledano, mudada desde las clarisas a las franciscanas o teresianas (o al revés), todo por orden expresa de su padre, y llevada a otro lugar, a una tierra indígena que hoy es llamada Misiones, en Santa Cruz de la Sierra, casi en la frontera entre Bolivia y Brasil.

No le interesaron ya las sábanas crespas del convento, aunque estuvieran enmollecidas con carnes frescas, sino los linos episcopales, que alcanzó rápido, por su seriedad, devoción y respeto y lo encendido de sus discursos y pláticas.

¿Qué había pasado? Aquí viene lo bueno.

Cuenta la leyenda que, en realidad, el no tan joven estudiante, borracho y resacoso como estaba el día del examen, no acertó a dar pie con bola, pero llenó una y hasta varias hojas con lo primero que se le iba viniendo a la cabeza. Como la tenía muy ocupada, en los resquicios que le dejaba el alcohol, con su torpeza y vehemencia sexual, contó, entre majaderías ininteligibles, la aventura concreta que mantenía con una novicia, con detalles bastantes que el corrector de la prueba, que era su  padre, el doctor Furgensido Rodríguez Calvo, descubrió que la seducida era su hija, a quien había destinado a las cuatro paredes para que le sirviera de perdón a sus propìos pecados juveniles.

Por eso, aunque estaba claro que el estudiante merecía un suspenso y aún que le cortaran lo sano con estilete, siendo el doctor Rodríguez hombre sosegado, pero de decisiones solemnes, aprobó al estudiante para perdérselo de vista y sacó a su hija de aquel convento que tan mal la guardaba para embarcarla al otro lado del océano, lo que hizo, por cierto, siguiendo la misma ruta que la que tomó Cristóbal Colón en una de sus últimas expediciones a las Américas.

Esta es la leyenda o tal vez historia verdadera que oí a un canónigo comentar mientras estaba buscando la salida de una calle en lo que fue judería de Toledo y, como tengo por costumbre, sabiendo que lo mejor para superar un embrollo es ir detrás de alguien que parezca conocer el camino, fui siguiendo a un grupo, en el que el que hablaba, que parecía tonsurado, contaba, más o menos, lo que dejo escrito.

Fue el caso, sin embargo, que no me condujeron, como había confiado, fuera de la judería, sino que me encontré plantado, ante un portón abierto en sillarejo toledano, que se abrió par dejar pasar a la comitiva que me precedía y a mi me dejó con un palmo en las narices.

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