Eran tres hermanos, hijos de un esforzado romanista, a los que un colega amigo con tendencia chusca había rebautizado como Grosso Modo, Motu Proprio y Exceptio Veritatis. Y con tales apodos eran conocidos tanto en familia como en círculos íntimos, por lo que mantendremos aquí esa peculiar manera de nombrar a quienes sus devenires vitales acabaría separando.
Porque si bien la intención paterna había sido que formasen una piña o, cuanto menos, una piñata, a medida que fueron creciendo sus caminos divergieron, y lo hicieron de tal modo que solo coincidían, y ocasionalmente, en ponerse a caldo.
El primogénito, Grosso Modo, aunque en principio abrazó la profesión paterna, se empeñó en encontrar sentido a las relaciones sistémicas entre el Derecho y la Ética, dedicando gran parte de su vida al estudio de las formas de administrar justicia por espartanos y etruscos, actividad que, de forma inesperada, abandonó para ingresar en un convento cluniacense.
Motu Proprio, considerado por su padre el más inteligente de los vástagos, se encaminó con paso firme hacia la ingeniería, estudios que culminó algo trastabillado; entre otras obras menores, fue autor del puente colgante sobre el río (antes, truchero; hoy, cloaca infecta) de Cañices-Esvila, destruido en una crecida primaveral de las que solo ocurren de tarde en tarde. En la actualidad, escribe poesía lírica, que aún no ha publicado.
Para los baremos de sagacidad paterna, Exceptio Veritatis era un puro desastre. Pero el menosprecio parental agudizó las artes de supervivencia de aquel vástago marginado. Pronto, Exceptio descubrió el atractivo del comercio. Desde niño, compraba y vendía cualquier cosa, basándose en una regla intuitiva, pero infalible, de la que nunca se apartó.
-¿Cómo te las arreglas? -se interesó Motu Propio, al ver que la exigua paga semanal que a él no le daba para pipas, a su hermano le proporcionaba ventajas incógnitas, con las que engatusaba a mozas de los colegios para féminas del poblachón.
-Hago dobladas -explicaba Exceptio-. Cuando se que alguien necesita algo, lo busco lejos, se lo compro a un ingenuo por uno y se lo vendo al menesteroso por, al menos, dos. Así me garantizo ganar siempre el dos por ciento.
Motu Proprio se lo contó, escandalizado por la ignorancia matemática de su hermano pequeño, a Grosso Modo, quien confesó que no tenía la cabeza apta para complicados cálculos, pues era hombre de letras.
-No me interesan los números, Motu. Me molan los etruscos.
Así fue, por estas y otras razones, como el menor de Los Latinajos -apodo global con el que eran conocidos con sorna en el Colegio de Santa Castora, en donde Exceptio ganduleaba- iba forjando su carácter. No hubiera pasado del nivel de mercachifle de tres al cuarto, sino fuera porque, viendo que no podía atarlo corto, su padre decidió darle largas, enviándolo a estudiar un Master de Técnicas para Embaucar con los Mercados que se impartía en la Universidad de Teloconto.
Pudo así Exceptio entablar relaciones duraderas con otros badulaques, enviados también por sus padres a conseguir títulos de lustre emitidos en idiomas extranjeros. De resultas también de aquella estancia, sin abandonar el uso del mote con el que era conocido y que todos creían su nombre verdadero, lo redujo a E. Veritatis, dándole apariencia respetable. Seguía con su afición mercantil: desde vender preservativos con sabores a alquilar películas porno (que se proyectaban, en sesiones de cine-fórum, en las paredes de su cuarto en la residencia estudiantil), todo eran causas de ganancias.
Por aquella época, Exceptio anotó en una libreta, quién sabe si como apunte o conclusión de una clase, o como pura reflexión personal, esta frase:
-El cliente siempre tiene razón, aunque la que tenga sea poca, y la poca que tenga no le sirva ni para limpiarse el culo.
Pasados los años oscuros de todo currículum, E. Veritatis emergió como vicepresidente de una de las grandes empresas de Valgamediós, propiedad de su suegro, un multimillonario mexicano que había hecho las Europas vendiendo carcasas vacías de ordenadores de mesa reconvertidas en jaulas trasportín para gatos. Se había casado con Merindonga de la Fealdad Extremada, hija única, a la que cargó de hijos, cumpliendo, sin otra necesidad que ocasionales estímulos, el empeño de su padre político de contribuir en lo posible a dar cumplimiento al designio bíblico de saturar la Tierra con la raza blanca.
Los éxitos de Exceptio alimentaron el crecimiento desmesurado del concepto que tenía de sí mismo. No estaba solo en este desvío de la razonable valoración de las capacidades. Frecuentaba grupos de gentes que se creían destinadas a salvar el mundo, por mandato extraterrestre, y se contagió de tal malicia. Participaban en fiestas, ceremonias cenáculos y francachelas, en donde se comprometían a apoyarse en sus negocios, poniendo por delante, como axioma, que quienes participaban en tales aquelarres eran poseedores de la verdad, cualquiera que esta fuera .
Triunfaban a montones. Había entre ellos, Ministros de Nosequé, Presidentes de las Empresas Nacionales y Privadas de Fabricación de Humos, Magistrados de Audiencias y Vivencias, Tenientes Generales y Particulares, dueños de Prostíbulos y Lugares de Ocio. Cuando tocaba nombrar a alguien para un puesto, siempre se le convencía con las palabras justas:
-Tienes una gran ventaja. Al no tener ni la más remota idea de lo que hay que hacer, no tendrás interferencias de conciencia.
La trayectoria de Exceptio Veritatis quedó vinculada con el florecer de Valgamediós, pero, desgraciadamente, también con una crisis galopante. Porque, ignorando cuando una empresa era irrentable, la manipulación de los mercados desencadenó locas carreras de huída hacia adelante. Cierto que a los que montaban los espectáculos les fue provechoso, pues, al enmascarar los verdaderos resultados, siguieron aumentando su peculio. En los Consejos de Administración se utilizaba con profusión un argumento que parecía irrefutable:
-Aumentémonos el sueldo siguiendo la doblada: subamos el dos por ciento a todos los miembros del Consejo.
Todo estaba bien, hasta que a alguien, como pasó en el cuento aquel en donde el rey que iba desnudo, le dio por levantar el velo, mirando todos debajo de las faldas que servían para ocultar los pelos y señales. Y, tirando de aquellos hilos y avanzando por estas señales, fueron cayendo buena parte de los sombrajos. Fue motivo de generalizada algarabía: penetrando por los resquicios abiertos, las gentes que estaban fuera, destruyeron con ahinco cuanto encontraban, teniéndolo por obra del maligno. Quemaron, rompieron, machacaron, con fruición, creyendo que así se liberaban de cadenas.
Cuando uno de los que pertenecían a los piquetes destructores miró, desde el montón de chatarra, en rededor, tuvo un presentimiento, que manifestó de esta manera:
-¿Dónde están los que forjaron todo este tinglado?
Entonces se dieron cuenta de que habían escapado y estaban, desde hacía ya tiempo, a buen recaudo.
-Para algo nos tenía que servir haber estudiado en otras tierras -podía haber sido lo que, de haber tenido ocasión, hubieran oído de boca de Exceptio Veritatis, solazándose en un yate de su propiedad junto a una jacarandosa señorita en algún lugar de Las Bahamas.
FIN