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Encuentro con Sanlúcar (Cuento)

24 febrero, 2020 By amarias 1 comentario

Hace unas semanas, encontrándome en Sanlúcar, escribí este Cuento, que presenté (hoy supe que sin éxito) al Concurso de Relatos que convocaba la empresa Barbadillo. El texto se ajusta (o pretendía ajustar) a las condiciones del Certamen, con referencias a productos de la bodega sanluqueña.

He aquí mi propuesta, que copio para disfrute de los lectores de este blog.

ENCUENTRO CON SANLUCAR

Esther corría a diario 30 minutos, trotando a buen ritmo a lo largo del paseo que va desde Bajo de Guía hasta la avenida de la Duquesa. A aquella temprana hora, mientras el aún frío amanecer de final de invierno se dejaba notar, pocas eran las personas con las que se cruzaba. Envueltos en las neblinas del Guadalquivir, porque la marea iba baja, podía intuir a un grupete de marisqueros; quizá pescadores cavando en busca de gusanos.
La joven conocía a casi todos con quienes se cruzaba. Siendo febrero y día entre semana, la mayoría de los transeúntes eran habituales de la hora y naturales de aquí. No faltaba Juan, paseando su terrier o dejándose guiar por él; allá venía Toñi, andando a paso ligero con la intención de castigar los michelines, antes de incorporarse a su puesto de ayudante de bibliotecaria en el Cabildo…
-Buenos días fríos, que se nota el cuchillito.
Y más tarde, el adelantar a un cofrade de la Hermandad del Rocío:
-Empezando el día con energía, ¿eh, quillo?
Con los pies metidos en el agua, mal calzado para la ocasión, provisto de una cámara sobresaliente, con su teleobjetivo, alguien se entretenía fotografiando las aves que se alimentaban de moluscos y desperdicios en la arena. Era un hombre alto, delgado, insuficientemente protegido con un ligero chubasquero del relente de la mañana.
A las nueve menos cinco, Esther estaba ya en la oficina de la inmobiliaria. Era trabajo cómodo, bien remunerado entre salario fijo e incentivos. Habían florecido negocios de compraventa y alquiler de pisos y la competencia entre inmobiliarias era descarnada. Los sevillanos seguían apeteciendo Sanlúcar como segunda residencia, y la ciudad se había convertido en destino preferente de vacaciones, -incluso para fines de semana, a pesar de las malas comunicaciones crónicas- para madrileños adinerados.
Había traído Esther de casa, como acostumbraba, un termo con café con leche; le gustaba manchaíto. La compañera, Luisa, no había llegado; estaba separada, debía llevar a los niños al colegio y se retrasaba un día sí y otro no.
Puso en el portátil un CD con música suave, generando el fondo relajante que le amortiguaba la sensación de soledad. Apareció luego Luisa; masculló buenos días; se quejó del frío y se acomodó en su sitio, cerca de la ventana que daba a la calle.
Sobre las diez, asomaron los primeros clientes del día. Una pareja que quería vender el piso que el marido había recibido en herencia de su madre viuda, fallecida hacía meses. No tenían una idea precisa del precio que podrían conseguir por la venta, decían.
-Sabemos que, en el mismo edificio, un piso más pequeño se vendió por ochenta mil -argumentaba el hombre.
-Nosotros les orientaremos, no se preocupen; si de veras quieren vender, les diremos dónde está el buen precio del mercado para su propiedad -les tranquilizó Esther.
Ante todo, le interesaba aclarar algunas cuestiones legales.
-Su madre, ¿dejó testamento? ¿Tiene usted más hermanos? ¿Han hecho ya el reparto de los bienes de la herencia y lo registraron ante notario?
El interrogatorio formaba parte de las triquiñuelas del oficio, que conocía muy bien. La pareja admitió que les quedaban varios trámites por cumplir o aclarar. Se fueron.
Luisa metió un CD con música cañera.
-Por favor, por favor, ¿cómo puedes concentrarte con ese estruendo?
-Es que vengo hoy apochá, como si tuviera el cuerpo disgustáo.
-Ya…Como la semana pasada y la anterior, ¿no?
Sin ganas para entrar en polémicas, Luisa tramitaba por teléfono, prácticamente a gritos, el alta de la electricidad y el agua del apartamento que habían vendido hacía un par de días. Esther revisó rutinariamente la carpeta con los inmuebles a la venta.
No había terminado la inspección, cuando se dio cuenta que había quedado sola en la oficina. Luisa había salido a tomar su cafelito de media mañana. Era especialista también en desaparecer un buen rato con la excusa de hacer la ronda para detectar posibles inmuebles a la venta. Esther cambió el CD a la música suave que le parecía más propia de un negocio cara al público.
Un hombre entró en el local. Su imagen era la de un tipo atildado, serio. Muy alto. Saludó cortésmente y fue directamente a lo que le interesaba.
-Querría saber si tienen ustedes en venta algún piso, más bien pequeño, que tenga vistas.
Esther sacó la carpeta con los inmuebles que se encontraban mirando al río.
-Justamente, hace poco que entraron dos excelentes, de una urbanización moderna, en la avenida de las Piletas, que dan directamente sobre el Guadalquivir.
-No, no. Yo me refería a pisos que estén situados en la zona antigua de la ciudad. Me gustaría un apartamento céntrico. Quiero tener contacto con la vida diaria. Ver gente, sentir el pulso de la ciudad.
Tenía un inconfundible acento gallego. Esther se fijó ahora que, a la espalda, llevaba una mochila y le pareció que podría identificar al fotógrafo que había visto a primeras horas de la mañana.
-Puedo enseñarle otro, que está en el mismo centro. Desde la terraza se ve todo Sanlúcar. Para entrar a vivir, prácticamente sin reforma.
– ¿Cuánto cuesta?
-Los propietarios piden cien mil, aunque supongo que se puede negociar alguna rebaja.
Al cliente le pareció aceptable y como decía tener urgencia en tomar una decisión, fueron a verlo de inmediato. Esther puso el cartel de “Volveré pronto” a la puerta.
El piso estaba próximo al hotel Guadalquivir y, en efecto, desde su terraza se podía ver una buena área de la parte antigua de la ciudad. La luz del medio día iluminaba los contornos de las edificaciones, envolviéndolas en un halo de espléndida luminosidad.
– ¡Qué bello paisaje urbano! ¡Y cuántos edificios singulares!… ¿Qué es aquella edificación que sobresale entre las demás? -preguntó el hombre, señalando en la dirección.
-Es el palacio de los duques de Medina Sidonia. Al lado, se ve el Auditorio, que era antes la iglesia y convento de la Merced. Allá, a la izquierda, se distingue la iglesia de Nuestra señora de la O.
Martín pareció descubrir, de pronto, un interés concreto:
-Por cierto, no había oído nunca que existiera una virgen de la O.
Esther le aclaró:
-La virgen la O es la virgen en estado de buena esperanza, de la expectación. Se llama de la O, porque, después del rezo, el Coro se mantenía cantando una ¡oh! de admiración durante mucho tiempo, reflejando la emoción por el nacimiento del niño Dios.
El hombre esbozó una sonrisa, que a Esther le pareció triste. La mujer siguió con sus explicaciones de lo que se veía desde la terraza.
-En el Barrio Alto están las Bodegas más antiguas de la ciudad, en edificios que pasaron a manos privadas con la desamortización, y se fueron ampliando y mejorando, para aprovechar el buen clima y reducir los trasiegos en la elaboración de la manzanilla. Parcialmente, oculto, se encuentra el edificio de las bodegas de Barbadillo, donde está el Museo del vino…
-Mucha historia debe haber en esos edificios. Me avergüenza no conocer nada de esta ciudad. Hoy es mi primer día en Sanlúcar, pero estoy aquí para quedarme. – dijo Martín.
-Le va a encantar. Esta ciudad gusta más a los que vienen de fuera que a los mismos sanluqueños. Como estamos tan acostumbrados a verla, no la valoramos tanto…
Después de haber reconocido el inmueble con detenimiento, Martín se despidió, prometiendo reflexionar sobre la adquisición y emitir una decisión pronto.
-Si le gusta, no lo deje escapar. -dijo Esther, con una coletilla propia de su profesión.
-Le prometo que estudiaré esta opción con el mayor interés.
Ya se despedía cuando realizó una propuesta que a la mujer le sorprendió, dado el tono formal y distante que había mantenido hasta entonces.
– ¿Acepta que la invite a un café? No quisiera monopolizar su tiempo, pero le agradecería su orientación sobre mis primeros pasos en la ciudad. Recomiéndeme algunos sitios.
Esther no dudó. Este interés prometía que la deseada venta del inmueble podría facilitarse.
La cafetería estaba concurrida. Había gente mayor, tomando el café con tostadas -molletes le llaman- o churros. Ocuparon una mesa del interior, luego de pedir en el mostrador dos manchados de máquina.
-El mío que sea descafeinado y muy ligero, que ya voy sabiendo que aquí el café se toma muy cargado. Debo cuidarme la tensión -dijo Martín, disculpándose.
-Es lo mejor. Yo también lo bebo siempre con poca cafeína, para poder dormir.
La conversación transcurría por terrenos anodinos. Aunque Esther le dibujaba en un esquema de las principales calles de la ciudad, aquellos lugares que le parecían más representativos de Sanlúcar -y a fe que se esforzaba en seleccionar unos pocos entre tanta oferta-, Martín aparecía distraído.
Aparentaba unos sesenta años. Tenía las manos cuidadas, los dedos largos, propios de quien se ha dedicado a mover papeles en una oficina. Tal vez fuera abogado, pensó Esther.
– ¿Por qué se ha decidido por venir a vivir a Sanlúcar -curioseó- si no conocía esta ciudad?
Martin contestó en el mismo tono monocolor con el que se había expresado hasta ahora.
–No la conozco, es cierto, pero tengo amigos que me hablaron de esta ciudad como una de las más interesantes de Andalucía. Reúne dos condiciones que me atraen para residir aquí. Soy aficionado a la ornitología y estoy estudiando las características del vuelo de las aves migradoras. Sanlúcar está muy bien situado en ese sentido. Y lo más importante: quiero vivir en una ciudad en donde la gente transmita alegría de vivir. Aquí te saludan por la calle, aunque no te conozcan. Ustedes son trabajadores y, al mismo tiempo, saben divertirse cuando toca.
-Supongo que a su esposa también le gusta la ciudad, aunque tendrá sus propios motivos.
Martin la miró sin expresar emoción.
-Mi esposa falleció hace ya diez años. Estoy viudo y solo tengo un hijo, ya mayor, con el que no me hablo. El tiene su vida organizada.
-Ah, lo siento -se creyó en la necesidad de disculparse Esther.
-Se lo agradezco. Aunque ya pasó mucho tiempo, no hay un día en que no la tenga presente. Perder a tu pareja te confronta con una soledad inenarrable.
Parecía escritor. Seguramente sería periodista. Su forma de expresarse, cuidando las palabras y con vocabulario amplio, manifestaba que utilizaba habitualmente el lenguaje como instrumento de trabajo. Quizá tendría también alguna formación técnica, ¿no?
-Aquí muy cerca de la ciudad hay un parque en donde podrá ver muchas aves. Es la puerta de Doñana. En las Salinas hay una colonia de flamencos de forma permanente. Le puedo dar un mapa para que se haga una idea.
-No se preocupe por eso. Tengo cargado Google Maps en el móvil y con internet se puede llevar cualquier ciudad en el bolsillo.
De pronto, Esther descubrió que el hombre tenía una mirada serena y que los rasgos de su rostro eran delineados y elegantes. Le recordaba a su padre. Incluso a ese novio que se descolgó diciendo que tenía vocación para el sacerdocio, aunque ella siempre pensó que no le gustaban las mujeres. En ocho años de noviazgo no se habrían cruzado más de tres o cuatro besos, desprovistos de toda pasión.
Se despidieron, como suele suceder, con un “lo pensaré y le aviso” y un” anímese pronto, que el piso tiene muchos interesados y se le puede escapar; es una oportunidad de las que se presentan solo una o dos veces en la vida.”
Después del curro, Esther se acercó a la plaza del Cabildo, lo que no tenía por costumbre Encontró un grupo de antiguos colegas de comercio, que celebraban algo entre vinos de manzanilla, con tapeo de albondiguillas de choco y tortitas de camarones. Había uno que era muy bullita y andaba algo por ella, y le pedía: “siéntate con nosotros, Esthercita, que te hacemos sitio, que estamos preparando la guasa del Carnaval”. Iba a incorporarse con ellos, cuando, apoyado en la barra, lo vio y, guiada por su olfato comercial, se le acercó.
-Supongo que todavía no se habrá decidido. Pero veo que de algo le han servido mis indicaciones acerca de los lugares con ambiente tradicional en Sanlúcar.
-Bueno… -se disculpó el- en realidad, me limité a seguir la corriente. Parece que en esta zona se concentra toda la ciudad con ganas de socializar.
Y luego, sin apenas transición:
– ¿Ha quedado con alguien? ¿Me acepta que la invite a compartir mi bebida? Había pedido una caña, pensando en tomarme una cerveza. Me pusieron un vaso de manzanilla. (Esther sr rio, encontrando la gracia: “Aquí una caña es un vasito de manzanilla”).
Martín se había aprendido la lección:
-El que me sirvieron primero era de “manzanilla fina”, según me explicaron, que es más ligera en alcohol que la “manzanilla pasada”, envejecida. Y como tengo que ir a compás de mi edad, aquí tengo la recomendación que me hizo ese mushasho. (Señaló al camarero, que limpiaba el mostrador con soltura, imitando el tono andaluz con el que aquí se pronuncian las chs)
Ella miró la media botella que estaba sobre el mostrador. Era una manzanilla de la casa Barbadillo. En la etiqueta se podía leer Manzanilla Pasada Pastora. Martín había pedido para acompañar una media ración de galeras y las estaba disfrutando. Esther se tomó la invitación como obligación del oficio, aunque no podía ocultar que le estaba creciendo una curiosidad personal.
-Tomaré una copita con Vd. Eso sí, preferiría algo más ligero, si me permite. Un vino blanco Castillo de San Diego, que es afrutado, de uva palomino. Me encanta.
-Caramba, creo que aquí en Sanlúcar todo el mundo entiende mucho de vinos.
-Es que esta zona es muy especial; aquí se combina el aroma de mar, el sol y la tierra fértil y la tradición de elaborar buenos caldos. Desde los romanos se venía buscando la fórmula ideal, y un antepasado de los Barbadillo la encontró hace casi doscientos años.
-Veo que Vd. es una mujer a la que le gusta saber de todo.
-No me dejo engañar por el halago. Seguro que Vd. entiende mucho más de vinos, de varias zonas. Intuyo que es hombre de mundo, como se suele decir.
No sabría explicar por qué razón había dicho eso. El hombre la miró y, por primera vez desde que se conocían, esbozó una sonrisa franca.
-Mi mundo es limitado. Además, como persona del norte, eduqué el paladar en el dilema entre Rioja o Ribera de Duero. Me gusta el Ribera de Duero, pero es una cuestión de maridaje. En el norte, las comidas son contundentes. Aquí prefieren el pescado, el marisco, las hortalizas…
-Creo que la manzanilla va con todo. Hay muchos tipos. Y aquí se fabrican vinos ligeros y otros con más cuerpo. Todo consiste en acostumbrarse.
Las galeras, ovadas y con su sabroso coral, estaban deliciosas. De pronto, la curiosidad venció la prudencia de Esther:
– ¿De dónde viene Vd.? Su acento me recuerda a Galicia, pero no estoy segura.
-Soy asturiano. De Gijón. ¿Conoce esa ciudad?
-Asturias es una de las pocas regiones que me queda por visitar, reconoció Esther.
Al cabo de media hora de agradable conversación, cuando se habían agotado la media botella de Pasada Pastora, las galeras y las dos copas de Castillo de San Diego, Martín, de pronto, se disculpó.
-Lo siento, se me ha hecho tarde. Ha sido una suerte que hayamos coincidido, Esther. Es Vd. una mujer muy interesante. Nos veremos mañana. Puede estar segura de que pasaré por su oficina y tendré la decisión ya madura.
Se despidieron. Martin volvió al piso turístico en donde tenía alquilada una habitación, en la misma calle Ancha. En la habitación cómoda, limpia y suficientemente espaciosa, abrió el maletín que reposaba sobre la silla, y sacó tres cajitas de las que seleccionó, de cada una, dos pastillas. Después, tomando agua de una botella que reposaba sobre el lavabo, las ingirió en grupos de tres y se tumbó sobre la cama.
-Jodido cáncer, – musitó.
Repasó la información de los pisos que había visitado aquella mañana y tarde. Tenía las notas escritas con letra cuidadosa, recta, de profesional que está acostumbrado a escribir a mano para que se le entienda.
Había visitado un piso en la Avenida Quinto Centenario, con terraza, pero el actual inquilino le advirtió que resultaba frío en las noches, por la orientación al oeste. Otro, en el Barrio Alto, necesitaba reformas importantes.
Desde luego, el que mejor le encajaba se lo había enseñado Esther. Volvería a la mañana siguiente y le pediría verlo otra vez, y también se interesaría por conocer los gastos de comunidad, y si había posibilidad de un garaje en la zona.
Sacó luego del maletín un cuaderno en donde tenía dibujadas, con mano diestra, decenas de siluetas de aves y comparó los diseños con las fotografías que había tomado en la mañana, ampliando y corrigiendo algunos puntos.
También repasó los cálculos de sostenibilidad y potencia, en relación con la envergadura alar. La aguja colinegra, en efecto, tenía una potencia de arranque fabulosa para su tamaño y sus aleteos eran cortos y vibrantes. Las gaviotas reidoras, siempre más confiadas, ahorraban energía hasta el último momento; los menudos correlimos volaban frenéticamente cuando se alarmaban, con gran despilfarro energético.
El diagnóstico de metástasis ósea le había complicado brutalmente sus perspectivas. Le habían pronosticado cinco años de esperanza de vida asintomática, antes de que el deterioro se hiciera notar. Tenía que aprovechar el tiempo que le quedaba.
Se había aficionado a escribir sonetos y encontraba las rimas con facilidad. En la libreta de apuntes, garrapateó, sin grandes vacilaciones:
A quien llegue a Sanlúcar, siendo viejo
al que ya amor ni muerte quitan sueño
sugiero que acepte seguir este consejo;
cambiar el verso triste a sanluqueño.
Paseando por la arena, vi el reflejo
del sol cayendo al río y ese empeño
señaló el camino en que me dejo
guiar por blanca mano a lo risueño.
Con buena manzanilla pena alejo
y convierto mi talante en hogareño
llenando de alegría el patio anejo.
Vino y luz, forman lienzo velazqueño,
que, con mirarse el hombre en ese espejo,
de su propio destino se ve dueño.

Entonces, sintiéndose relajado, Martín se quedó dormido hasta el día siguiente.

@angelmanuelarias

Publicado en: Actualidad, Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: angel arias, Barbadillo, cáncer, concurso, cuento, Sanlúcar, soneto

El Buscador de Metales (Cuento)

22 noviembre, 2018 By amarias 1 comentario

El buscador de metales

Se levantó muy temprano. Aún era de noche. Había esa claridad tenue, propia de los amaneceres de verano, en los que parece que la luna se resiste a abandonar el protagonismo, con su disco casi completamente perfilado presidiendo el firmamento, en solitario.

Se vistió rápidamente -zapatillas deportivas, pantalón encima del bañador y camiseta- y, renunciando de momento al desayuno (había guardado un trozo de pan del menú de la cena), dejó el apartamento, que tenía en alquiler desde el lunes por toda la semana.

La decisión de alquilar en ese lugar no había sido suya. Había sido de su mujer.

Abrió el coche (un BMW Serie 3 320d Drive Automatic) con el mando a distancia, arrancó, y salió a la carretera acelerando suavemente. Tal vez fue entonces cuando notó que la mañana venía fría, y lamentó no haber tenido la precaución de coger un jersey o algo de abrigo. El cristal delantero se empañó con el vaho. Encendió el aire acondicionado, que funcionó como calefacción. Había una diferencia de casi diez grados entre el exterior, a trece grados en ese momento.

Condujo varios kilómetros, sin cruzarse con nadie, persona ni vehículo, y aparcó casi el borde de la playa, en el lugar reservado a minusválidos. Se quitó el pantalón, que dejó en el asiento de atrás. Había previsto pasar allí las próximas dos o tres horas. ¿Qué iba a hacer, si no?

Hacía solo dos meses que había muerto Irene, y su recuerdo no solo estaba vívido, sino que se entremezclaba con la realidad, en un juego de confusión que a veces conseguía sobresaltarle. Por ejemplo, y podría ser valorado como una tontería, le parecía que, detrás de un árbol, en el cruce de un camino poco transitado, perfilándose entre las sombras, distinguía una silueta que bien podía ser la de su esposa, a punto de decirle algo.

¿Qué podría decirle? ¿Qué secreto, qué anécdota nunca referida tendría sentido ahora? Alucinaciones sin explicación, una demostración de que su temperamento, antes recio, flaqueaba.

Sacó del coche el aparato y los accesorios. Un detector de metales de alta precisión, profesional, con el mejor poder de discriminación del mercado, sumergible, con auriculares. Algo sucio en el aro de captación de señales, pero indiscutiblemente nuevo. Irene se lo había regalado por Reyes, fecha simbólica en la que tenían costumbre de intercambiarse un solo regalo con la condición de que fuera original y supusiera obligación de actividad. “Te servirá de distracción, te hará caminar. Es mejor que un perro y más barato de mantener”.

Había sido una compra cara, pensó, cuando le confesó el precio. Ella lo había encargado por internet y lo había guardado protegido de su vista durante varias semanas, con el apoyo de una de las cuidadoras. Qué importaba, ahora. Lo que parecía una nimiedad, un capricho sin objetivo verdadero, sin uso claro, se había convertido en un elemento de unión con la difunta, una referencia común.

Irene y él no habían tenido hijos, y, viudo, su vida por delante no tenía muchos alicientes.

El le había regalado un libro de autoayuda: Convivir con el cáncer. Y una silla de ruedas mejor que la que ya tenía, con motor incorporado. La tarjeta de minusválido que portaba en el coche era de ella. El apartamento, en un piso bajo, tenía accesibilidad por rampa.

Se echó al hombro la mochila con la pala, el pinpointer -un afinador-, y cogió las bolsas de plástico en las que pensaba guardar sus hallazgos. Habría sido mejor haberse vestido con las bermudas de bolsos, más cómodas para meter cachivaches y mantener separado lo que fuera encontrando. Anotó mentalmente que la próxima vez se vestiría, no importaba el lugar, de auténtico explorador.

Se proponía también recoger las latas, los clavos, ganchos y otros desperdicios de metal que descubriera en su paseo, pues no renunciaba a cumplir una función ecológica. Un servicio gratuito a la colectividad.

Buscaba monedas y objetos perdidos en la arena por los bañistas. La playa adonde le había conducido hoy su actividad era una de las más concurridas de la región, según le habían dicho. La tarde anterior había confirmado que se llenaba de gente, y que se concentraba, con la marea alta, en una franja larga y estrecha.

La luz se había hecho más intensa. Era el momento de la bajamar, y decenas de gaviotas se encontraban picoteando los pequeños moluscos y crustáceos que quedaban al descubierto sobre la arena. Había aves de varias generaciones de gaviota patiamarilla y las juveniles de primero y segundo año, se resistían, corajudas, cuando uno de sus congéneres adultos pretendía disputarles el alimento. Sus graznidos y chillidos resultaban desagradables a oídos humanos. Tal vez había algún gavión entre las aves, pero no se fijó.

Pablo, con mentalidad ingenieril, se proponía batir el espacio de playa que no había sido cubierto por la marea, sistemáticamente, siguiendo un reticulado ficticio. Pero no pudo resistirse a iniciar el paseo de detección justo en el borde de la arena, junto al muro. Confiaba en que donde la escalera se hundía en la playa, habría más opciones de encontrar alguna moneda, quizá una medalla.

Después, seguiría su recorrido por la zona paralela al muro, allí donde suponía que los bañistas más apresurados dejaban los efectos personales para entrar al agua, concentrando el riesgo de sufrir un olvido, o padecer cualquier descuido al retirar ropas y bolsas.

A lo lejos, en un extremo de la larga playa, descubrió, sin importarle ni poco ni mucho, a un hombre que se acercaba. Era un operario de la limpieza municipal, que manejaba sin con parsimonia un rastrillo de largos dientes y un recogedor. Pasaba el rascador sobre la arena, y acumulaba en una bolsa, que arrastraba, los residuos visibles de la playa. No había muchos, en verdad.

Pablo estaba distraído ante una señal que, por la experiencia adquirida, conseguía identificar como una moneda, y excavaba con una pequeña paleta de acero el hueco necesario para alcanzarla. Era más sencillo extraer estos hallazgos minúsculos de la arena que de tierra, pues la excavación resultaba cómoda, y el hueco se volvía a llenar de forma natural, y sin necesidad de apelmazar.

No se dio cuenta de que el operario se allegó a su altura, y tampoco que le observaba con curiosidad. Era un hombre gordo, vestido con un mono azul en el que se podía leer, serigrafiado en color amarillo naranja, “SERVICIO MUNICIPAL DE LIMPIEZA DE PLAYAS”. Advirtió un olor a orujo y a sudor, desagradable.

Por fin, el testigo rompió su silencio, poniéndosele casi encima:

-¿Qué? ¿Se encuentra mucho?

Pablo torció la vista sin dejar de excavar con la paleta, y, con la mano izquierda, del terruño de arena algo apelmazado que había dejado a la luz, liberó la moneda (dos euros), que guardó mecánicamente en una bolsita de la faltriquera.

-No, la verdad. Esperaba más de una playa tan concurrida, contestó.

-¡Qué me va a decir a mí, que la recorro todos los días de verano, limpiándola! En cinco años solo encontré un bañador y una radio que no funcionaba.

El operario no se iba. Su siguiente pregunta reveló que sabía más de lo que expresaba.

-¿Discrimina ese aparato?

-Sí -respondió con desgana el buscador-. Es uno de los mejores del mercado. Pero no creo que nadie venga a la playa con joyas. Por eso, solo busco monedas y, preferiblemente, de uno o dos euros. Como verá, también retiro latas y trozos de metal.

-Ah, sí, de eso tendrá bastante. La gente deja mucha suciedad enterrada. Yo solo trabajo la superficie.

Los graznidos de las gaviotas llenaban el espacio. Aparecieron algunos viandantes. Una chica que hacía footing, un hombre ya entrado en años que recorría la playa junto a la orilla del mar a paso de marcha, una pareja propietaria de un perro de lanas, cogidos ambos de la mano, mientras el animal vagaba a sus anchas.

Empezó a recorrer la playa a lo ancho, batiéndola sistemáticamente. Rechazaba la mayor parte de los sonidos que evidenciaban hojalata o hierro, aunque de vez en cuando se engañaba con un sonido que le parecía que ocultaba una moneda, y resultaba una vez puesto al descubierto, una argolla, un clavo, una anilla de una lata de cerveza o refresco.

No había sido una buena idea venir hasta aquella playa, aunque no tenía cosas mejores que hacer. Su difunta esposa había reservado una semana en aquella población del norte, que no conocían, pensando en disfrutar de una temperatura más relajada que los calores de Madrid.

El plan podía haberse frustrado definitivamente cuando Irene falleció, como consecuencia del cáncer que se le reprodujo de forma brutal y la llevó de forma fulminante al mundo de los que fueron. Estuvo unas semanas desorientado, entre el alivio de la tensión por una enfermedad que se había portado cruel pero efectiva, y el desconcierto que perder a la persona con la que había compartido casi todo en más de treinta años de casados.

Era un momento injusto, al fin y al cabo. El año pasado le habían echado de la empresa. Un despido improcedente, por supuesto.

El viernes a última hora de aquel día, un desconocido esbirro del director de personal se acercó al despacho, le saludó cortésmente, y le entregó la carta con el mensaje, firmada por el ausente: “Por tres faltas seguidas de puntualidad y la reiterada negligencia en cumplir sus cometidos, la dirección ha decidido, por grave indisciplina, su despido inmediato. Reconociendo, sin embargo, la improcedencia del despido, se le ofrece la compensación a que tiene derecho debido al tiempo trabajado, de veinticinco años y siete meses. Debe devolver su ordenador, aunque, si lo desea, puede mantener su número de móvil. A partir de este momento deberá abstenerse de utilizar cualquiera de los poderes que tiene concedidos”

Cuando llegó con la carta de despido y el rostro lívido, a casa, a Irene le entraron ganas de llorar. Quizá ella se dio cuenta mejor que él de lo que significaba aquello. Con cincuenta y tres años nunca encontraría trabajo otra vez. Se puso mucho peor. Pablo tenía la seguridad de que ese golpe bajo había acelerado el curso de su enfermedad.

Recogió otra moneda, ésta de un euro. La inversión en el buscador de metales no tenía el aspecto de haber sido rentable, al menos, hasta el momento. Había detectado que los mejores sitios para encontrar cosas eran aquellos donde la gente se retiraba para hacer sus necesidades. Los llamó los “caladeros”.

– ¡Señor, señor! ¿Me puede ayudar? -oyó que le decía una voz infantil.

Era un niño rubio de unos once o doce años, vestido con camiseta de tirantes y un bañador, al que acompañaba un perro de pelaje blanquinegro. Lo identificó como un border collie, un animal nervioso y que pasa por ser inteligente, que meneaba la cola en reconocimiento inmediato de simpatía.

-¿Qué quieres, muchacho? -contrapreguntó Pablo, levantándose. El collie se lanzó a escarbar en el hueco abierto, como si hubiera captado el mensaje de que se trataba de cavar más hondo.

-Mire -explicó el niño- Le he visto con el detector y pienso que tal vez con él pueda descubrir donde mi mamá perdió ayer un anillo de oro. Si viene conmigo, le indico el sitio.

Pablo accedió de buena gana, y con curiosidad. Siguió al joven hasta el sitio que le señaló (“Es más o menos por aquí. Estuvimos buscando durante un buen rato, pero parece que se lo tragó la arena.”)

Le cedió el aparato, ajustándole la empuñadura. “Busca tu mismo. Solo tienes que mover el detector de un lado a otro, y localizar cuando suena. Lo he puesto en modo oro”.

El niño movió el disco con excesiva brusquedad.

-No, házlo más despacio, y tienes que batir toda esa área donde crees que tu mamá perdió el anillo. Sin resquicios.

Fue una suerte, porque apenas unos minutos después, el aparato empezó a sonar. La señal electromagnética prometía. Cavaron y, en efecto, apareció el anillo. Pablo lo recogió y, mientras lo limpiaba de arena, acertó a ver un nombre y una fecha grabados en el interior: “Elena. 12.08.96”

– ¡Qué contenta se va a poner mamá! -gritó el niño.

El collie ladró, con un ladrido seco, único.

Dando apresuradamente las gracias, el pequeño se fue, corriendo, seguido por el perro, para perderse entre las casas del paseo marítimo.

La playa empezaba a llenarse de gente. Pablo recogió el equipo, lo metió en el coche, y, volviendo a la playa, se concedió un baño. El agua estaba fría. No había sido un gran ejercicio, ni la cosecha de monedas había sido buena. No necesitaba el dinero y aquello solo era un pasatiempo, una distracción que le enfrascaba durante algunas horas. Pude que hubiera alguien que lo considerara infantil, pero la vida tiene una gran dosis de juego de niños.

El baño resultó relajante. Le entró un apetito feroz, recordando que estaba en ayunas. Con el pantalón mojado, se acercó al chiringuito junto a la playa, que había abierto hacía poco, y pidió al camarero un café y un bollo. Cogió sin mucho interés un periódico local. Leyó los titulares, sin que ninguno consiguiera captar su atención para conocer más detalles. Accidente en la autopista bloquea el acceso al Norte durante tres horas. Seguimos sin verano verdadero. La reactivación económica se hace esperar. El Jefe de Estado inicia sus vacaciones familiares. El Inter busca delantero centro en España.

-Ese es el señor, mamá. -Oyó que decían a sus espaldas.

Era el niño de la playa, que venía acompañado de su madre. La mujer era delgada, alta, con una mirada dulce, que traslucía madurez e inteligencia. Llevaba un vestido ligero. Es muy atractiva, pensó Pablo, que se volvió con una sonrisa.

-Jorge me ha contado que le ayudó a buscar el anillo que perdí ayer y que lo encontró. Se lo agradezco muchísimo. -expresó la mujer, con un acento que se le antojó extranjero.

-Ha sido suerte -se excusó, humilde, Pablo. El chico me indicó el sitio con gran exactitud y, por fortuna, la arena no había sido muy removida. La zona estaba tan cerca de la línea de pleamar que, en poco tiempo, se hubiera ido mucho más hondo y entonces ya no sería fácil de detectar.

La mujer, sin reparar al parecer en que Pablo se encontraba en traje de baño y aún le goteaba, le estampó un beso en la mejilla.

-No tiene idea de lo que este anillo significa para mí.

Pablo esperaba una concreción, pero se produjo un silencio.

-Lo supongo, porque vi que tenía una fecha grabada en él. Imagino que es el recuerdo de su boda o un acontecimiento feliz. Ya ve que estoy desayunando. ¿Quiere Vd. tomar algo o tal vez el chico? Yo no tengo ninguna prisa.

-Tomaría un café descafeinado, pero, si no le importa, invitaré yo. Estoy muy agradecida.

Pablo no pudo contenerse más, y aventuró ser objetado de indiscreto.

– ¿Se llama Vd. Elena, que es el nombre que se leía en el anillo?

La mujer pidió el café antes de contestar, e invitó al chico a dar un paseo con el perro. El muchacho se resistió solo verbalmente (“Ya paseamos hoy bastante”), y se fue.

Ella puso la taza sobre una de las mesas vacías, y le pidió que se sentara, señalando la silla de enfrente a la que ocupó de inmediato.

-Me llamo Elena, es cierto, pero no soy yo la persona a la que está dedicado ese anillo. Y, como se habrá dado Vd. cuenta, el anillo no es solo de oro. Es de oro y diamantes. Ese anillo está hecho con las cenizas de mi suegra, que se llamaba como yo, y la fecha es la del día en que falleció. Después de incinerarla, se envió a una empresa suiza un kilo y medio de cenizas y al cabo de dos meses nos devolvieron dos anillos, cada uno con un diamante engarzado de ese azul tan bonito. Me queda algo grande, porque no está hecho a mi medida, sino a la de mi ex, su hijo. Por eso me lo pongo en el dedo gordo del pie.

Levantó el pie izquierdo para que pudiera admirarlo. Era un pie pequeño y hermoso. El anillo lucía, con su piedra enigmática, en su dedo grueso.

– ¡Ah! -solo acertó a decir Pablo.

Y luego:

-Supongo que hay poderosas razones de afecto y solidaridad para llevar el anillo hecho con cenizas de la madre de la persona de la que Vd. se ha separado y que, por lo que me cuenta, ha sido, además, el poseedor y destinatario de esa joya tan peculiar.

-En efecto, -ratificó Elena- hay poderosas razones, aunque no son fáciles de explicar, ni las he comentado con nadie. Pero Vd. ha rescatado ese anillo cuando lo creía perdido para siempre y le siento acreedor a conocer algún detalle de la historia que lo rodea.

Pablo pidió otro café, y se lamentó de hallarse en traje de baño, sintiéndolo impropio para una confesión que se vislumbraba solemne.

La mujer dejaba enfriar el suyo sobre la mesa, sin haber probado un sorbo.

-Mi exsuegra, la Elena del anillo, era una mujer singular. Tenía poderes especiales. Era, en realidad, una visionaria, capaz de predecir el futuro e, incluso, de hablar con los muertos, pues estaba en contacto permanente con su esposo, fallecido hacía años.

Pablo trataba de escabullirse mentalmente. Miró detenidamente a la mujer y no advirtió asomo de falsedad, mentira o tomadura de pelo en su rostro, aunque el relato empezaba a parecerle pura fantasía.

-Cuando falleció en la fecha que figura en el anillo, hicimos con sus cenizas dos diamantes y los engarzamos en anillos. No fue un capricho nuestro, sino el cumplimiento de su deseo expreso. Quería estar con nosotros de esa manera. Uno, el que ahora tengo en mi poder, se lo quedó mi esposo, del que me divorcié hace tres años. El otro, hecho a mi medida, lo tenía yo, y lo guardaba como lo que es, una joya que refleja, al mismo tiempo, presencia, afecto y valor.

-Ya me está Vd. intrigando. ¿Cómo fue que intercambiaron los anillos?

-No nos los cambiamos. El anillo a mi medida yo no me lo ponía, porque me cansé de dar explicaciones, pero lo guardaba en una cajita. Le tenía devoción. Cuando necesitaba algún tipo de ayuda o me veía en una necesidad, le pedía a mi suegra su intervención, y, lo crea o no, lo conseguía todo. Era un talismán.

La mujer prosiguió.

-Un día, al abrir la cajita, descubrí que el anillo no estaba allí. Le pregunté a mi marido y me dijo que lo habría perdido, que quizá lo había guardado en otro sitio. Pero no podía ser así, porque yo nunca había sacado el anillo de la caja.

Tomó un respiro.

-Para no hacer la historia muy larga, le contaré que, unas semanas después de la desaparición del anillo, me encuentro con que mi mejor amiga, Luisa, lleva en su dedo índice ese anillo. El brillo de la piedra es inconfundible. La talla es espléndida. Ese azul y ese fulgor no existen en la naturaleza.  Lo detecté sin error alguno.

La llamada Elena torció el gesto.

-Mi amiga se estaba entendiendo con mi marido y, el muy cretino, en un arranque de ingenuidad mezclada con desfachatez, había retirado mi anillo de la cajita en donde lo guardaba y se lo había regalado a su amante.

La historia parecía a punto de terminar.

-No perdoné la traición y pedí la separación. El divorcio no fue sencillo, porque teníamos un hijo. Miguel tenia entonces nueve años, y había un fuerte patrimonio en gananciales. Los abogados hicieron su agosto. Mi ex defendió que los dos anillos formaban parte de su herencia, porque eran cenizas de su madre. Pero el juez le condenó a restituirme el anillo. Como su novia, de la que se separó rápido, había desaparecido entretanto, llena de vergüenza, supongo, con el anillo y quién sabe qué otras cosas, se me adjudicó éste.

Pablo miró a la mujer y la encontró, en su aparente simplicidad, coherente y, desde luego, atractiva. Por un momento, acarició la idea de quedarse más tiempo y ser más interactivo, pero el bañador húmedo le estaba molestando. No quería sufrir un resfriado. Además, el niño entró con el perro, pidiendo un refresco.

Se levantó, pues.

-Me disculpa, pero me estoy sintiendo incómodo con el bañador mojado, y no estoy acostumbrado a este ambiente frío.

-Oh, si quiere, le puedo ofrecer mi casa para que pueda secarse y cambiarse. Está aquí cerca.

No era eso.

-No, no. Me ha dado Vd. una prueba magnífica de sinceridad y confianza, que no se si merezco. Le agradezco su relato que, no por insólito, deja de parecerme apasionante. Me gustaría haber estado vestido de una forma más adecuada a su altura dramática.

La mujer le miró con aquellos ojos melancólicos que tanto parecían decir. Calmó a su hijo, indicándole que pidiese en la barra lo que quisiera.

-Pero mi historia no termina ahí, al contrario. Puede decirse que empieza. Porque, cuando me encontré propietaria del anillo que perteneció a mi ex y que contenía la esencia corporal de su madre que, como le dije, era algo bruja, sucedió que…

Pablo se levantó sin aparentar la menor contrariedad, pero demostrando decisión.

-Mire, le propongo que me siga contando su relato en otro momento. Voy a estar aquí varios días. Le sugiero que nos veamos otro día, a la hora del almuerzo, o de la cena, si le conviene mejor. Puedo pasar a recogerles a Vd. y al niño. Tendré mucho gusto en invitarles a un restaurante de los alrededores. Me ilustraré de cuál es el mejor.

-Se lo agradezco mucho -verbalizó la mujer-. Por el niño. Y por mí claro. En este pueblo tan pequeño no hay muchas posibilidades de la menor distracción para una mujer divorciada y su hijo, que, además, están viviendo en la casa que perteneció a la familia de su ex. Todo el mundo nos conoce.

-Este es mi número de móvil -escribió ella, en una servilleta de papel.

El garabateó varios números en otra servilleta, equivocándose adrede en una cifra, y se lo entregó.

Se despidieron con un apretón de manos, muy efusivo, incluso pareció que ella hizo ademán de besarlo otra vez. Pablo se dirigió al coche, se quitó el pantaloncito de baño mojado desde el asiento de atrás del vehículo, se enfundó los pantalones secos, arrancó y, cuando ya llevaba conducido un buen trecho, arrugó la servilleta en la que ella había escrito su número de móvil y lo arrojó a la carretera abriendo un poco la ventanilla.

No tenía intención de volver.

FIN

—

Nota

Presenté este Cuento, bajo el Lema Bonasa Bonasia (el nombre científico del grévol, cuya foto ilustra esta entrada) al XI Concurso de Escritores Ingenieros de Minas. Obtuvo Mención de Honor, diploma que recogí el 20 de noviembre de 2018 en la Ceremonia organizada por el Colegio de Ingenieros de Minas del Noroeste de España.

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Exito de la Zarzuela del Espía, la Corista y los Bobalicones

31 octubre, 2018 By amarias Deja un comentario

Lleva ya varios meses en cartelera la Zarzuela, de autor anónimo -aunque existen varias reclamaciones de presunta paternidad-, cuyo título provisional es el de El espía, la corista y los bobalicones. Representada en todos los medios de difusión del Reino de España, con variada coreografía y vestuario, los protagonistas principales cambian según soplen los vientos.

En este momento, la versión que se está ofreciendo al público -que tiene una participación muy activa, hasta el punto de que figura en el reparto, genéricamente denominado como “los bobalicones”- incluye a un espía contratado por el propio Estado de derecho, y a una corista en caída libre. La relación que liga a ambos es de lo más turbia, e incluye a un tercero, marido o pareja de la vicetiple, que actúa de amigable componedor, es decir, de algo equivalente a chulo de portal de invierno.

Los personajes y la trama aparente han venido cambiando a lo largo de los meses que lleva en cartel esta tragicomedia, cuyo éxito parece exclusivamente  basado en apelar a los más profundos instintos de la estupidez y el afán destructor de la mayoría del llamado pueblo/populacho hispano. Esta hipótesis descansa en la sensación de que el libreto es malo, la representación pésima y los decorados, de circunstancias.

La versión anterior -aún representada en teatrillos de provincias- involucraba a un orate convencido de que había sido llamado por la divina providencia para guiar a su pueblo al desastre total, relacionado en este caso, en una unión turbia en concepto y realización, con un tonto de pueblo. Otras versiones, siempre con la presencia coral del grupo de bobalicones en escena, afectaron a un rey destronado aficionado a la caza de animales hembras de dos patas, fundador de una estirpe a medio camino entre la Familia Monster y los Grimaldi; tuvo éxito circunstancial un dúo entre dos jóvenes promesas, relación con fondo posiblemente incestuoso, que duró lo que canta un gallo, pero los residuos aún se están comiendo.

En fin, todo este trasfondo novelesco, de divertida evocación sino fuera tan real, tiene consecuencias claras para nuestra economía, que es de lo que vivimos, y no de lo que nos dan de comer en los mentideros de esta plaza, incluidos la televisión, la radio y los periódicos. Mientras el pueblo llano se monda con tantos cuentos, la economía sigue por los suelos, los servicios públicos se deterioran más, la suciedad aumenta en las calles y en los patios, la Universidad languidece en su salsa, las empresas se largan a mejores vientos, y, por hacerlo breve, en los países en donde no prestan tanta atención a la comedia, y sí al trabajo que da frutos, aunque venga de manos del mismo diablo, se medra mejor, se vive más holgado, hay más empleo.


El cistícola buitrón (cisticola juncidis) es un paseriforme de difícil identificación, perteneciente al complejo grupo de las currucas y mosquiteros. Tiene el pico afilado de los mosquiteros, pálido en la hembra y oscuro en el macho, y listas destacadas en cabeza y dorso (no muy patentes en la fotografía, pero como tengo varias instantáneas del mismo ave, puedo confirmarlo).

Tiene un canto repetitivo y estridente, que lo delata más que su presencia física, a menudo oculta entre los juncales y herbazales de los terrenos pantanosos. Estas aves que son tan parecidas entre sí, exigen para su correcta identificación (satisfacción solo reservada al ornitólogo aficionado con tiempo y ganas) fijarse en detalles: píleo, obispillo, dibujo caudal y proyecciones de las primarias y secundarios, por ejemplo, en cuanto al plumaje; dibujos del pecho y listado del dorso, pico romo o puntiagudo; color de las patas y si están o no cubiertas de plumaje; etc,

 

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Mi Diccionario desvergonzado: confidencial, pretexto, clítoris, tintero, rostro, polla, cuento, caníbal, experto, estrategia, dinero

8 septiembre, 2014 By amarias Deja un comentario

Confidencial. 1. Calificación que se otorga a una información, para llamar la atención de aquellas personas para las que podría tener interés y que, cuando finalmente se desenmascara, se revela como archiconocida. 2. Equivocada fórmula de protección con la que se intenta salvaguardar de la infalible curiosidad de la propia pareja, las cartas de la persona con la que se mantiene una relación, así como la copia de los ridículos versos y expresiones de amor que se le están dedicando para alimentar su fantasía. 3. Término utilizado por los gobiernos legítimos con el objeto de impedir por algún tiempo el conocimiento de las razones por las que  se realizaron actuaciones subordinadas a los poderes económicos ilegítimos.

Pretexto. 1. Excusa mal urdida, a la que le falta mayor solidez para resultar creíble. 2. Cualesquiera de las expresiones que se utilizan para hacer lo que apetece sin dar verdaderas explicaciones a quien las merece.

Tintero. 1. Lugar del cerebro en el que se suponen generadas las ideas que se expresan en papel, y en el que es piadosa concesión admitir que el autor ha dejado en él aquello que hubiera resultado más interesante. 2. Recipiente de porcelana, con forma de diminuto sombrero invertido, que se encajaba en un agujero del pupitre escolar, y que servía para contener un líquido negruzco fabricado con agua y polvos, en el que se mojaba el plumín,  antecesor de la pluma fuente como generador infalible de borrones.

Rostro. 1. Parte frontal de una cabeza humana, ocupada por los ojos, la nariz y la boca, y en cuyo margen se sitúan las orejas, apéndices que sirven para identificar inequívocamente a un individuo, conformando un conjunto de facciones cuya total inexpresividad se va madurando con la edad y la práctica. 2. Retrato robot utilizado por la policía para la identificación de delincuentes y terroristas en busca y captura, realizado de tal manera que su parecido con la persona a la que se busca, por su escasa fidelidad, resulta asombroso.

Polla. 1. Gallina en la que aún no se ha manifestado su paranoica naturaleza. 2. Forma, tenida por vulgar, con la que se pretende desviar la atención del órgano propio del varón hacia su función accesoria, ya que la principal es servir de tubería de descarga a los riñones.

Cuento. 1. Relato con personajes irreales, incoherente y descabellada, de la que se pretende que los niños extraigan alguna moraleja. 2. Argumento elaborado, que se califica de chino cuando, servido como explicación, resulta tan espeso y oscuro que no cuela.

Caníbal. 1. Calificación que merece quien, habiendo agotado los epítetos con los que expresa su deseo de posesión sobre la persona con la que mantiene una relación, se manifiesta dispuesto a comérsela. 2. Perteneciente a una tribu que vivía solo en los libros de aventuras juveniles, y cuyo alimento era una mezcla de carne humana y fantasía.

Experto. 1. Mérito que se otorga a sí mismo el universitario que ha perdido su anterior empleo, en cualquier materia de la que tiene conocimiento de su existencia. 2. En los currícula utilizados para adornar la trayectoria laboral de un cargo público, forma eufemística de expresar que está dispuesto a adquirir experiencia suficiente en el desempeño de la función que se le ha encomendado para ejercerla en la empresa privada  que posteriormente le contrate.

Estrategia. 1. Conjunto de normas sin utilidad práctica que se ofrecen a los alumnos de las escuelas de negocio, agrupadas en casos prácticos, para tratar de convencerles de que el mundo real tiene algunas reglas. 2. Referencia confusa al despliegue de una actividad a la que se atribuye la consecución de un éxito fortuito, igualmente válida para justificar el fracaso de las mismas actuaciones si son realizadas por un competidor.

Clítoris. Protuberancia interna del aparato genital femenino, en la mayor parte de los casos, prácticamente indetectable, de la que se fantaseó durante bastante tiempo que su masaje produciría fenómenos paranormales que, convertidas en cómplices, algunas mujeres expresaban con gritos y jadeos, que dieron en llamarse orgasmos, por analogía, actualmente detectada como errónea, con lo que le sucede al varón afectado por la explosiva irrupción de un herpes congénito y natural en él, llamado líbido.

Grapa.- 1. Licor de alta graduación, idéntico al aguardiente, del que se diferencia notablemente por su elevado precio. 2. Alambre doblado con formas muy diversas, que en su estado inicial propende a atascar el aparato que lo contiene por decenas, llamado grapadora, y que es imprescindible para unir de forma permanente hojas por un extremo, si bien se hace se hace preciso extraerlo en múltiples ocasiones para hacer fotocopias, en una delicada operación que destroza las uñas.

Dinero.- 1. Papel impreso muy difícil de reproducir si no se está especializado en hacer sus falsificaciones, y que sirve para adquirir en los mercados los llamados bienes de uso y consumo, imprescindibles para mantener animada la actividad de la sociedad de consumo. 2. Idea descabellada, cuyo origen se remonta a hace más de 25 siglos,  por la que se consiguió sustituir el intercambio recíproco entre productos, bienes y trabajos que se venía practicando sin problemas, por la entrega de objetos sin valor a cambio de éstos, atribuyéndoles equivalencias ficticias, y que se ha convertido en una práctica engañosa que, hasta el momento actual, ha resultado imposible desterrar.

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Cuento de primavera: La comisionista y el tendero

31 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

En la misma calle en que habito, tiene su comercio abierto un tendero. El rótulo que está colocado sobre la puerta, debe corresponder a la actividad desarrollada por el propietario anterior, ya que en él se lee Peluquería. Y este tendero parece estar dispuesto a vender de todo pero no a cortar el pelo.

Desde hace varios meses, sigo con interés y curiosidad  la evolución de su negocio. Incluso se su nombre: Armadendo Contritio, porque, la semana pasada, en uno de los cajones de cartón que se amontonaban a la entrada de su negocio, leí ese nombre, la dirección correcta y la naturaleza del peculiar establecimiento. “Armadendo Contritio S.L., calle de las Delicias s/n, Especialidad en Placebos y Sustancias con Propiedades Terapéuticas Imaginarias.

En realidad, podía haber supuesto la singular naturaleza de lo que era el objeto de comercio para Armadendo. Yo mismo, recién abierto el mismo al público, debí haber sido uno de los primeros clientes. Recuerdo perfectamente la conversación.

-Buenas tardes, me alegro de que el barrio tenga por fin alguna actividad nueva. Aquí no hacían más que cerrarse negocios -fue mi introducción, mientras curioseaba por las estanterías, en las que apenas descubría mercancía, pues estaban prácticamente vacías.

-¿Qué busca? -fue la escueta y directa interpelación del tendero, sin levantar la vista de una libreta en la que estaba anotando algo.

-En realidad…-iba a decirle que había entrado solamente para saludarlo como nuevo vecino, pero, finalmente, descubrí, en la esquina de uno de los estantes, un bote en el que se podía leer: “Melaza repelente de parásitos intestinales”, lo que me llamó la atención y cambié mi propósito sobre la marcha- Quisiera una Melaza contra los parásitos del intestino.

-No se qué es eso -casi me escupió el propietario del negocio, ajeno a mis evoluciones por el local.

Creyendo que el hombre no sabía aún exactamente ni lo que tenía expuesto para la venta, tomé el bote, y lo puse sobre el mostrador.

-Me llevaré esto -le indiqué, con una sonrisa que pretendía ser de complicidad.

-Son cincuenta céntimos -me aclaró, y, mientras recogía la moneda que le tendí, envolvió la lata en papel de estraza, dándose muy poca maña. Después, ató el paquete con un cordel de esparto y metió todo en una bolsa de plástico, que me ofreció, sin pronunciar más palabras.

Debo reconocer que me sorprendió el reducido precio que me cobró por aquel artículo, aunque, como no tenía ninguna referencia personal sobre la procedencia, naturaleza y contenido de la lata, admití que era correcto y que aquel nuevo comerciante del barrio estaba decidido a ofrecer productos con muy escaso margen, con el propósito de conseguir una clientela fiel.

Cuando abrí el artículo en casa, encontré que el contenido era una especie de mermelada que, por prudencia, y aunque me olía arándanos silvestres, ya que todas las indicaciones estaban escritas en una lengua que no conocía, me abstuve de probar, y se lo ofrecí, dada la obstinación con la que me lamía los zapatos, pidiéndome su parte, a mi foxterrier, que lo devoró, encantado.

Al día siguiente, y al otro, y al otro, pasé por delante del comercio y ví, con complacencia, que el interior iba llenándose de mercancía, hasta el punto que en el transcurso de una semana, todas las estanterías me parecieron ya atiborradas de productos. El tendero estaba en todas las ocasiones, de pie, a la entrada del establecimiento, con la misma o parecida libreta, tomando notas y más notas. Ninguna de estas veces advertí que en el local hubiera cliente alguno. Incluso, en muchos momentos, estaba cerrado a cal y canto, aunque se trataba del habitual horario comercial.

El hombre tenía un aspecto descuidado, realmente desaliñado. Aparecía, muchas veces, con el rostro preocupado y su ropa estaba sin planchar, los zapatos polvorientos y la mirada perdida.

Pero, un día, en uno de mis paseos, sí descubrí al tendero hablando con una joven -me pareció una mujer agraciada, vestida con una blusa y una falda que se me antojaron sugerentes-. El comerciante parecía entonces muy animado, y la muchacha tomaba apuntes en un cuaderno que llevaba, al que, por las apariencias, trasladaba con cuidado el contenido de las notas que le iba leyendo el hombre.

-Mañana mismo llegará el pedido -comunicaba aquella mujer, cerrando con lo que me pareció una evidente fruición, su libreta.

La escena se repitió varias veces a lo largo de las siguientes semanas, en sus dos versiones. El comerciante, si el local estaba abierto, permanecía a la puerta. Estaba siempre vacío de clientela . Si mi paseo coincidía con las últimas horas de la tarde, me la encontraba invariablemente tomando notas al dictado del extraño tendero.

La tienda se iba llenando de mercancía, que ocupaba ahora, no ya las repletas estanterías, sino gran parte del suelo. Un día, incluso, encontré que algunos productos estaban expuestos -o mejor dicho, simplemente, amontonados- ocupando parte de la acera.

-Buenas tardes -saludaba siempre, al pasar, al tendero.

Nunca me contestaba. Absorto, huido de todo lo demás, concentrado en quién supiera qué meditaciones.

En la acera empezaron a acumularse ya escandalosamente, mercancías y más mercancías, hasta el punto que los viandantes tenían, si no querían sortear las pilas de estrambóticos productos -desde plantas agostadas, frutas que se estaban pudriendo, cartones de productos contra la caída del cabello o estimuladores de potencia sexual, laxantes, chupetes para infantes, colirios,…hasta vinos espumosos e, incluso, libros de autoayuda-, debían aventurarse a pasar a la calle, para seguir su paseo.

Cuando supe, por fin (o así lo imaginaba), el objeto social de aquel singular negocio, cuyo erróneo planteamiento y evidente declive hasta el fracaso absoluto, eran manifiestos, guiado por mi formación de asesor empresarial, me creí en la obligación de exponerle al huraño tendero mi opinión sobre el asunto.

-Perdone mi intromisión -le expresé-. Veo que en su local no hace más que introducir nueva mercancía, aunque no me parece que tenga el éxito esperado. ¿Le va bien? ¿Es solo mi apreciación errónea la que me hace ver que está perdiendo dinero a manos llenas, con un inmovilizado que le está lastrando su economía?

El tipo, que estaba apoyado, como casi siempre, en la pared del local, entre los bultos dispares, me miró con unos ojos inexpresivos.

-¿Y a usted, qué le importa? -me espetó.

Me quedé helado.

-Desde luego, no mucho, porque la decisión es suya. Solo que me parece, por lo que tengo observado, que en este local solo entra mercancía, pero no sale ninguna.

-Pues ya lo tiene claro. Eso es lo que pretendo -me aclaró, si tal explicación fuera convincente, como, sin duda, a él le parecía.

Convencido de que el mercachifle estaba como una cabra, cuando ayer lo descubrí hablando con la joven, en la idéntica actitud que a ambos los relacionaba -la una, con su libreta de encargos, el otro, venga a aumentar la lista de pedidos invendibles-, seguí a la mujer y, cuando me pareció que estaba suficientemente lejos de la vista del orate, la abordé, con el propósito de afear su conducta.

Estaba convencido de que aquella mujer, comisionista o intermediaria de quién sabe cuántos proveedores de las más variadas naderías, se estaba aprovechando de la debilidad mental del mal comerciante.

-Le ruego que me disculpe por entrometerme. Vengo observando que usted es la proveedora de mercancía de la tienda de Armadendo. ¿No se da cuenta de que no consigue vender nada de lo que le compra a usted? ¡El pobre hombre no hace más que acumular cosas en su local, sin éxito alguno!

La joven, que se había detenido en su marcha, m observó con sus hermosos ojos azules, con una mirada angelical.

-¿Piensa que no me doy cuenta? -me replicó, asomando en su rostro una mueca de tristeza-. Lo se, pero no tengo otro remedio que actuar así.

-¿Qué me dice? ¿No tiene más remedio que expoliar a un débil mental, a un pobre loco? -le increpé, sin entender.

-Armadendo es un hijo único de una familia extraordinariamente rica. Su padre, un hombre de negocios con mucho éxito, ha fallecido hace meses y, dejó varias empresas en funcionamiento y este local. Está profundamente enamorado de mí y, para ayudarme, me compra todo tipo de cosas, garantizando así que, cada día, pueda obtener suficiente dinero para lo que necesito. -aclaró la joven.

-¿Es ese motivo para estafarle? ¡Lo que necesita ese hombre es ayuda médica y no de alguien que se aproveche del amor que, sin ninguna correspondencia, pueda sentir hacia alguien que se comporta con él tan injusta y dolosamente! -casi grité, llevado de un impulso de reproche que no pude contener.

-Armadendo no está loco, sino que es una bellísima persona. Ha de saber que él es mi esposo. Tenemos un hijo enfermo de una extraña dolencia para cuyos cuidados se precisa mucho dinero. Su padre nunca aprobó nuestra unión. No así, por fortuna, su madre, usufructuaria del local, que nos ama y está totalmente volcada hacia ese único nieto.

La joven, prosiguió:

-El problema es que mi suegro impuso en su testamento una cláusula perversa, y es que no podemos enajenar las empresas que posee. Por eso, cada día, simulamos vender las mercancías suficientes, procedentes de la producción de su emporio industrial, para garantizar que nuestro hijo tenga la ayuda médica que necesita. Ese es el cálculo que hacemos diariamente, y que, al parecer, a usted le intriga. No nos interesa venderla, sino lo que yo obtengo como comisionista. -la mujer hizo intención de mostrarme la libreta, pero renunció, dejando caer su pregunta- ¿Lo entiende ahora? ¿Sabe por qué hacemos lo que hacemos?

Mientras asimilaba la información, solo se me ocurrió decirle, desde lo profundo de mi corazón, en el que afloraba un aire intenso de simpatía hacia ella y de arrepentimiento por mi falsa elucubración.

-Creo que lo que ustedes necesitan es un buen abogado.

Y, pidiendo disculpas, despidiéndome de ella con un apretón de manos, crucé la calle, aprovechando que el semáforo tenía la luz verde.

FIN

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Cuento de primavera: El examen

30 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Dicen los que han estudiado el tema, que al final de los tiempos, el Supremo Controlador de las criaturas, reunirá a todos los que han sido profesores, jueces, seleccionadores de las más variadas actividades y materias, y les someterá a un examen.

Será un examen en el que no se permitirá consultar ni libros, ni apuntes, ni iPod, ni los bancos de datos, ni ninguna otra información disponible en ningún medio conocido o por conocer.

Dicen los entendidos, que el examen consistirá en dos únicas preguntas, que no les serán planteadas conjuntamente, sino en sucesión. El enunciado de la primera, será ésta:

“Explica, de la forma lo más concisa posible, por qué has aprobado, premiado o seleccionado, utilizando tu poder de decisión, a quién, según los mismos baremos que has aplicado en otros casos, no lo merecía”.

El Supremo Controlador ofrecerá un tiempo limitado, porque aunque se tenga por delante toda la eternidad, no es cuestión de dejar que los examinandos se pierdan en elucubraciones.

Habrá de ver a muchos jueces tratando de detallar por qué han adoptado resoluciones manifiestamente injustas, teniendo en cuenta la presión de los poderes económicos o políticos, los intereses personales, familiares o grupales, una alegada escasez de tiempo o medios para analizar en profundidad las cuestiones debatidas, que les llevó a fiarse de la pretendida autoridad de los bufetes que defendían una determinada postura, su intuición que les había hecho prever que un justiciable era inocente o más inocente que otros, etc.

Allí estarán  no pocos profesores explicando la vulnerabilidad a ciertas recomendaciones, a la previsión de hacer méritos ante quienes después, por otras razones, podrían beneficiarlos a ellos, a compensaciones por trabajos extraacadémicos que les proporcionaría alguna ventaja económica, a oscuras relaciones personales o favores sexuales, etc.

No faltarán los argumentos de tantísimos seleccionadores de personal, miembros de jurados de certámenes, concursos y procesos de calificación, defendiendo que, con su actuación, se trataba de dar el sello de su aprobación a un candidato ya escogido por quienes les habían elegido a ellos por su facilidad para hacer la vista gorda y refrendar una decisión predeterminada, o reconociendo que habían sucumbido ante la presión de ciertos estamentos, empresariales o sindicales, o que habían premiado a una obra literaria, artística o científica, sencillamente, porque se habían dejado guiar por corporativismos, amistades inquebrantables, pertenencia a grupos, mafias o agrupaciones, etc.

Cuando se hubieran recogido por los ángeles custodios las respuestas, el Supremo Controlador, expondría la segunda pregunta:

“Explica, ahora, por qué no has elegido a quien, mereciéndolo, has desestimado para un puesto, o has condenado sin razón suficiente, has suspendido teniendo los mismos méritos o con igual o incluso mejor, expediente o examen o, en su caso, has rechazado para una candidatura”.

Los examinandos habrán llenado, con mayor o menor diligencia, las hojas de examen que, por la naturaleza de que estamos hablando, estarían obligatoriamente redactadas en papel celeste.

Recogidas todas las explicaciones, dicen los exégetas que el Supremo Hacedor, dirá, a quienes hayan ofrecido sus explicaciones, con voz tonante:

“Pocos habéis aprobado, y no necesito leer vuestras respuestas, desde mi infinita sabiduría. A los demás, pobres desgraciados, os digo con toda determinación que no habéis hecho caso del preciso mandato que os he dado a todos: No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. No habéis sabido interpretarlo desde la posición de vuestro poder, porque lo habéis despilfarrado, actuando de manera arbitraria. Debíais de haber sido objetivos, porque para ello aceptasteis juzgar, que supone situarse en mi posición y habéis sido mezquinos. Por ello, seréis castigados.”

Parece ser, si las revelaciones son ciertas, que durante toda la eternidad, estos jueces, profesores, seleccionadores, conjurados y sabihondos estarán presentándose, una y otra vez, a tribunales, oposiciones, juicios, certámenes, concursos, en los que serán, reiteradamente rechazados, suspendidos, despreciados.

Hasta que encuentren la solución a su laberinto.

Que no es otra, dicen los eruditos, que descubrir la humildad que debe presidir toda decisión de juicio, la sensibilidad que ha de ser inherente a toda selección, la capacidad que se ha de desplegar en todo análisis, y la objetividad de la que no es posible desprenderse, cuando se está ejerciendo autoridad sobre otros, que no dimana del que posee el poder, sino de la delegación que hacen todos los demás en él para que administre ese poder con inquebrantable coherencia y justicia.

Que esa es la servidumbre de quien es designado para juzgar a otros, que es privilegio de los dioses.

FIN

 

 

 

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Cuento de primavera: Olor a quemado

29 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Como en las historias de fingido misterio, un relámpago iluminó con mayor intensidad la sala. Muy pocos segundos después, llegó el sonido de un trueno largo, como si la tensión eléctrica rebotara de nube en nube.

Los invitados a la merienda, aturdidos por las informaciones que habían recibido aquella tarde, se habían quedado quietos, imaginando tal vez que todo correspondía a una escenificación a la que, quienes mejor conocían a Balisondio, no lo suponían ajeno.

Hasta el camarero, que quizá no había calibrado el alcance de su espontánea intervención en el debate, se mantuvo sin moverse. Aunque el olor provenía de la cocina, y debería haberse sentido, por tanto, culpable del descuido, permanecía hierático. Sacarindo, que lo estaba mirando fijamente, creyó verlo parpadear; era el único vestigio que demostraba que no se había convertido en una estatua.

Maicosenda llegó a la cocina, al tiempo que un grito desgarrado y una exclamación no reproducible, procedentes de allí, atravesaron, como una flecha, en sucesión, atravesó la sala.

No eran las croquetas las que se quemaban. El olor no provenía de una sartén y el causante del incidente no era el camarero.

Encontró a su padre, ex magistrado de la Audiencia Nacional, jubilado hacía varios años, y que actualmente vivía con ellos, doliéndose de las quemaduras en el rostro, que se acababa de producir.

-P…pero papá, ¿qué estás haciendo?

El anciano soltó la tartera que tenía en la mano, y la dejó caer al suelo. El contenido se desparramó, en gran parte, sobre las baldosas. Maicosenda, ante todo, cerró la llave de gas, abierta al máximo, extinguiendo la llama.

-Me quemé -fue la explicación del abuelo.

-¿Cómo se te ocurrió ponerla al fuego? ¿Qué te estabas preparando? ¿Por qué? -fueron las preguntas que se le ocurrió formular, atropelladamente, a Maicosenda. Todos los invitados a la merienda, y el camarero, movilizados por fin, se habían acercado también, y se agolpaban ahora a la puerta de la cocina.  Escucharon, por tanto, la sucinta explicación de lo que había pasado.

-Tengo hambre. Quiero lentejas -dijo el ex magistrado; tenía el rostro salpicado de puntos rojos, producidos, al parecer, por las legumbres, que habían salido disparadas de la olla cuando había tratado de abrirla, forzándola.

-¡Si ya habías cenado! ¿Por qué tuviste que levantarte de la cama?-le increpaba Maicosenda, tomándolo del brazo y acercándolo al fregadero, para echarle agua fría en la cara.

Balisondio se acercó al anciano, y, con la pomada que acababa de extraer de un cajón, trataba también de ofrecer solución al rostro maltratado. Su suegro no parecía dolerse, distraído en otros mundos.

-Estoy bien -argumentaba, añadiendo, de forma sorprendente, anclado en su pasado-. Sobreseimiento sin costas y archivo.

-Tendremos que llevarlo al ambulatorio -expuso el anfitrión, antes de dirigirse a Urgiondo, pidiendo su aprobación, como médico-. ¿No te parece?

-¡A quién se le ocurre ponerse a cocer unas lentejas en la olla a presión! -recriminó Maicosenda- ¡Sin agua!

Recogió la olla del suelo, en cuyo fondo se había formado una costra con las legumbres, que despedía un desagradable olor a quemado.

– ¿Por qué no le pidió algo al camarero?. Hay mucha comida que sobra de la merienda -se interesó, sin poder contenerse, Peronicia-. No se cómo hemos podido dejarlo solo. Se le ve desvalido.

Welory tomó, por su parte, al anciano de una mano, con delicadeza, y, recogiendo el tubo de pomada que Balisondio sostenía, se la aplicó con sumo cuidado en el rostro afectado.   El anfitrión advirtió entonces que la mano derecha de la mujer tenía una uña pintada con laca de distinto color.

-Estas quemaduras no tienen buen aspecto -diagnosticó la samaritana, alarmada también por la mirada vacía del que tenía delante.

El ex magistrado ofrecía síntomas de padecer un Alzheimer avanzado. El camarero, adivinando que algunos de los presentes le creían culpable, se justificó, con una exagerada voz aflautada.

-No sabía que alguien estaba utilizando la cocina. Yo estoy usando el hornillo portátil que tengo instalado en la antesala. Lo tengo apagado ahora, porque esperaba la indicación de la señora, para servir la tempura de verduritas, los soldaditos de Pavía y las croquetitas de ibérico.

Carminolina y Covelanta se rozaron inadvertidamente. Ambas se habían puesto a recoger las lentejas, dispersas por el suelo, como si fueran fresas silvestres.

-Hablábamos del amor y nos olvidábamos de responder al contrarecíproco -murmuró, como para sus adentros, Covelanta.

Juripando no pudo contener la risa. Fue un acto espontáneo, irreprimible, estúpido.

-¡Este sí que es el regalo de cumpleaños más extraordinario que podías esperar, Balisondo!

Urgiondo y Maicosenda, con el anciano ex magistrado conducido entre ellos, como si se tratara de un delincuente detenido, se encaminaron hacia la puerta, con la intención de acercarle a un dispensario, en donde recibiera la asistencia sanitaria que el caso reclamaba.

-Yo conduzco, que he bebido menos -decía, con tono algo gangoso, el estomatólogo.

Fuera, llovía a cántaros. Apenas acababan de salir cuando el camarero, recobrando el tono profesional que le correspondía, preguntó, sin dirigirse a nadie en concreto.

-¿Qué hago ahora? ¿Sirvo las croquetitas?

Balisondio le echó una mirada de fuego.

-Ya vamos bien servidos. La fiesta se acabó. Aplazaremos la celebración para otro día. Aún tenemos bastante de qué hablar.

Y se echó sobre un sillón, seguramente rumiando algunas ideas que se le antojaban pertinentes. Carminolina se le acercó, recogiendo unos papeles que se le habían caído al sentarse de un bolsillo, y que parecían unos apuntes; tal vez un guión. Le tocó en la cara, con una mano fría, sugerente.

-¿Puedo ofrecerte algo?

Balisondio no contestó. Entonces sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. Era su hija adolescente:

-Papá, soy yo. Me quedo a estudiar en casa de una amiga. Dormiré aquí. No os preocupéis, que ya he cenado.

Le pareció oír risas de fondo. Estaba seguro de que la niña mentía.

-Ya es hora de irnos; aquí no hacemos nada. -Sacarindo dio un apretón de manos a Balisondio, apremió a Susiela para que le siguiera, y cogió de la percha su gabardina.

-Que cumplas muchos más, campeón.

A su marcha, siguieron las de los demás, en pocos minutos. El camarero había recogido, entre tanto, las bandejas de canapés y las botellas de la mesa auxiliar y se entretenía limpiando de restos la cocina.

Carminolina  se sentó enfrente de Balisondio, mirándolo directamente a los ojos. Su expresión arrobada le pareció fuera de lugar.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: Alzheimer, amor, croquetas, cuento, cuento de primavera, ideas, sexualidad

Cuento de primavera: Las tremolinas

27 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

-Yo he oído hablar de ellas -dijo Juripando- es una cofradía formada exclusivamente por mujeres. Su modelo, según tengo entendido, es Catalina Erauso, la monja alférez, que, por cierto, era hermafrodita.

Peronicia protestó con energía que pareció desproporcionada.

-No, no. Te estás confundiendo con otra agrupación, supongo. Nosotras defendemos la necesidad de insuflar un aire fresco a esta sociedad que ha perdido sus valores. Tremolina significa eso, viento que purifica.

Susiela no pudo contenerse, y, llevada más por la curiosidad que por el afán de enzarzarse en una polémica, comentó:

-¿Cómo podéis pretender cambiar nada de esta sociedad desde la ignorancia? ¿Qué pueden, mujeres vírgenes, aportar al cambio de costumbres, desde una posición trasnochada y retrógrada?. El mundo avanza sin parar. No hay vuelta atrás, y caminamos hacia la libertad total, rompiendo las cadenas.

Ante esa impetuosa reacción, la explicación de Peronicia sonó a cristales que se rompen.

-Tengo voto de castidad, es cierto. Pero no soy virgen. En verdad, y espero no escandalizar a nadie, he trabajado en un burdel. Incluso, aunque no voy a dar nombres, he tenido como clientes a alguno de vosotros.

Urgiondo enrojeció. Su azoramiento le impidió ver que no era el único que se había sentido incomodado por aquella revelación. Balisondo que, sin duda, contaba con más claves de las que había expuesto hasta entonces, pretendió hacer un resumen de lo que llevaban expuesto.

-Vaya, vaya. Nuestra posición respecto al amor, al retirarse algunos velos de nuestra modestia, están dejando al descubierto ciertas contradicciones. Tenemos aquí presentes, el amor maduro, construido en la complicidad recíproca, que representan Jurispando y Welory. Está también el impulso pasional, juvenil a pesar de la diferencia de edad, que veo encarnados en Sacarindo y Susiela. Urgiondo y Carminolina -y espero que no os sintáis ofendidos- me parecéis, por lo que conozco del estado de vuestra relación, prisioneros de un vínculo roto. Peronicia acaba de exhibir una experiencia previa que le conduce, y ella sabrá por qué, hacia el misticismo. Nos falta…

Carminolina le interrumpió.

-No entiendo por qué tienes que encasillarnos. A nosotros, especialmente. ¿Qué representáis, por cierto, Maicosenda y tú? ¿Os consideráis por encima de todos nosotros? ¿Vais de dioses, o qué?

Si la pregunta iba dirigida a Balisondio, Maicosenda recogió el testigo, encontrando, quizá, las frases más largas y contundentes que había pronunciado en mucho tiempo.

-No te enfades, Carminolina. Estamos entre amigos, y tenemos una edad…casi todos -puntualizó- en que los secretos duelen más si no se comparten. ¿Sabes cómo me llama Balisondio cuando hacemos eso que se llama el amor?…

Todos la miraron.

-Me llama Carminolina…

Las miradas se concentraron, alternativamente, en las dos mujeres. Urgiondo, situado en medio de ellas, se levantó a recoger algo de la mesa. Pero no tenía hambre, y confuso, tropezó ligeramente con el camarero que, como una estatua de yeso, participaba, con su silencio, en el debate.

-Bueno, pues ya estamos todos al descubierto -sentenció, sin expresar emoción, Balisondio-. Nos falta solamente quién pueda representar el amor homosexual, para estar completos. Aunque, en mi observación de la naturaleza humana, soy de la opinión de que todos tenemos un componente homosexual, más o menos reprimido…

El camarero abrió la boca por primera vez, para decir algo que no tenía que ver ni con las bebidas ni con los canapés.

-No falta, si es que me admiten a la conversación. Yo soy homosexual, como tal vez hayan advertido algunos de ustedes.

Desde la cocina llegó un olor a quemado.

-¡Se están quemando las croquetas! -gritó Maicosenda, que se precipitó, abandonando su silla, hacia el lugar de donde provenía el tufo a aceite hirviendo.

(continuará?)

 

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: amor, banquete, cuento, cuento de primavera, homosexual, lésbico, merienda, monja, Platón, tremolina

Cuento de primavera: Algo de picante

26 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

-Me gustaría romper el hielo. Como creo que soy la más joven, admito que tengo menos experiencia -comenzó la hermosa Susiela, enrojeciendo a medida que advertía la intensidad de las miradas puestas sobre ella-. Estoy segura de que cada uno de nosotros tendrá una idea del amor diferente. Deberíamos ponernos de acuerdo previamente sobre qué es el amor. Yo…creo que es… algo muy bonito.

La joven se dio cuenta de que había dilapidado la atención con su final edulcorado. Notó las mejillas ardientes y se calló, bebiendo el último contenido de su copa de espumoso.

-Podemos ir caminando de pregunta en pregunta, o de definición en definición, hasta la ignorancia absoluta -intervino, terca, Covelanta, con su voz templada de soprano-.  A veces es preferible delimitar lo que algo no es, lo que nos devuelve al contrarecíproco. El amor, para mí, es lo que nos perdemos cuando no amamos a nadie. No está en la soledad, sino en la compañía. No se encuentra en lo que disfrutamos a solas, sino en lo que compartimos.

-Dale con el contrarecíproco. ¿No podíamos ser más normales?. Porque esto no es un examen, supongo. Hemos venido a un cumpleaños, no a un interrogatorio -dijo Urgiondo, con la boca ocupada por un canapé demasiado grande, que acababa de coger de la bandeja que le ofrecía el camarero. “No debería haber hablado con la boca llena”, pensó primero; y luego: “Tal vez no debería haberme mostrado desagradable con Covelanta”.

Urgiondo sospechaba que Carminolina estaba detrás de la insólita propuesta de Balisondo. Sacarindo creía que Maicosenda había invitado a Covelanta -de lo que no le había avisado- para ridiculizar su relación con Susiela, a la que, con un gesto que confiaba no habría sido visto, creyéndola dispuesta a volver a intervenir, recomendó calma; situado entre Welory y Peronicia, acostumbrado a lidiar en ruedos difíciles, sabía que había que esperar a que la bestia cuadrase antes de entrar a matar.

Pero, ¿por qué se le había ocurrido tal cosa?

Consciente de que los asistentes no estaban aún dispuestos para disquisiciones elaboradas, Balisondo quiso aportar nueva munición, utilizando lo que creía su autoridad dentro del grupo. En su cumpleaños, mantener la dinámica de forma pacífica era su responsabilidad.

-Estoy muy de acuerdo con lo que indica Susiela de que evolucionamos a medida que nos hacemos mayores. Pero estoy convencido de que eso no tiene que ver con el amor, sino con el instinto de supervivencia. Y por ello, no es ni feo ni bonito, sino imprescindible. Necesitamos la protección de los otros, y ese escudo puede ser más o menos numeroso según el tipo de peligro que nos acecha. El grupo, la manada, la secta, nos sirve en la mayoría de las ocasiones, siempre que evitemos los laterales. Pero en las cuestiones trascendentes, preferimos seleccionar la compañía, intimar con ella.

Todos le escuchaban atentamente, pues concedían a Balisondo una capacidad de análisis especial, no exenta de un cierto dogmatismo. El camarero volvió a pasar entre los asistentes, llenando las copas con la bebida que habían elegido antes. “No, gracias, yo no beberé más”, rechazó Peronicia, cuyo rostro era de una palidez marmórea. Urgiondo se quedó mirándola, absorto. Le recordaba a alguien.

Balisondo guardó silencio mientras el camarero cumplía con su trabajo, por lo que la continuación de su exposición apareció aún más enfática (“No te enrolles, maestro”, se oyó decir a Sacarindo):

-El sexo cumple una función importante de catalizador momentáneo del interés por el otro, aunque no tiene nada, o muy poco, que ver con el amor. Cuando somos  jóvenes, dejamos que predomine la pasión, ya que no concedemos importancia a nuestra temporalidad. Incluso solemos confundir el “nosotros” de la lujuria, con el “yo” del egoísmo, que es el verdadero y único destinatario de la búsqueda de satisfacción. En esa época, al menos los hombres, antes que compartir lo que sentimos con una sola persona, buscamos la protección genérica del grupo, diluyendo nuestra individualidad en él. Es la consciencia de nuestro envejecimiento, y, en especial, de la realidad de la muerte,  de la muerte concreta, que es la nuestra, nos empuja a apoyarnos en un “otro” concreto. Nos preguntamos entonces, qué es lo que puede aportarnos esa relación.

Como casi siempre que Balisondo exponía una idea, pocos de sus amigos la entendían a la primera, pero tenía la virtud de que los motivaba para hablar.

Juripando y Welory, que habían permanecido en silencio, abrieron la boca para intervenir al mismo tiempo. Welory era extranjera, pero hablaba perfectamente nuestro idioma, gracias no solo a Juripando, sino a otras parejas anteriores, que la habían introducido en los modismos de esta complicada lengua. No estaban casados, ni se lo planteaban. Hacía más de quince años que vivían juntos. Era curioso: se habían conocido en el funeral de la esposa de Juripando, fallecida de un cáncer.

-Teng…había dicho Welory, que se calló para dejar la palabra a Juripando. Este, que era ingeniero nuclear, sonrió, y se levantó del asiento, siguiendo un impulso.

-Perdonad que trate de poner algo de orden al debate, para no perdernos. El amor puede que no exista, pero da sentido a la vida. Puede que sea un espejismo, pero nos concede esperanza. Puede que esté -¡o no!- contaminado con el sexo, pero es placentero en sí mismo.  No necesitamos inventarlo,  advertimos su presencia, como un estímulo especial del resto de los sentidos -la vista, el oído, el tacto, el gusto, el olfato,…-, cuando nos encontramos al lado de muy concretas personas.

Maicosenda no tenía el don de la palabra, por lo que prefería servir de enlace a otras intervenciones:

-Tal vez Sacarindo pueda ilustrarnos sobre esa sutil diferencia entre el amor y el sexo… -sugirió, sabiendo que el interpelado no lo tomaría como algo ofensivo.

-Perdón, estaba distraído -disimuló Sacarindo, que estaba sintiéndose incómodo, sin comprender la razón-. ¿De qué va el tema? ¿De sexo, de amor?…Si este selecto auditorio pretende que cuente mis experiencias, necesitaré más vino. Al fin y al cabo, esto era una cena, no un estriptís.

Y se levantó para coger de la bandeja que sostenía el camarero, de pie, con cara de póker, una copa de vino.

Urgiondo había creído detectar un fondo de simpatía en Peronicia y estaba preparado para prospectar la profundidad de aquella insinuación. Con un tono que fue consolidándose mientras hablaba, trató de desplegar, como acostumbraba cuando se encontraba ante una mujer interesante, su capacidad de seducción.

-Confirmo que las relaciones que se construyen en la madurez son más sólidas que las que se empiezan en la adolescencia. El proyecto común es fundamental. Pero lo paradójico es que los hijos vienen, al menos -se corrigió- así era en mi época, cuando aún no se está preparado para una relación duradera. Los hijos se convierten en la trampa de la naturaleza para ligarnos a una relación cuya viabilidad está por comprobar. Deberíamos hacer como los leones, que dejan la educación de sus crías en manos de las hembras. Verdad, ¿Peronicia?

No sabría explicar por qué interpeló a Peronicia, que se sobresaltó. Cuando terminó de hablar, dudando aún de haber sido lo brillante que hubiera deseado, sintió el pellizco doloroso de Carminolina, que estaba a su lado. “Se te ha visto el plumero”, le comentó al oído, lo que, pronunciado en aquel preciso momento, le intrigó.

Peronicia, dejó su copa en el suelo y se dispuso a hablar. No había sido presentada a todos los asistentes por Covelanta, por lo que se creyó en la necesidad de hacer una pequeña introducción de sí misma.

-Yo no tengo hijos -explicó-. Ni pienso tenerlos. Tengo voto de castidad. Soy monja tremolina. Lo cual…no quiere decir que no entienda lo que es la sexualidad. Pero, sobre todo, me parece que puedo expresar lo que, para mí, es el amor. No es lo que se comparte, sino que está en lo que se da. Hay un amor grande, que es el amor a Dios, y otro más pequeño, que se tiene a uno mismo. La religión nos dice que hay que amar a los demás como a uno mismo, porque hay que darles tanto como nos damos a nosotros. El amor es sacrificio, y en el mismo sacrificio encontrará el que lo da, su mejor recompensa. En este mundo, pero, sobre todo, allí donde está puesta nuestra esperanza, en el otro, en el Paraíso. Un amor sin sacrificio no es amor, sino interés. En el Paraíso solo habrá Amor, y ya no será necesario el sacrificio, porque en ese Amor estará la recompensa eterna.

Posiblemente fue Urgiondo el que convirtió en especialmente espeso, casi impenetrable, el silencio que siguió a estas palabras. Por fortuna, fue Welory la que encontró la forma de seguir adelante, con una curiosidad:

-¿Monjas tremolinas? Nunca había oído hablar de esa orden.

(continuará)

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: amor, banquete, castidad, cuento, cuento de primavera, discusión, merienda, monja, Platón, sexo

Cuento de primavera: La merienda

25 mayo, 2014 By amarias 1 comentario

Creían conocerse, porque eran amigos y se reunían de vez en cuando. Tenían mucho en común: un alto nivel de vida, salud aceptable, un interés razonable por lo que les afectaba o podía afectar y un conocimiento somero de lo que creían que no les afectaría jamás.

Con ocasión del cumpleaños de uno de ellos, Balisondio, éste les había invitado a su casa, un chalet en la zona residencial de Caraleja. Al llegar, un camarero les ofrecía bebidas de la bandeja que sostenía, y la pareja anfitriona los saludaba con  las habituales palabras de bienvenida.

Lloviznaba. Hacía un poco de frío.

Cuando llegaron Sacarindo y su nueva amante, la esposa de Balisondio, Maicosenda, no pudo ocultar una mueca de disgusto. Había invitado también a Covelanta, la primera mujer de Sacarindo, con la que le unía un especial cariño, pues se había imaginado la posibilidad de una reconciliación.

Aunque Sacarindo le había advertido de que vendría acompañado, había malinterpretado que lo sería de un hombre. Por eso le había pedido a Covelanta que trajera, por su parte, a otra mujer.

-¿Dónde habéis dejado el coche? -preguntó Maicosenda, por decir algo, recogiendo la gabardina de Sacarindo, con el vestigio húmedo de haber cubierto con ella a su acompañante, protegiéndola de la llovizna, en el trayecto hasta la casa.

-Hemos venido en taxi, para no tener problemas a la vuelta, ya sabes -contestó el interpelado, al que le habían retirado el carnet en una ocasión anterior por superar la tasa de alcohol admisible.

Sacarindo entregó el regalo que traía, una colección de litografías eróticas de un pintor de moda, envueltas en un papel de estraza, y presentó a su acompañante. Los anfitriones la observaron con intensidad. Podría ser su hija por la edad, y, acentuado el sonrosado de sus mejillas por la carrera que había hecho para escapar de la lluvia, les pareció al mismo tiempo hermosa, sensual y coqueta.

El cumpleañero agradeció el presente y, después de un rápido pasar por las láminas, con mirada descuidada (“Cosas de Sacarindo” pareció pensar) lo dejó sobre la mesa donde se encontraban los otros regalos: el último libro de Whalton West sobre la Dependencia global, un abrelatas que era también conector de wifi, y varias botellas de Tempranillo.

-No os importará que haya venido con Susiela, ¿verdad? Es estudiante de sicología y, como veréis, muy guapa.

-He leído casi todo lo que has escrito -dijo la estudiante, quizá algo nerviosa, dirigiéndose a Balisondio-. Me parecen muy atractivas tus ideas sobre el instinto gregario, y todo eso. Solo que…no estoy de acuerdo.

-Nena, no hemos venido de invitados a esta cena a hablar de temas serios. Deja la cuestión para otro momento -intentó cortar Sacarindo, jovial y algo incisivo, como siempre.

-Al contrario, al contrario. Me parece bien tener temas de controversia -dijo Balisondio-. Pero te corrijo, Sacarindo. Esto no va a ser una cena, sino una merienda. Maicosenda prefirió encargar un catering, y así tendremos más tiempo para hablar entre nosotros, moviéndonos libremente.

Sacarindo dirigió entonces una mirada al salón y advirtió que solo estaban en él seis personas.

-¡Qué alivio! ¡Pensé que llegábamos los últimos, pero veo que somos de los primeros!

-No. Ya estamos todos. Solo seremos diez, esta vez -le aclaró Maicosenda, indicándoles que tomasen asiento.

Había, en efecto, otros tantos sillones como invitados, dispuestos en círculo. Susiela se sentó al lado de Covelanta, en el lugar que estaba libre, entre ésta y Carminolina, la esposa de Urgiondo, que era médico estomatólogo.

Carminolina, más o menos de la edad de su marido, tenía cuarenta y cinco años, era catedrática de química física en la Universidad Universal y era menuda, no muy agraciada. Sospechaba que su marido se entendía, al margen de lo profesional, con una de las enfermeras de la clínica dental donde atendía lunes y jueves, lo que era, desde luego, cierto.

Balisondo, colocándose en el centro del espacio que ocupaban sus amigos, reclamó atención.

-Os agradezco vuestros regalos, pero deberías haberme hecho caso, cuando os adelanté, al invitaros a este encuentro, que el regalo que necesitaba ya lo tenía preparado, y me lo ibais a entregar en el transcurso de la merienda -afirmó, en tono bastante grandilocuente.

-Porque lo que desearía que, en esta reunión, en lugar de hacer como acostumbramos, tomar unas copas y hablar de cuestiones bastante intrascendentes, conversáramos sobre un tema concreto. -Respiró, dando énfasis a sus palabras-. Quisiera que habláramos, mejor dicho que discutiéramos, sobre el amor. Sobre lo que cada uno entiende que es el amor.

-Qué interesante -dijo Susiela-. Como en El Banquete de Sócrates.

-El Banquete lo escribió Platón -corrigió Covelanta, que era profesora de Filosofía Básica en el Bachillerato-. Aunque si te refieres a quién era el anfitrión, según el relato, era Agatón.

Balisondo se sentó en el único sillón que aún estaba vacío.

-Ya podéis empezar -solicitó.

-¿Cómo empezar? ¿No hay preguntas para responder? ¿No nos das un guión previo? -se interesó Carminolina, que aparecía preocupada por la propuesta.

-Yo puedo ayudar, ya que el tema me interesa. -habló Sacarindo, cuya mirada se cruzó, por unos instantes, con la de quien había sido su esposa- Por qué no tratamos de responder a esta cuestión. Enfoquémoslo desde la perspectiva de la utilidad. ¿En qué me beneficia estar enamorado de otra persona?

Todos parecieron meditar la respuesta. Todos, menos Covelanta, que se levantó, y mientras se dirigía a la amplia mesa, situada en un lateral del salón, en donde se habían dispuesto las vituallas, afirmó, sin que le importara encontrarse de espaldas a los demás.

-¿Y por qué no respondemos a la pregunta contrarecíproca? Si no estamos enamorados, ¿qué nos perdemos?

Susiela abrió su boquita de fresa para decir algo, aún sin tener seguro qué podría ser. Se había convencido, instintivamente, de que la merienda iba a resultar de lo más interesante y, llevada por su ingenuo temperamento, pensó que era una oportunidad estupenda de demostrar a los amigos de Sacarindo que no se había equivocado eligiéndola a ella como amante.

(continuará)

 

 

 

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias, Sin categoría Etiquetado como: amor, cariño, cuento, cuento de primavera, el banquete, la merienda, pareja, Platón, Sócrates

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