Cuando la tierna gacela se acercó a abrevar a lo que parecía plácido río, y apenas sus delicados morros reposó sobre las tranquilas aguas, de las profundidades mal entrevistas, surgió un taimado cocodrilo, que, con el desmesurado abrir de sus tremendas fauces, a punto estuvo de romper para siempre al inocente cuadrúpedo la plácida existencia que hasta entonces llevaba.
-¡Menudo susto me has dado! ¿Es que no se puede beber en este río? -dijo la gacela, dando un brinco hacia atrás, y disponiéndose a salir a la carrera.
-No te vayas -se oyó pronunciar al cocodrilo-. Quiero pedirte algo. Y te ruego que escuches atentamente, porque, dada la posición de mi mandíbula, me es difícil hablar de corrido y, sobre todo, pronunciar las erres.
La gacela, manteniendo ahora una prudente distancia, curiosa como todos los herbívoros, animó al saurio a proseguir su plática.
-Escucho -fue su lacónica frase.
-Por las señales que está dando la naturaleza, y mi experiencia de muchos años -habló el cocodrilo- intuyo que está próximo el momento de emigración anual de los rumiantes de la pradera.
-No se de qué me hablas -expresó, tomando confianza, la pariente lejana de la cierva.
-Lo comprendo, ya que eres muy nueva, como lo demuestran tus frágiles patas y tus aún enflaquecidos flancos. No tengo tiempo para explicarte los detalles.
La gacela se estaba impacientando, pues temía que algún felino con menos ganas de parloteo se le acercara por detrás y, a dentelladas, la convirtiera en el menú del día.
-¿Qué quieres de mí?..,Porque algo quieres -urgió, con ganas ya de escaparse del pesado, al que esperaba no volver a ver, aunque, al mismo tiempo, confiando tener algo que contar a sus compañeros de rebaño.
-Al grano iré. Cuando los ñus, cebras y gacelas se pongan en marcha para la emigración, y llegue el momento de tener que cruzar este río, te ruego -se corrigió-, no: te exijo que los hagas pasar justo por este lugar. Y te prometo que respetaré tu vida y la de todos aquellos que me indiques, devorando únicamente a aquel animal que me señales.
Una apacible brisa meneó con agradable frescor la verde yerba que crecía en los aledaños umbríos del solitario lugar.
-No le veo la gracia -acertó a decir la gacela-. ¿Qué gano yo convirtiéndome en traidor a mi especie, y haciendo más fácil a tu naturaleza el devorar a uno de los míos?
-Medítalo -replicó el cocodrilo-. Te doy la opción de que, en lugar de que, por mi condición devoradora, cause gran dolor entre los tuyos y vuestros amigos, atacando a ciegas a vuestro paso, me selecciones tú aquella pieza que por la condición que sea. por ser vieja, o despreciable, o quejosa -y son solo unos pocos ejemplos- quieras o queráis libraros de ella.
La gacela no quiso escuchar más, porque, además, oyó que sus compañeros de pación la estaban llamando, ya alarmados por su ausencia, y se fue sin despedirse.
Aquella singular tarde, mientras triscaba los mezquinos restos de los con anterioridad jugosos brotes, pensaba en lo que el sagaz cocodrilo le había propuesto. No tenía claras las posibles ventajas de la singular indicación, aunque, con su candor innato quería entender que, al menos, ella misma podría salvar el propio pellejo, siendo eficaz amiga y colaboradora personal del temible saurio.
Nada comentó con sus iguales, ni tuvo reposo aquella noche. Muy de mañana, se acercó al mismo lugar en que el día anterior había sido sorprendida por el cocodrilo, y lo llamó con un balido. Al punto, acudió el acorazado, con su mejor sonrisa, dejando ver los dientes afilados.
-¿Lo has pensado? -preguntó, sin más rodeos.
-Sí -contestó la gacela-. No voy a traicionar a los míos, para satisfacer tu gula ni tu cruel naturaleza. Es más, el descubrimiento que hiciste de tu comportamiento miserable a mis ojos y los de mi especie, me ha puesto en evidencia algo que ignoraba. No puedo soportar la idea de que, mientras nosotros vamos en busca de mejores pastos, tú y los tuyos os aprovechéis de nuestra necesidad.
-Corta el rollo -gritó el cocodrilo-. Si no quieres colaborar, me lo dices, y basta. No tengo por qué escuchar tus mensajes.
El brusco movimiento de la fuerte cola del temible saurio puso en preclara evidencia que estaba perdiendo la escasa paciencia. No hubo muchas más palabras y el bicho mayor, con un rápido alarde de destreza, a pesar de la corpulencia, agarró a la gacela por el pescuezo, y con un par de bruscos movimientos, le desencajó las vértebras.
Su ciego impulso no le permitió escuchar las tímidas palabras con las que la hermosa gacela le ofrecía una templada despedida.
-He estado triscando hierbas venenosas toda la noche y tengo el estómago repleto de sustancias de lo más dañino. Por eso estoy segura de que, al hacer la digestión de mi cuerpo, reventarás para siempre y habré librado a mis congéneres, al menos, de uno de sus naturales enemigos.
Así fue. Y en la selva umbrosa a pesar de los escasos árboles, cuya residual presencia señalaba la existencia anterior de lo que había sido extenso bosque, se oyó el grito desgarrador del cocodrilo envenenado, que de esa sonora manera, confirmaba la predicción certera de la tierna gacela.
En aquel río infestado por carroñeros congéneres, ese silencio roto no obtuvo el esperado eco, y, llegado el pertinente estío, los rebaños ciegos de astados ñúes, listadas cebras y gráciles gacelas, se adentraron con idéntico criterio en lo que, para algunos, sería el predecible final de su forzoso peregrinar.
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P.S. El título de este estrambótico relato está basado en unos versos de Garcilaso de la Vega: “Por tí el silencio de la selva umbrosa/por ti la esquividad y apartamiento/del solitario monte me agradaba./por ti la verde yerba, el fresco viento,/ el blanco lirio y colorada rosa/ y dulce primavera deseaba…”