Deberíamos estar ya acostumbrados, o, por lo menos, resignados, a que, en esta tierra de improvisaciones, hayan proliferado los protocolos. Tengo claro que la mayor parte de los protocolos cumplen una función importante, que es la de servir de excusa, alibi exculpatorio o algo parecido, del responsable o responsables de cualquier actividad o procedimiento, cuando las cosas salen mal.
“Hemos seguido el protocolo” es, por tanto, la declaración inmediata de intenciones cuando se interpela, en la búsqueda de culpables, a los que estaban a cargo de los mandos, ya sea el presidente de la compañía más importante del mundo o el que cierra el portón de la zona de carga y descarga de una panadería con una manivela.
Por supuesto, existen muchos tipos de protocolos. Dejando aparte los que informan, por ejemplo, a los anfitriones, de la manera correcta de posicionar a sus invitados en torno a la mesa en donde se servirán las viandas, o del ángulo exacto con el que se debe agachar la cerviz ante un principal, o del orden en el que deben desfilar los cañones y las espingardas en una parada militar, que designaré como Protocolos de etiqueta, los Protocolos de gaveta se dividen en tres tipos:
a) protocolos propiamente dichos, que indican, con gran exhaustividad, la forma de actuar para el caso de que se produzca un suceso improbable.
b) protocolos contra natura, que expresan las instrucciones que debe seguir un empleado ante un caso de sencilla resolución o de incuestionable realización, y que estarán redactados faltando a la lógica elemental, para conducirse por los terrenos de lo estrambótico.
c) protocolos inexistentes, a los que se recurre como argumento de autoridad, para negar la pretensión, cuando el inferior reclama a un superior una actuación, prebenda o recompensa, a la que cree tener derecho. En estos casos se suele decir “El sistema no lo permite”, sin que sea imprescindible aludir al protocolo.
El primer grupo de los citados es, no solo extenso, sino intenso. Detectado un suceso improbable, un equipo de expertos en destripar la realidad ignota, generará cientos de páginas con instrucciones, que casi nadie se tomará la molestia de leer ni consultar (y, en particular, quienes podrían tener la oportunidad de usarlas si llegase el momento). Medidas de evacuación en caso de accidente de inmensurable gravedad, normas de seguridad para acotar los efectos de un desastre natural apocalíptico, procedimientos para detención manual de un complejo mecanismo automático que se encuentre fuera de control, ocuparán preciosos lugares en las estanterías convenientes, acumulando polvo y sucesivas actualizaciones y revisiones, hasta que un mal día, la mala suerte vendrá a demostrar que el suceso improbable era también impredecible, al menos, en su evolución exacta.
El segundo grupo revela la voluntad perversa de ciertas personas de actuar sobre la lógica, imponiendo sus elucubraciones a quienes están obligados a cumplir sus órdenes, o poniendo énfasis innecesario en lo que pertenece, por esencia, a la ética universal. Hay protocolos detallando qué debe hacerse con una billetera encontrada en un establecimiento público, independientemente de que contenga lo datos que permitirían localizar a su legítimo propietario. Hay protocolos exhaustivos para ordenar los análisis y pruebas a los que un “sufrido paciente” (por eso) debe ser sometido antes de emitir un diagnóstico, que la experiencia clínica resolvería con un vistazo a los síntomas.
No faltan protocolos, normas y declaraciones, por los que se anuncia la firme voluntad de perseguir implacables cualquier actuación contraria a la ética de sus directivos y empleados, a la que se vieran obligados a acudir para adornar con unto monetario las adjudicaciones de obra o servicio, en aquellas empresas y corporaciones que manejan sus cajas b con la soltura de quien se ata el cordón de los zapatos, y que se puede perfectamente imaginar destinados a generar nubes de humo en las que ocultar la jeta de los máximos responsables, auténticos receptores del beneficio del acto de soborno, que, a su vez, se regirá por protocolos consentidos por todos los que estén en la trama, sin la menor necesidad de plasmarlos por escrito.
Pero es el tercer grupo el que me encandila, no tanto por su desfachatez, sino porque, como el de la variante que acabo de exponer, tampoco necesita el menor soporte físico, puede ser aplicado a todas las situaciones y utilizado por cualquiera, al margen de su condición, género o especie, con tal de que tenga reconocida la mínima autoridad sobre un tema. Esa autoridad queda automáticamente conferida por llevar el sujeto un uniforme, una gorra, o estar parapetado detrás de cualquier mesa, mostrador, púlpito o cimborrio.
La referencia a ese protocolo intangible, etéreo, no nato, se ha convertido en una costumbre social. Lo esgrimirá el conserje de una institución, la secretaria de una oficina, ante el ciudadano o empleado que manifiesta ser recibido por el máximo responsable de un departamento; será el argumento de quien niegue la plaza de un colegio público o privado al hijo de una pareja con menores influencias; no faltará en la boca del que explique porqué no se ha tenido en cuenta una petición razonada y razonable a un educado pretendiente a que no se mancille su derecho.
Por supuesto, los protocolos, escritos o intangibles, presuntos o ciertos, están también para ser incumplidos, saltarse. La facultad de saltarse un protocolo de los dos últimos tipos es, justamente, donde reside la autoridad de quien lo administra sobre el pobre diablo que es obligado a aparecer como instrumento para que otros sean la excepción, habiendo él servido para robustecer la regla.