Al socaire

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Cuento de primavera: La comisionista y el tendero

31 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

En la misma calle en que habito, tiene su comercio abierto un tendero. El rótulo que está colocado sobre la puerta, debe corresponder a la actividad desarrollada por el propietario anterior, ya que en él se lee Peluquería. Y este tendero parece estar dispuesto a vender de todo pero no a cortar el pelo.

Desde hace varios meses, sigo con interés y curiosidad  la evolución de su negocio. Incluso se su nombre: Armadendo Contritio, porque, la semana pasada, en uno de los cajones de cartón que se amontonaban a la entrada de su negocio, leí ese nombre, la dirección correcta y la naturaleza del peculiar establecimiento. “Armadendo Contritio S.L., calle de las Delicias s/n, Especialidad en Placebos y Sustancias con Propiedades Terapéuticas Imaginarias.

En realidad, podía haber supuesto la singular naturaleza de lo que era el objeto de comercio para Armadendo. Yo mismo, recién abierto el mismo al público, debí haber sido uno de los primeros clientes. Recuerdo perfectamente la conversación.

-Buenas tardes, me alegro de que el barrio tenga por fin alguna actividad nueva. Aquí no hacían más que cerrarse negocios -fue mi introducción, mientras curioseaba por las estanterías, en las que apenas descubría mercancía, pues estaban prácticamente vacías.

-¿Qué busca? -fue la escueta y directa interpelación del tendero, sin levantar la vista de una libreta en la que estaba anotando algo.

-En realidad…-iba a decirle que había entrado solamente para saludarlo como nuevo vecino, pero, finalmente, descubrí, en la esquina de uno de los estantes, un bote en el que se podía leer: “Melaza repelente de parásitos intestinales”, lo que me llamó la atención y cambié mi propósito sobre la marcha- Quisiera una Melaza contra los parásitos del intestino.

-No se qué es eso -casi me escupió el propietario del negocio, ajeno a mis evoluciones por el local.

Creyendo que el hombre no sabía aún exactamente ni lo que tenía expuesto para la venta, tomé el bote, y lo puse sobre el mostrador.

-Me llevaré esto -le indiqué, con una sonrisa que pretendía ser de complicidad.

-Son cincuenta céntimos -me aclaró, y, mientras recogía la moneda que le tendí, envolvió la lata en papel de estraza, dándose muy poca maña. Después, ató el paquete con un cordel de esparto y metió todo en una bolsa de plástico, que me ofreció, sin pronunciar más palabras.

Debo reconocer que me sorprendió el reducido precio que me cobró por aquel artículo, aunque, como no tenía ninguna referencia personal sobre la procedencia, naturaleza y contenido de la lata, admití que era correcto y que aquel nuevo comerciante del barrio estaba decidido a ofrecer productos con muy escaso margen, con el propósito de conseguir una clientela fiel.

Cuando abrí el artículo en casa, encontré que el contenido era una especie de mermelada que, por prudencia, y aunque me olía arándanos silvestres, ya que todas las indicaciones estaban escritas en una lengua que no conocía, me abstuve de probar, y se lo ofrecí, dada la obstinación con la que me lamía los zapatos, pidiéndome su parte, a mi foxterrier, que lo devoró, encantado.

Al día siguiente, y al otro, y al otro, pasé por delante del comercio y ví, con complacencia, que el interior iba llenándose de mercancía, hasta el punto que en el transcurso de una semana, todas las estanterías me parecieron ya atiborradas de productos. El tendero estaba en todas las ocasiones, de pie, a la entrada del establecimiento, con la misma o parecida libreta, tomando notas y más notas. Ninguna de estas veces advertí que en el local hubiera cliente alguno. Incluso, en muchos momentos, estaba cerrado a cal y canto, aunque se trataba del habitual horario comercial.

El hombre tenía un aspecto descuidado, realmente desaliñado. Aparecía, muchas veces, con el rostro preocupado y su ropa estaba sin planchar, los zapatos polvorientos y la mirada perdida.

Pero, un día, en uno de mis paseos, sí descubrí al tendero hablando con una joven -me pareció una mujer agraciada, vestida con una blusa y una falda que se me antojaron sugerentes-. El comerciante parecía entonces muy animado, y la muchacha tomaba apuntes en un cuaderno que llevaba, al que, por las apariencias, trasladaba con cuidado el contenido de las notas que le iba leyendo el hombre.

-Mañana mismo llegará el pedido -comunicaba aquella mujer, cerrando con lo que me pareció una evidente fruición, su libreta.

La escena se repitió varias veces a lo largo de las siguientes semanas, en sus dos versiones. El comerciante, si el local estaba abierto, permanecía a la puerta. Estaba siempre vacío de clientela . Si mi paseo coincidía con las últimas horas de la tarde, me la encontraba invariablemente tomando notas al dictado del extraño tendero.

La tienda se iba llenando de mercancía, que ocupaba ahora, no ya las repletas estanterías, sino gran parte del suelo. Un día, incluso, encontré que algunos productos estaban expuestos -o mejor dicho, simplemente, amontonados- ocupando parte de la acera.

-Buenas tardes -saludaba siempre, al pasar, al tendero.

Nunca me contestaba. Absorto, huido de todo lo demás, concentrado en quién supiera qué meditaciones.

En la acera empezaron a acumularse ya escandalosamente, mercancías y más mercancías, hasta el punto que los viandantes tenían, si no querían sortear las pilas de estrambóticos productos -desde plantas agostadas, frutas que se estaban pudriendo, cartones de productos contra la caída del cabello o estimuladores de potencia sexual, laxantes, chupetes para infantes, colirios,…hasta vinos espumosos e, incluso, libros de autoayuda-, debían aventurarse a pasar a la calle, para seguir su paseo.

Cuando supe, por fin (o así lo imaginaba), el objeto social de aquel singular negocio, cuyo erróneo planteamiento y evidente declive hasta el fracaso absoluto, eran manifiestos, guiado por mi formación de asesor empresarial, me creí en la obligación de exponerle al huraño tendero mi opinión sobre el asunto.

-Perdone mi intromisión -le expresé-. Veo que en su local no hace más que introducir nueva mercancía, aunque no me parece que tenga el éxito esperado. ¿Le va bien? ¿Es solo mi apreciación errónea la que me hace ver que está perdiendo dinero a manos llenas, con un inmovilizado que le está lastrando su economía?

El tipo, que estaba apoyado, como casi siempre, en la pared del local, entre los bultos dispares, me miró con unos ojos inexpresivos.

-¿Y a usted, qué le importa? -me espetó.

Me quedé helado.

-Desde luego, no mucho, porque la decisión es suya. Solo que me parece, por lo que tengo observado, que en este local solo entra mercancía, pero no sale ninguna.

-Pues ya lo tiene claro. Eso es lo que pretendo -me aclaró, si tal explicación fuera convincente, como, sin duda, a él le parecía.

Convencido de que el mercachifle estaba como una cabra, cuando ayer lo descubrí hablando con la joven, en la idéntica actitud que a ambos los relacionaba -la una, con su libreta de encargos, el otro, venga a aumentar la lista de pedidos invendibles-, seguí a la mujer y, cuando me pareció que estaba suficientemente lejos de la vista del orate, la abordé, con el propósito de afear su conducta.

Estaba convencido de que aquella mujer, comisionista o intermediaria de quién sabe cuántos proveedores de las más variadas naderías, se estaba aprovechando de la debilidad mental del mal comerciante.

-Le ruego que me disculpe por entrometerme. Vengo observando que usted es la proveedora de mercancía de la tienda de Armadendo. ¿No se da cuenta de que no consigue vender nada de lo que le compra a usted? ¡El pobre hombre no hace más que acumular cosas en su local, sin éxito alguno!

La joven, que se había detenido en su marcha, m observó con sus hermosos ojos azules, con una mirada angelical.

-¿Piensa que no me doy cuenta? -me replicó, asomando en su rostro una mueca de tristeza-. Lo se, pero no tengo otro remedio que actuar así.

-¿Qué me dice? ¿No tiene más remedio que expoliar a un débil mental, a un pobre loco? -le increpé, sin entender.

-Armadendo es un hijo único de una familia extraordinariamente rica. Su padre, un hombre de negocios con mucho éxito, ha fallecido hace meses y, dejó varias empresas en funcionamiento y este local. Está profundamente enamorado de mí y, para ayudarme, me compra todo tipo de cosas, garantizando así que, cada día, pueda obtener suficiente dinero para lo que necesito. -aclaró la joven.

-¿Es ese motivo para estafarle? ¡Lo que necesita ese hombre es ayuda médica y no de alguien que se aproveche del amor que, sin ninguna correspondencia, pueda sentir hacia alguien que se comporta con él tan injusta y dolosamente! -casi grité, llevado de un impulso de reproche que no pude contener.

-Armadendo no está loco, sino que es una bellísima persona. Ha de saber que él es mi esposo. Tenemos un hijo enfermo de una extraña dolencia para cuyos cuidados se precisa mucho dinero. Su padre nunca aprobó nuestra unión. No así, por fortuna, su madre, usufructuaria del local, que nos ama y está totalmente volcada hacia ese único nieto.

La joven, prosiguió:

-El problema es que mi suegro impuso en su testamento una cláusula perversa, y es que no podemos enajenar las empresas que posee. Por eso, cada día, simulamos vender las mercancías suficientes, procedentes de la producción de su emporio industrial, para garantizar que nuestro hijo tenga la ayuda médica que necesita. Ese es el cálculo que hacemos diariamente, y que, al parecer, a usted le intriga. No nos interesa venderla, sino lo que yo obtengo como comisionista. -la mujer hizo intención de mostrarme la libreta, pero renunció, dejando caer su pregunta- ¿Lo entiende ahora? ¿Sabe por qué hacemos lo que hacemos?

Mientras asimilaba la información, solo se me ocurrió decirle, desde lo profundo de mi corazón, en el que afloraba un aire intenso de simpatía hacia ella y de arrepentimiento por mi falsa elucubración.

-Creo que lo que ustedes necesitan es un buen abogado.

Y, pidiendo disculpas, despidiéndome de ella con un apretón de manos, crucé la calle, aprovechando que el semáforo tenía la luz verde.

FIN

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Cuento de primavera: El examen

30 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Dicen los que han estudiado el tema, que al final de los tiempos, el Supremo Controlador de las criaturas, reunirá a todos los que han sido profesores, jueces, seleccionadores de las más variadas actividades y materias, y les someterá a un examen.

Será un examen en el que no se permitirá consultar ni libros, ni apuntes, ni iPod, ni los bancos de datos, ni ninguna otra información disponible en ningún medio conocido o por conocer.

Dicen los entendidos, que el examen consistirá en dos únicas preguntas, que no les serán planteadas conjuntamente, sino en sucesión. El enunciado de la primera, será ésta:

“Explica, de la forma lo más concisa posible, por qué has aprobado, premiado o seleccionado, utilizando tu poder de decisión, a quién, según los mismos baremos que has aplicado en otros casos, no lo merecía”.

El Supremo Controlador ofrecerá un tiempo limitado, porque aunque se tenga por delante toda la eternidad, no es cuestión de dejar que los examinandos se pierdan en elucubraciones.

Habrá de ver a muchos jueces tratando de detallar por qué han adoptado resoluciones manifiestamente injustas, teniendo en cuenta la presión de los poderes económicos o políticos, los intereses personales, familiares o grupales, una alegada escasez de tiempo o medios para analizar en profundidad las cuestiones debatidas, que les llevó a fiarse de la pretendida autoridad de los bufetes que defendían una determinada postura, su intuición que les había hecho prever que un justiciable era inocente o más inocente que otros, etc.

Allí estarán  no pocos profesores explicando la vulnerabilidad a ciertas recomendaciones, a la previsión de hacer méritos ante quienes después, por otras razones, podrían beneficiarlos a ellos, a compensaciones por trabajos extraacadémicos que les proporcionaría alguna ventaja económica, a oscuras relaciones personales o favores sexuales, etc.

No faltarán los argumentos de tantísimos seleccionadores de personal, miembros de jurados de certámenes, concursos y procesos de calificación, defendiendo que, con su actuación, se trataba de dar el sello de su aprobación a un candidato ya escogido por quienes les habían elegido a ellos por su facilidad para hacer la vista gorda y refrendar una decisión predeterminada, o reconociendo que habían sucumbido ante la presión de ciertos estamentos, empresariales o sindicales, o que habían premiado a una obra literaria, artística o científica, sencillamente, porque se habían dejado guiar por corporativismos, amistades inquebrantables, pertenencia a grupos, mafias o agrupaciones, etc.

Cuando se hubieran recogido por los ángeles custodios las respuestas, el Supremo Controlador, expondría la segunda pregunta:

“Explica, ahora, por qué no has elegido a quien, mereciéndolo, has desestimado para un puesto, o has condenado sin razón suficiente, has suspendido teniendo los mismos méritos o con igual o incluso mejor, expediente o examen o, en su caso, has rechazado para una candidatura”.

Los examinandos habrán llenado, con mayor o menor diligencia, las hojas de examen que, por la naturaleza de que estamos hablando, estarían obligatoriamente redactadas en papel celeste.

Recogidas todas las explicaciones, dicen los exégetas que el Supremo Hacedor, dirá, a quienes hayan ofrecido sus explicaciones, con voz tonante:

“Pocos habéis aprobado, y no necesito leer vuestras respuestas, desde mi infinita sabiduría. A los demás, pobres desgraciados, os digo con toda determinación que no habéis hecho caso del preciso mandato que os he dado a todos: No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. No habéis sabido interpretarlo desde la posición de vuestro poder, porque lo habéis despilfarrado, actuando de manera arbitraria. Debíais de haber sido objetivos, porque para ello aceptasteis juzgar, que supone situarse en mi posición y habéis sido mezquinos. Por ello, seréis castigados.”

Parece ser, si las revelaciones son ciertas, que durante toda la eternidad, estos jueces, profesores, seleccionadores, conjurados y sabihondos estarán presentándose, una y otra vez, a tribunales, oposiciones, juicios, certámenes, concursos, en los que serán, reiteradamente rechazados, suspendidos, despreciados.

Hasta que encuentren la solución a su laberinto.

Que no es otra, dicen los eruditos, que descubrir la humildad que debe presidir toda decisión de juicio, la sensibilidad que ha de ser inherente a toda selección, la capacidad que se ha de desplegar en todo análisis, y la objetividad de la que no es posible desprenderse, cuando se está ejerciendo autoridad sobre otros, que no dimana del que posee el poder, sino de la delegación que hacen todos los demás en él para que administre ese poder con inquebrantable coherencia y justicia.

Que esa es la servidumbre de quien es designado para juzgar a otros, que es privilegio de los dioses.

FIN

 

 

 

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Cuento de primavera: Olor a quemado

29 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Como en las historias de fingido misterio, un relámpago iluminó con mayor intensidad la sala. Muy pocos segundos después, llegó el sonido de un trueno largo, como si la tensión eléctrica rebotara de nube en nube.

Los invitados a la merienda, aturdidos por las informaciones que habían recibido aquella tarde, se habían quedado quietos, imaginando tal vez que todo correspondía a una escenificación a la que, quienes mejor conocían a Balisondio, no lo suponían ajeno.

Hasta el camarero, que quizá no había calibrado el alcance de su espontánea intervención en el debate, se mantuvo sin moverse. Aunque el olor provenía de la cocina, y debería haberse sentido, por tanto, culpable del descuido, permanecía hierático. Sacarindo, que lo estaba mirando fijamente, creyó verlo parpadear; era el único vestigio que demostraba que no se había convertido en una estatua.

Maicosenda llegó a la cocina, al tiempo que un grito desgarrado y una exclamación no reproducible, procedentes de allí, atravesaron, como una flecha, en sucesión, atravesó la sala.

No eran las croquetas las que se quemaban. El olor no provenía de una sartén y el causante del incidente no era el camarero.

Encontró a su padre, ex magistrado de la Audiencia Nacional, jubilado hacía varios años, y que actualmente vivía con ellos, doliéndose de las quemaduras en el rostro, que se acababa de producir.

-P…pero papá, ¿qué estás haciendo?

El anciano soltó la tartera que tenía en la mano, y la dejó caer al suelo. El contenido se desparramó, en gran parte, sobre las baldosas. Maicosenda, ante todo, cerró la llave de gas, abierta al máximo, extinguiendo la llama.

-Me quemé -fue la explicación del abuelo.

-¿Cómo se te ocurrió ponerla al fuego? ¿Qué te estabas preparando? ¿Por qué? -fueron las preguntas que se le ocurrió formular, atropelladamente, a Maicosenda. Todos los invitados a la merienda, y el camarero, movilizados por fin, se habían acercado también, y se agolpaban ahora a la puerta de la cocina.  Escucharon, por tanto, la sucinta explicación de lo que había pasado.

-Tengo hambre. Quiero lentejas -dijo el ex magistrado; tenía el rostro salpicado de puntos rojos, producidos, al parecer, por las legumbres, que habían salido disparadas de la olla cuando había tratado de abrirla, forzándola.

-¡Si ya habías cenado! ¿Por qué tuviste que levantarte de la cama?-le increpaba Maicosenda, tomándolo del brazo y acercándolo al fregadero, para echarle agua fría en la cara.

Balisondio se acercó al anciano, y, con la pomada que acababa de extraer de un cajón, trataba también de ofrecer solución al rostro maltratado. Su suegro no parecía dolerse, distraído en otros mundos.

-Estoy bien -argumentaba, añadiendo, de forma sorprendente, anclado en su pasado-. Sobreseimiento sin costas y archivo.

-Tendremos que llevarlo al ambulatorio -expuso el anfitrión, antes de dirigirse a Urgiondo, pidiendo su aprobación, como médico-. ¿No te parece?

-¡A quién se le ocurre ponerse a cocer unas lentejas en la olla a presión! -recriminó Maicosenda- ¡Sin agua!

Recogió la olla del suelo, en cuyo fondo se había formado una costra con las legumbres, que despedía un desagradable olor a quemado.

– ¿Por qué no le pidió algo al camarero?. Hay mucha comida que sobra de la merienda -se interesó, sin poder contenerse, Peronicia-. No se cómo hemos podido dejarlo solo. Se le ve desvalido.

Welory tomó, por su parte, al anciano de una mano, con delicadeza, y, recogiendo el tubo de pomada que Balisondio sostenía, se la aplicó con sumo cuidado en el rostro afectado.   El anfitrión advirtió entonces que la mano derecha de la mujer tenía una uña pintada con laca de distinto color.

-Estas quemaduras no tienen buen aspecto -diagnosticó la samaritana, alarmada también por la mirada vacía del que tenía delante.

El ex magistrado ofrecía síntomas de padecer un Alzheimer avanzado. El camarero, adivinando que algunos de los presentes le creían culpable, se justificó, con una exagerada voz aflautada.

-No sabía que alguien estaba utilizando la cocina. Yo estoy usando el hornillo portátil que tengo instalado en la antesala. Lo tengo apagado ahora, porque esperaba la indicación de la señora, para servir la tempura de verduritas, los soldaditos de Pavía y las croquetitas de ibérico.

Carminolina y Covelanta se rozaron inadvertidamente. Ambas se habían puesto a recoger las lentejas, dispersas por el suelo, como si fueran fresas silvestres.

-Hablábamos del amor y nos olvidábamos de responder al contrarecíproco -murmuró, como para sus adentros, Covelanta.

Juripando no pudo contener la risa. Fue un acto espontáneo, irreprimible, estúpido.

-¡Este sí que es el regalo de cumpleaños más extraordinario que podías esperar, Balisondo!

Urgiondo y Maicosenda, con el anciano ex magistrado conducido entre ellos, como si se tratara de un delincuente detenido, se encaminaron hacia la puerta, con la intención de acercarle a un dispensario, en donde recibiera la asistencia sanitaria que el caso reclamaba.

-Yo conduzco, que he bebido menos -decía, con tono algo gangoso, el estomatólogo.

Fuera, llovía a cántaros. Apenas acababan de salir cuando el camarero, recobrando el tono profesional que le correspondía, preguntó, sin dirigirse a nadie en concreto.

-¿Qué hago ahora? ¿Sirvo las croquetitas?

Balisondio le echó una mirada de fuego.

-Ya vamos bien servidos. La fiesta se acabó. Aplazaremos la celebración para otro día. Aún tenemos bastante de qué hablar.

Y se echó sobre un sillón, seguramente rumiando algunas ideas que se le antojaban pertinentes. Carminolina se le acercó, recogiendo unos papeles que se le habían caído al sentarse de un bolsillo, y que parecían unos apuntes; tal vez un guión. Le tocó en la cara, con una mano fría, sugerente.

-¿Puedo ofrecerte algo?

Balisondio no contestó. Entonces sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. Era su hija adolescente:

-Papá, soy yo. Me quedo a estudiar en casa de una amiga. Dormiré aquí. No os preocupéis, que ya he cenado.

Le pareció oír risas de fondo. Estaba seguro de que la niña mentía.

-Ya es hora de irnos; aquí no hacemos nada. -Sacarindo dio un apretón de manos a Balisondio, apremió a Susiela para que le siguiera, y cogió de la percha su gabardina.

-Que cumplas muchos más, campeón.

A su marcha, siguieron las de los demás, en pocos minutos. El camarero había recogido, entre tanto, las bandejas de canapés y las botellas de la mesa auxiliar y se entretenía limpiando de restos la cocina.

Carminolina  se sentó enfrente de Balisondio, mirándolo directamente a los ojos. Su expresión arrobada le pareció fuera de lugar.

FIN

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Cuento de primavera: Las tremolinas

27 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

-Yo he oído hablar de ellas -dijo Juripando- es una cofradía formada exclusivamente por mujeres. Su modelo, según tengo entendido, es Catalina Erauso, la monja alférez, que, por cierto, era hermafrodita.

Peronicia protestó con energía que pareció desproporcionada.

-No, no. Te estás confundiendo con otra agrupación, supongo. Nosotras defendemos la necesidad de insuflar un aire fresco a esta sociedad que ha perdido sus valores. Tremolina significa eso, viento que purifica.

Susiela no pudo contenerse, y, llevada más por la curiosidad que por el afán de enzarzarse en una polémica, comentó:

-¿Cómo podéis pretender cambiar nada de esta sociedad desde la ignorancia? ¿Qué pueden, mujeres vírgenes, aportar al cambio de costumbres, desde una posición trasnochada y retrógrada?. El mundo avanza sin parar. No hay vuelta atrás, y caminamos hacia la libertad total, rompiendo las cadenas.

Ante esa impetuosa reacción, la explicación de Peronicia sonó a cristales que se rompen.

-Tengo voto de castidad, es cierto. Pero no soy virgen. En verdad, y espero no escandalizar a nadie, he trabajado en un burdel. Incluso, aunque no voy a dar nombres, he tenido como clientes a alguno de vosotros.

Urgiondo enrojeció. Su azoramiento le impidió ver que no era el único que se había sentido incomodado por aquella revelación. Balisondo que, sin duda, contaba con más claves de las que había expuesto hasta entonces, pretendió hacer un resumen de lo que llevaban expuesto.

-Vaya, vaya. Nuestra posición respecto al amor, al retirarse algunos velos de nuestra modestia, están dejando al descubierto ciertas contradicciones. Tenemos aquí presentes, el amor maduro, construido en la complicidad recíproca, que representan Jurispando y Welory. Está también el impulso pasional, juvenil a pesar de la diferencia de edad, que veo encarnados en Sacarindo y Susiela. Urgiondo y Carminolina -y espero que no os sintáis ofendidos- me parecéis, por lo que conozco del estado de vuestra relación, prisioneros de un vínculo roto. Peronicia acaba de exhibir una experiencia previa que le conduce, y ella sabrá por qué, hacia el misticismo. Nos falta…

Carminolina le interrumpió.

-No entiendo por qué tienes que encasillarnos. A nosotros, especialmente. ¿Qué representáis, por cierto, Maicosenda y tú? ¿Os consideráis por encima de todos nosotros? ¿Vais de dioses, o qué?

Si la pregunta iba dirigida a Balisondio, Maicosenda recogió el testigo, encontrando, quizá, las frases más largas y contundentes que había pronunciado en mucho tiempo.

-No te enfades, Carminolina. Estamos entre amigos, y tenemos una edad…casi todos -puntualizó- en que los secretos duelen más si no se comparten. ¿Sabes cómo me llama Balisondio cuando hacemos eso que se llama el amor?…

Todos la miraron.

-Me llama Carminolina…

Las miradas se concentraron, alternativamente, en las dos mujeres. Urgiondo, situado en medio de ellas, se levantó a recoger algo de la mesa. Pero no tenía hambre, y confuso, tropezó ligeramente con el camarero que, como una estatua de yeso, participaba, con su silencio, en el debate.

-Bueno, pues ya estamos todos al descubierto -sentenció, sin expresar emoción, Balisondio-. Nos falta solamente quién pueda representar el amor homosexual, para estar completos. Aunque, en mi observación de la naturaleza humana, soy de la opinión de que todos tenemos un componente homosexual, más o menos reprimido…

El camarero abrió la boca por primera vez, para decir algo que no tenía que ver ni con las bebidas ni con los canapés.

-No falta, si es que me admiten a la conversación. Yo soy homosexual, como tal vez hayan advertido algunos de ustedes.

Desde la cocina llegó un olor a quemado.

-¡Se están quemando las croquetas! -gritó Maicosenda, que se precipitó, abandonando su silla, hacia el lugar de donde provenía el tufo a aceite hirviendo.

(continuará?)

 

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Cuento de primavera: Algo de picante

26 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

-Me gustaría romper el hielo. Como creo que soy la más joven, admito que tengo menos experiencia -comenzó la hermosa Susiela, enrojeciendo a medida que advertía la intensidad de las miradas puestas sobre ella-. Estoy segura de que cada uno de nosotros tendrá una idea del amor diferente. Deberíamos ponernos de acuerdo previamente sobre qué es el amor. Yo…creo que es… algo muy bonito.

La joven se dio cuenta de que había dilapidado la atención con su final edulcorado. Notó las mejillas ardientes y se calló, bebiendo el último contenido de su copa de espumoso.

-Podemos ir caminando de pregunta en pregunta, o de definición en definición, hasta la ignorancia absoluta -intervino, terca, Covelanta, con su voz templada de soprano-.  A veces es preferible delimitar lo que algo no es, lo que nos devuelve al contrarecíproco. El amor, para mí, es lo que nos perdemos cuando no amamos a nadie. No está en la soledad, sino en la compañía. No se encuentra en lo que disfrutamos a solas, sino en lo que compartimos.

-Dale con el contrarecíproco. ¿No podíamos ser más normales?. Porque esto no es un examen, supongo. Hemos venido a un cumpleaños, no a un interrogatorio -dijo Urgiondo, con la boca ocupada por un canapé demasiado grande, que acababa de coger de la bandeja que le ofrecía el camarero. “No debería haber hablado con la boca llena”, pensó primero; y luego: “Tal vez no debería haberme mostrado desagradable con Covelanta”.

Urgiondo sospechaba que Carminolina estaba detrás de la insólita propuesta de Balisondo. Sacarindo creía que Maicosenda había invitado a Covelanta -de lo que no le había avisado- para ridiculizar su relación con Susiela, a la que, con un gesto que confiaba no habría sido visto, creyéndola dispuesta a volver a intervenir, recomendó calma; situado entre Welory y Peronicia, acostumbrado a lidiar en ruedos difíciles, sabía que había que esperar a que la bestia cuadrase antes de entrar a matar.

Pero, ¿por qué se le había ocurrido tal cosa?

Consciente de que los asistentes no estaban aún dispuestos para disquisiciones elaboradas, Balisondo quiso aportar nueva munición, utilizando lo que creía su autoridad dentro del grupo. En su cumpleaños, mantener la dinámica de forma pacífica era su responsabilidad.

-Estoy muy de acuerdo con lo que indica Susiela de que evolucionamos a medida que nos hacemos mayores. Pero estoy convencido de que eso no tiene que ver con el amor, sino con el instinto de supervivencia. Y por ello, no es ni feo ni bonito, sino imprescindible. Necesitamos la protección de los otros, y ese escudo puede ser más o menos numeroso según el tipo de peligro que nos acecha. El grupo, la manada, la secta, nos sirve en la mayoría de las ocasiones, siempre que evitemos los laterales. Pero en las cuestiones trascendentes, preferimos seleccionar la compañía, intimar con ella.

Todos le escuchaban atentamente, pues concedían a Balisondo una capacidad de análisis especial, no exenta de un cierto dogmatismo. El camarero volvió a pasar entre los asistentes, llenando las copas con la bebida que habían elegido antes. “No, gracias, yo no beberé más”, rechazó Peronicia, cuyo rostro era de una palidez marmórea. Urgiondo se quedó mirándola, absorto. Le recordaba a alguien.

Balisondo guardó silencio mientras el camarero cumplía con su trabajo, por lo que la continuación de su exposición apareció aún más enfática (“No te enrolles, maestro”, se oyó decir a Sacarindo):

-El sexo cumple una función importante de catalizador momentáneo del interés por el otro, aunque no tiene nada, o muy poco, que ver con el amor. Cuando somos  jóvenes, dejamos que predomine la pasión, ya que no concedemos importancia a nuestra temporalidad. Incluso solemos confundir el “nosotros” de la lujuria, con el “yo” del egoísmo, que es el verdadero y único destinatario de la búsqueda de satisfacción. En esa época, al menos los hombres, antes que compartir lo que sentimos con una sola persona, buscamos la protección genérica del grupo, diluyendo nuestra individualidad en él. Es la consciencia de nuestro envejecimiento, y, en especial, de la realidad de la muerte,  de la muerte concreta, que es la nuestra, nos empuja a apoyarnos en un “otro” concreto. Nos preguntamos entonces, qué es lo que puede aportarnos esa relación.

Como casi siempre que Balisondo exponía una idea, pocos de sus amigos la entendían a la primera, pero tenía la virtud de que los motivaba para hablar.

Juripando y Welory, que habían permanecido en silencio, abrieron la boca para intervenir al mismo tiempo. Welory era extranjera, pero hablaba perfectamente nuestro idioma, gracias no solo a Juripando, sino a otras parejas anteriores, que la habían introducido en los modismos de esta complicada lengua. No estaban casados, ni se lo planteaban. Hacía más de quince años que vivían juntos. Era curioso: se habían conocido en el funeral de la esposa de Juripando, fallecida de un cáncer.

-Teng…había dicho Welory, que se calló para dejar la palabra a Juripando. Este, que era ingeniero nuclear, sonrió, y se levantó del asiento, siguiendo un impulso.

-Perdonad que trate de poner algo de orden al debate, para no perdernos. El amor puede que no exista, pero da sentido a la vida. Puede que sea un espejismo, pero nos concede esperanza. Puede que esté -¡o no!- contaminado con el sexo, pero es placentero en sí mismo.  No necesitamos inventarlo,  advertimos su presencia, como un estímulo especial del resto de los sentidos -la vista, el oído, el tacto, el gusto, el olfato,…-, cuando nos encontramos al lado de muy concretas personas.

Maicosenda no tenía el don de la palabra, por lo que prefería servir de enlace a otras intervenciones:

-Tal vez Sacarindo pueda ilustrarnos sobre esa sutil diferencia entre el amor y el sexo… -sugirió, sabiendo que el interpelado no lo tomaría como algo ofensivo.

-Perdón, estaba distraído -disimuló Sacarindo, que estaba sintiéndose incómodo, sin comprender la razón-. ¿De qué va el tema? ¿De sexo, de amor?…Si este selecto auditorio pretende que cuente mis experiencias, necesitaré más vino. Al fin y al cabo, esto era una cena, no un estriptís.

Y se levantó para coger de la bandeja que sostenía el camarero, de pie, con cara de póker, una copa de vino.

Urgiondo había creído detectar un fondo de simpatía en Peronicia y estaba preparado para prospectar la profundidad de aquella insinuación. Con un tono que fue consolidándose mientras hablaba, trató de desplegar, como acostumbraba cuando se encontraba ante una mujer interesante, su capacidad de seducción.

-Confirmo que las relaciones que se construyen en la madurez son más sólidas que las que se empiezan en la adolescencia. El proyecto común es fundamental. Pero lo paradójico es que los hijos vienen, al menos -se corrigió- así era en mi época, cuando aún no se está preparado para una relación duradera. Los hijos se convierten en la trampa de la naturaleza para ligarnos a una relación cuya viabilidad está por comprobar. Deberíamos hacer como los leones, que dejan la educación de sus crías en manos de las hembras. Verdad, ¿Peronicia?

No sabría explicar por qué interpeló a Peronicia, que se sobresaltó. Cuando terminó de hablar, dudando aún de haber sido lo brillante que hubiera deseado, sintió el pellizco doloroso de Carminolina, que estaba a su lado. “Se te ha visto el plumero”, le comentó al oído, lo que, pronunciado en aquel preciso momento, le intrigó.

Peronicia, dejó su copa en el suelo y se dispuso a hablar. No había sido presentada a todos los asistentes por Covelanta, por lo que se creyó en la necesidad de hacer una pequeña introducción de sí misma.

-Yo no tengo hijos -explicó-. Ni pienso tenerlos. Tengo voto de castidad. Soy monja tremolina. Lo cual…no quiere decir que no entienda lo que es la sexualidad. Pero, sobre todo, me parece que puedo expresar lo que, para mí, es el amor. No es lo que se comparte, sino que está en lo que se da. Hay un amor grande, que es el amor a Dios, y otro más pequeño, que se tiene a uno mismo. La religión nos dice que hay que amar a los demás como a uno mismo, porque hay que darles tanto como nos damos a nosotros. El amor es sacrificio, y en el mismo sacrificio encontrará el que lo da, su mejor recompensa. En este mundo, pero, sobre todo, allí donde está puesta nuestra esperanza, en el otro, en el Paraíso. Un amor sin sacrificio no es amor, sino interés. En el Paraíso solo habrá Amor, y ya no será necesario el sacrificio, porque en ese Amor estará la recompensa eterna.

Posiblemente fue Urgiondo el que convirtió en especialmente espeso, casi impenetrable, el silencio que siguió a estas palabras. Por fortuna, fue Welory la que encontró la forma de seguir adelante, con una curiosidad:

-¿Monjas tremolinas? Nunca había oído hablar de esa orden.

(continuará)

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Cuento de primavera: La merienda

25 mayo, 2014 By amarias 1 comentario

Creían conocerse, porque eran amigos y se reunían de vez en cuando. Tenían mucho en común: un alto nivel de vida, salud aceptable, un interés razonable por lo que les afectaba o podía afectar y un conocimiento somero de lo que creían que no les afectaría jamás.

Con ocasión del cumpleaños de uno de ellos, Balisondio, éste les había invitado a su casa, un chalet en la zona residencial de Caraleja. Al llegar, un camarero les ofrecía bebidas de la bandeja que sostenía, y la pareja anfitriona los saludaba con  las habituales palabras de bienvenida.

Lloviznaba. Hacía un poco de frío.

Cuando llegaron Sacarindo y su nueva amante, la esposa de Balisondio, Maicosenda, no pudo ocultar una mueca de disgusto. Había invitado también a Covelanta, la primera mujer de Sacarindo, con la que le unía un especial cariño, pues se había imaginado la posibilidad de una reconciliación.

Aunque Sacarindo le había advertido de que vendría acompañado, había malinterpretado que lo sería de un hombre. Por eso le había pedido a Covelanta que trajera, por su parte, a otra mujer.

-¿Dónde habéis dejado el coche? -preguntó Maicosenda, por decir algo, recogiendo la gabardina de Sacarindo, con el vestigio húmedo de haber cubierto con ella a su acompañante, protegiéndola de la llovizna, en el trayecto hasta la casa.

-Hemos venido en taxi, para no tener problemas a la vuelta, ya sabes -contestó el interpelado, al que le habían retirado el carnet en una ocasión anterior por superar la tasa de alcohol admisible.

Sacarindo entregó el regalo que traía, una colección de litografías eróticas de un pintor de moda, envueltas en un papel de estraza, y presentó a su acompañante. Los anfitriones la observaron con intensidad. Podría ser su hija por la edad, y, acentuado el sonrosado de sus mejillas por la carrera que había hecho para escapar de la lluvia, les pareció al mismo tiempo hermosa, sensual y coqueta.

El cumpleañero agradeció el presente y, después de un rápido pasar por las láminas, con mirada descuidada (“Cosas de Sacarindo” pareció pensar) lo dejó sobre la mesa donde se encontraban los otros regalos: el último libro de Whalton West sobre la Dependencia global, un abrelatas que era también conector de wifi, y varias botellas de Tempranillo.

-No os importará que haya venido con Susiela, ¿verdad? Es estudiante de sicología y, como veréis, muy guapa.

-He leído casi todo lo que has escrito -dijo la estudiante, quizá algo nerviosa, dirigiéndose a Balisondio-. Me parecen muy atractivas tus ideas sobre el instinto gregario, y todo eso. Solo que…no estoy de acuerdo.

-Nena, no hemos venido de invitados a esta cena a hablar de temas serios. Deja la cuestión para otro momento -intentó cortar Sacarindo, jovial y algo incisivo, como siempre.

-Al contrario, al contrario. Me parece bien tener temas de controversia -dijo Balisondio-. Pero te corrijo, Sacarindo. Esto no va a ser una cena, sino una merienda. Maicosenda prefirió encargar un catering, y así tendremos más tiempo para hablar entre nosotros, moviéndonos libremente.

Sacarindo dirigió entonces una mirada al salón y advirtió que solo estaban en él seis personas.

-¡Qué alivio! ¡Pensé que llegábamos los últimos, pero veo que somos de los primeros!

-No. Ya estamos todos. Solo seremos diez, esta vez -le aclaró Maicosenda, indicándoles que tomasen asiento.

Había, en efecto, otros tantos sillones como invitados, dispuestos en círculo. Susiela se sentó al lado de Covelanta, en el lugar que estaba libre, entre ésta y Carminolina, la esposa de Urgiondo, que era médico estomatólogo.

Carminolina, más o menos de la edad de su marido, tenía cuarenta y cinco años, era catedrática de química física en la Universidad Universal y era menuda, no muy agraciada. Sospechaba que su marido se entendía, al margen de lo profesional, con una de las enfermeras de la clínica dental donde atendía lunes y jueves, lo que era, desde luego, cierto.

Balisondo, colocándose en el centro del espacio que ocupaban sus amigos, reclamó atención.

-Os agradezco vuestros regalos, pero deberías haberme hecho caso, cuando os adelanté, al invitaros a este encuentro, que el regalo que necesitaba ya lo tenía preparado, y me lo ibais a entregar en el transcurso de la merienda -afirmó, en tono bastante grandilocuente.

-Porque lo que desearía que, en esta reunión, en lugar de hacer como acostumbramos, tomar unas copas y hablar de cuestiones bastante intrascendentes, conversáramos sobre un tema concreto. -Respiró, dando énfasis a sus palabras-. Quisiera que habláramos, mejor dicho que discutiéramos, sobre el amor. Sobre lo que cada uno entiende que es el amor.

-Qué interesante -dijo Susiela-. Como en El Banquete de Sócrates.

-El Banquete lo escribió Platón -corrigió Covelanta, que era profesora de Filosofía Básica en el Bachillerato-. Aunque si te refieres a quién era el anfitrión, según el relato, era Agatón.

Balisondo se sentó en el único sillón que aún estaba vacío.

-Ya podéis empezar -solicitó.

-¿Cómo empezar? ¿No hay preguntas para responder? ¿No nos das un guión previo? -se interesó Carminolina, que aparecía preocupada por la propuesta.

-Yo puedo ayudar, ya que el tema me interesa. -habló Sacarindo, cuya mirada se cruzó, por unos instantes, con la de quien había sido su esposa- Por qué no tratamos de responder a esta cuestión. Enfoquémoslo desde la perspectiva de la utilidad. ¿En qué me beneficia estar enamorado de otra persona?

Todos parecieron meditar la respuesta. Todos, menos Covelanta, que se levantó, y mientras se dirigía a la amplia mesa, situada en un lateral del salón, en donde se habían dispuesto las vituallas, afirmó, sin que le importara encontrarse de espaldas a los demás.

-¿Y por qué no respondemos a la pregunta contrarecíproca? Si no estamos enamorados, ¿qué nos perdemos?

Susiela abrió su boquita de fresa para decir algo, aún sin tener seguro qué podría ser. Se había convencido, instintivamente, de que la merienda iba a resultar de lo más interesante y, llevada por su ingenuo temperamento, pensó que era una oportunidad estupenda de demostrar a los amigos de Sacarindo que no se había equivocado eligiéndola a ella como amante.

(continuará)

 

 

 

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Cuento de primavera: La moda del pico corto

24 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Cuando se extendió el rumor de que en el ala oeste la mayoría de los inquilinos se habían sometido a una cuidadosa cirugía del labio superior, lo que les proporcionaba, sin duda, una apariencia muy simpática, cundió la indignación:

-Es intolerable -decía uno de los polluelos del ala este, que estaban siendo criados como pollitos tomateros, dando alas a su impulso contestatario-. Todos tenemos igual derecho a disfrutar de los adelantos de la técnica.

-¿Y qué podemos hacer? -preguntaba, más sosegado de carácter, uno de sus coetáneos, que cojeaba algo-. Es evidente que tenemos importantes limitaciones para tomar medida alguna.

Resultaba que el encargado de obtener el máximo beneficio en la explotación de aquella granja, había leído en algún sitio que, para evitar el despilfarro de pienso en los comederos -que, al caer al suelo, se entremezclaban con las deposiciones de los animales-, una medida adecuada era cortarles la parte superior del pico.

-Siempre se puede hacer algo -manifestó el pollito con dotes de liderazgo-. Hagamos huelga de hambre.

Y así lo hicieron.

El encargado, que era escéptico de los resultados de haber seccionado una parte del pico a las aves, pues imaginaba que el corte les produciría un trauma que les haría disminuir su ritmo de crecimiento, había dejado, de momento, incólumes, como colectivo de contraste, a los pollos del ala este. Cuando, al cabo de pocos días, comprobó que el peso de los de esta sección se separaba claramente de los que tenían el pico seccionado, no dudó en cortarles un buen trozo del pico, también a ellos.

-Ha sido un éxito -comentó el pollo que había convencido a los demás de la medida de presión-. Es la demostración de que no debemos rendirnos jamás en reclamar nuestros derechos a ir a la moda y disfrutar de los adelantos de la ciencia.

Y así siguieron, contentos, hasta que les llegó la hora.

En otra nave o dependencia de la misma granja, residían, convenientemente separadas en jaulas, unos cuantos cientos de gallinas ponederas. Eran todas muy aplicadas, por la cuenta que les tenía, aunque no todas eran conscientes de los resultados de su empeño. Si a un observador poco atento, se le hubiera solicitado que las describiera, deslumbrado por tanta similitud  aparente, hubiera definido a aquel grupo como de aves de plumas blancas, un tanto gordezuelas, y tan estúpidas como cualquier gallina.

El mismo encargado al que nos hemos referido antes, o quizá otro distinto, había leído en un libro que las gallinas enjauladas aumentaban su producción, es decir, la proporción de huevos que entregaban a las bandejas, si se adoptaban dos medidas que, en principio, nada tenían que ver la una con la otra.

En razón de la primera medida, instaló un aparato que regulaba artificialmente los momentos de claridad y oscuridad dentro de la nave, separándose así del ciclo natural que marca el orto y el ocaso del sol. Acortando la sensación de los días, y teniendo en cuenta que las gallinas ponen, salvo en los escuetos momentos de vacación, un huevo diario, confiaba, por lo que había leído, aumentar la producción de la granja en un veinte coma dos por ciento, al estirar en esa misma proporción el número de fechas del calendario, en el universo que controlaba de su nave.

Las gallinas no se dieron cuenta y, en efecto, los controles expresaban que la decisión sería un éxito.

En virtud de la segunda medida, compró varios gallos de buen porte, y, por turnos rigurosos, soltaba de sus jaulas a las ponederas, para que tuvieran una relación con los esforzados machos de aquella singular quintana. Más aún, por unos altavoces no muy estridentes, se difundía una música la mar de sugerente.

-Esto que se nos ofrece es un regalo por nuestro buen comportamiento -comentó, de pasada, volviendo del jaleo, una de las gallinas, que parecía más inocente que las otras, si bien no sería posible contrastar tal aseveración, por las dificultades para comprobar el coeficiente intelectual de estos animales.

-Tenía ganas de consumar mis deseos de maternidad -decía otra de las aves, devuelta también a su jaula, con algunas plumas menos, afanándose a poner huevo tras otro.

Como el lector humano comprenderá, no era el servir de solaz y esparcimiento a los desgraciados animales, lo que había motivado la incorporación a la explotación de aquellos gallos, sino, el que los últimos trabajos científicos documentaban que las gallinas engalladas ponen mejores huevos y de más color que las que viven en castidad dentro de sus celdas. Si, además, se incorporaba música de cámara durante y después de la coyunda, por ignotas pero efectivas causas, reinaba mejor humor en las enjauladas, comían mejor, tenían más lustre, incrementaban la puesta con las mismas dosis de alimento.

El encargado, o el ingeniero director, o alguien que leía libros de esos en los que se recogen avances y mejoras de la técnica, encontró otra medida que se presentaba como efectiva para lo que era su objetivo: producir más con menos. Según los eruditos de su campo, si se seleccionaban razas de aves con las patas muy cortas, las jaulas podían ser más pequeñas y, además, al no poder moverse con ninguna facilidad, tanto los pollos tomateros como las gallinas ponederas, se concentrarían en aquello para lo que se les había traído a este mundo, cada uno en su especialidad productora.

Compró el hombre, para probar primero, algunos de aquellos deformes animales. Había gallos y gallinas de tal raza, y, como se trataba de repoblar, si el asunto funcionada, con las estirpes recién llegadas, los antiguos modelos, los dejó sueltos, de momento, en un espacio central, acotado, pero suficientemente visible por los otros.

-¿Te has fijado en la moda? -cotilleó una gallina de las de la jaula a su vecina de reja-¡Se llevan ahora las patas cortas en la ciudad! ¡Ha pasado la moda del pico corto!

-Es lamentable -contestó la vecina, que, más observadora, estaba al tanto del ir y venir que se traían los granjeros, pues de cualquier animal que salía de la nave, nunca más se volvía a saber-. Es lamentable que no te hayas dado cuenta, que la única moda que no ha pasado es la de que nosotros estamos destinadas a poner huevos hoy y servir de caldo el día de mañana.

FIN

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Cuento de primavera: Férula

23 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Se llamaba Férula, que rima con Úrsula, pústula y Régula, la madre de la niña chica.

Se llamaba Férula porque su padre, unos pocos días antes de que ella naciera, se rompió el peroné al dar un mal paso, volviendo de tomar unas copas con unos amigos, por las que celebraban no se qué cosa. Sintió un dolor intenso y el pie se le puso rápidamente hinchado, como un ceporro. En el ambulatorio de Castropinar, a donde le condujo Fiducio, que era el único que tenia coche, había quedado solo de guardia una comadrona, muy simpática, y no pudieron localizar a ningún médico, por que era ya la madrugada del sábado y tocaba puente largo.

-Uy, esto es cosa de ponerle una férula -diagnosticó la sanitaria, que, por cierto, había sido, en una temporada anterior, cortejada por el accidentado.

-¿Férula? ¿Qué coño es eso? ¿La antitetánica? -preguntó el que iba para padre de Férula, que se llamaba Provincio, como su padre, viendo que el pie se le estaba poniendo casi como el vientre de su preñada esposa.

-No, no. Férula es una escayola. Tienes el hueso roto, y hay que inmovilizarlo, para que suelde bien-dijo la mujer.

-Pues venga férula -indicó, decidido, Provincio, mordiéndose los labios, que aún tenían el regusto al último cubata.

-Hay un problema, Provincio. Yo nunca he puesto una escayola en mi vida -se explicó la de la bata blanca.

-Vayamos a la capital, a que te atiendan como es debido -sugirió Fiducio, con la boca pequeña del que entiende que ya ha cumplido, entremezclada con vestigios de porqué me habrá tocado a mi esta china.

-Ni hablar, que eso está a ochenta kilómetros y no merece la pena-espetó Provincio, mirándose la extremidad dañada, y dirigiéndose a la comadrona, resolvió su caso, con la decisión que le pareció más acertada-. Tú has estudiado enfermería y sabrás la teoría de cómo poner una férula de esas. Enyésame la pierna, y ya veremos.

La mujer se negaba, pero no pudo aguantar la presión, y allá se arregló con la venda y la escayola. Apretó los vendajes cuanto pudo, echó la mezcla, y, a la opinión de todos, quedó una obra perfecta. Incluso había unas muletas en el dispensario, de las que tomó posesión el recién enyesado, dispuesto ya para largarse.

Entonces sonó el teléfono del ambulatorio. La esposa de Provincio había roto aguas y reclamaba, con urgencia, ayuda de la que sabía cómo atenderla, que era, en realidad, para lo que estaba más preparada.

Así que allá fueron todos, el escayolado Provincio, el conductor Fiducio y la diligente comdrona, a atender a la parturienta, que, cuando llegaron, estaba ya en el trance de alumbrar a la niña, dando los gritos con los que se acompaña, en general, el momento.

Era una nena rechoncha, negruzca de tez, de buen peso, y sana como una manzana de las tratadas con fitosanitarios. El padre, que esperaba fuera de la habitación, apoyado en las muletas, cuando vio aparecer a la comadrona con la niña en brazos, no pudo resistir el tomarla en los suyos, abandonado las muletas, Lo hizo con emoción tanta, que no oyó un chasquido, con el que su naturaleza le anunciaba que había roto también la tibia, lo que no interpretó, de momento.

-¡Férula del alma! -exclamó, con lágrimas en los ojos, creyendo que lo que había cascado era la escayola.

-¡Qué nombre tan bonito! -se escuchó decir, a la aliviada, desde la cama, pues no había podido distinguir aún, ocupada con lo suyo, las consecuencias del percance de su marido.

Así que fue llamada Férula. Para ser exactos, María de la Férula, pues, cuando fue bautizada, un mes más tarde, el sacerdote que ofició el Bautismo se negó a ponerle un nombre tan poco cristiano, salvo que fuera acompañado de otro venerado en los altares.

Cuando le diagnosticaron a Provincio, pasado mes y medio, al quitarle la escayola, lo que le estaba pasando por el cuerpo, le hablaron de que le había quedado afectado el nervio ciático poplíteo externo, ni más ni menos. Arreglar el asunto era cuestión, según le explicaron, de meterse en cirugía.

Férula crecía sana, regordeta, inocente de la carga del nombre y, por supuesto, ajena a la desventura de su padre.

-Me dicen ahora que hay que operar si quiero recuperar el juego completo de la pierna, que me ha quedado chula -comentó a su gentil esposa, que estaba amamantando a la pequeña.

-¿Por qué no le pedimos una intersección a un santo? Si lo pedimos con devoción, hará un milagro -sugirió la madre, que era devota de las cosas sacras y tenía plena confianza en el poder de la fe sobre las cosas razonables.

-¿Y a quién se puede pedir tal cosa? ¿Cuál es el santo que tiene poder sobre los poplíteos ésos? -se preguntaba Provincio, que era, como todos los mozos de su edad, agnóstico.

-Pidámoselo a Santa Férula -reclamó su esposa-. Ella es santa poco conocida, y seguro que no tiene peticiones que atender, como los otros.

-¿Santa Férula? ¿Pero no te ha dicho el cura que esa Santa no existe? -le espetó el marido, desconcertado.

Pero su mujer tenía soluciones.

-No veo en eso problema alguno. He leído que muchos de los santos que se veneran, y de los más milagreros, no existieron tampoco. Mira a Santa Bárbara, patrona de los mineros y artificieros. Se sabe que no existió. Ni Santa Verónica, ni San Nicolás, ni San Valentín,…y todos han hecho y siguen haciendo multitud de milagros.

Fue así como se encomendaron a Santa Férula, rezándole todos los días, tres rosarios. La mujer de Provincio, incluso, de rodillas, y él, siguiéndole el coro, de pie, y apoyado en el quicio de la puerta. Y, se podrá creer o no, pero cuando el bueno de Provincio fue a la consulta, al cabo de un mes, para que le dijeran lo que le estaba pasando, lo encontraron tan sano, tan recuperado de la pierna, que hasta creyeron que, si no fuera porque conocían el historial del caso, les estaba tomando el pelo.

No se tiene constancia de que Santa Férula obrara más milagros, ni se solicitó registro del acontecimiento inexplicable en los anales pontificios. Pero seguramente resulta explicable, al menos en el ámbito familiar, que la niña de ese nombre, mientras crecía sana, diligente y ordenada, era tenida en casa como llamada a la santidad, para cubrir el hueco que, según la información disponible, existía en el santoral.

Hasta que, seguramente por la presión en la que se desarrollaba su vida, y las atenciones desmesuradas que recibía para orientar su vocación en este mundo hacia el convento de clausura, Férula decidió marcharse de la casa de sus padres, e irse a trabajar de asistenta en la capital, en donde se le perdió la pista.

FIN

 

 

 

 

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Cuento de primavera: Entrevista a un Premio Nobel

22 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Pocas personas han sido tan laureadas como Hoshùa HâoSchí, Premio Nobel de Economía en 2017, Premio Príncipe de Asturias de la Concordia y las Artes Marciales en 2021, Galardonado con el Eral de Paja turresilano en 2024 y, más recientemente, Ciruela de Oro en Matalebreras, entre otros muchas distinciones que avalan su prestigio internacional.

Hemos tenido la inmensa fortuna de poder entrevistarlo mientras hacía sus abluciones y gárgaras matinales en la Posada del Pueblo de La Zarzuela (antiguo Palacio Real, carretera de la República, s/n), en la suntuosa habitación que compartía con varias decenas de miembros de su cátedra de Predicción Fallida de Acontecimientos Importantes, en la Universidad de Nán Jing (antigua Bei Jing).

Invitado por el Gobierno Multilateral de la Federación Acordada de las Miniregiones Europeas (sección desgajada de la extinta Unión Europea), HâoSchí pronunciará varias conferencias en chino mandarín e inglés americano, idiomas que domina perfectamente. La entrevista se realizó por el sistema de traducción automática, del catalán normalizado (versión 27.2x) al chino mandarín (renovado).

La primera pregunta resultaba obligada:

-¿Está satisfecho de haber acertado en todas sus previsiones, de hacia dónde evolucionaría la economía mundial?

-Tengo una sensación bipolar. Por una parte, me alegro por haber previsto que la tercera guerra mundial era, no solo necesaria, sino inminente. Había dos bloques que habían desarrollado, cada uno por su parte, un armamento muy potente, y corría el riesgo de quedarse obsoleto. Por otra parte, estaba claro para mí que la globalización había sido un fracaso, no por el concepto, sino por su realización práctica.

-Perdone, pero ambos comentarios me parece que no justifican eso que usted llama “sensación bipolar”, ya que solo demuestra satisfacción por haber acertado en sus previsiones. ¿No sintió lástima o desencanto al observar que nadie hacía caso de sus fundamentadas predicciones de que había que cambiar de inmediato de metodología, o que todo se iría al garete?

-No entiendo bien lo que Vd. indica como “garete”, que el traductor simultáneo expresa como “carajo”, palabra que no tiene equivalente en chino mandarín. En cualquier caso, debo decirle que la compasión no  está entre los sentimientos que considero tolerables para un científico. Cuando me refería a una sensación bipolar, trataba de expresar que lo que lamento era no haber previsto que la situación evolucionaría de forma aún peor.

-¿No le parece suficiente una guerra mundial que ha provocado casi mil millones de muertos?

-Se había hablado durante muchos años de que la sobrepoblación mundial no era el problema, pues había alimentos para todos. Lo que pocos habíamos previsto es que la cuestión clave no era la producción, sino la distribución. Y por distribución no debería entenderse, como sabe ahora todo el mundo, disponer de medios de transporte, sino haber establecido un sistema de retribución o de ayuda para que a nadie faltara lo suficiente. Es evidente, aunque suene a paradójico, que ahora estamos más aliviados, y los países ganadores de esta guerra se dedicarán durante algunos años a la reconstrucción de lo destruido, aunque amplias zonas de la antigua Europa han quedado, lamentablemente, contaminadas radioactivamente por cientos de años.

-He leído sus libros, que han sido reimpresos múltiples veces, y Vd. había escrito que ni el mercado ni la economía centralizada funcionaban, y que la Humanidad, por su propia naturaleza, está condenada al fracaso cíclico de lo que emprende. ¿No encuentra que esa afirmación nos deja sin alternativas futuras?

-Yo no soy culpable de lo que sucede, sino solo de hacer bien el análisis. Se supo a su debido tiempo que la corrupción está en la base, se quiera o no, de cualquier sistema económico construido por el hombre, pues es inherente no ya a su naturaleza, sino a cómo se exterioriza la evolución del Universo. El crecimiento del desorden, que podemos identificar como el mal, es la consecuencia no solo de un principio termodinámico, sino de un pathos filosofal, un fatalismo crónico. No podemos sustraernos a él. La paz es solo la continuación de la guerra por otros medios.

-¿No cree que los avances tecnológicos pretenden imponer racionalidad en ese caos, y satisfacer mejor y más barato las necesidades humanas?

-Eso, como la historia ha demostrado reiteradamente, es un mito, procedente de la más antiguas leyendas, que han atribuido, desde el descubrimiento de cómo hacer fuego o desde el invento de la rueda, a la tecnología la generación de bienestar. Los avances tecnológicos ofrecen soluciones inmediatas, pero no son duraderas. Al contrario, precipitan los desastres, al acortar los ciclos. Esta cuestión no es discutida ahora por nadie, cuando la destrucción masiva provocada por la Tercera Guerra Mundial ha dejado al descubierto los cimientos de decenas de antiguas civilizaciones, que resultaba que fueron incluso más avanzadas de lo que se creía la nuestra, estado al que llegaron, por fortuna para ellas, de forma mucho más lenta, al no estar apoyadas en la globalización ni, por supuesto, en las telecomunicaciones.

Estábamos en ese punto, cuando sonó un timbre, y una formación de soldados, que vestían a la antigua usanza pretoriana, se llevaron al profesor Hâo-Schí, marcando el paso, con un ritmo que podría considerarse intermedio entre el paso de la oca y el paso ligero de maniobras militares.

Espero llegar a tiempo antes del cierre de la edición, para que esta entrevista pueda imprimirse a ciclostil con el resto del material recopilado, y cruzo los dedos para que el reparto de las hojas volanderas por voluntarios no vuelva a fallar, como sucedió con el número pasado. Aunque, bien es cierto, que hay noticias que no pierden actualidad jamás.

FIN

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Cuento de primavera: El amorcillo despistado

21 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Poco el mundo sabe que los amorcillos, que han sido representados no pocas veces en frescos y pinturas, existen. Esos niños imbuidos de una infancia eterna, que juguetean, inconscientes de su desnudez voluptuosa, con flechas, mariposas, racimos de uva o copas de vino, tienen la misma realidad que faunos, náyades, dioses, sátiros o bacantes, por nombrar solo algunos de los innumerables seres que pueblan el universo de la Mitología.

Entre los amorcillos, los hay más hermosos o más feos, más o menos atrevidos, poco o nada sensatos. Sus mentes infantiles al fin y al cabo, no han podido ni podrán madurar ni adquirir vicios o malicias, y, por tanto, son, en su capacidad de improvisar sin valorar las consecuencias de sus actos, imprevisibles.

No existen, hasta donde se conoce, guarderías celestiales, por lo que los amorcillos campan libremente por todo lo largo y ancho del espacio disponible. Siendo éste, ene-dimensional e infinito, y a pesar de ser ellos muchos, sería una rareza improbable encontrarse con alguna de estas criaturas, sino fuera porque, como moscas a la miel o granos a la cara de la adolescente, tienden a juntarse en tropeles allí donde se reúnen los humanos, teniendo especial predilección en aplicar sus juguetones ardides a hombres y mujeres jóvenes, a los que hacen perder fácilmente la razón por los vericuetos de las delicias del sexo, obnubilando incluso a algunos -sin importarles edad ni condición ni género- para escalar los riscos imponentes de la lujuria, en donde los exploradores carentes de preparación se arriesgan a morir por falta de oxígeno o exceso de capricho.

Como quedó expresado, estos celestiales niños no son responsables ni conscientes del resultado de sus triquiñuelas, pues ellos, puros como el agua del deshielo polar, no sienten ni padecen de lo que provocan en sus víctimas, que de esta forma puede cabalmente denominarse a aquellos humanos en los que se ceban con sus gracias y artilugios, pues si unos causan placer, otros dan lástima.

Uno de estos amorcillos, llamado Pistus, se fijó en una joven, ayudante de peluquería, y la tomó con ella, para disfrute de sí.

Puede que fuera por el color de su pelo -de un verde intenso veteado de rayas rojas y azules-, por los complicados tatuajes de su espalda y brazos (en lo que tenía visible, pues había más), que asemejaban dragones y extrañas flores, o, simplemente, porque, cuando dejaba de trabajar en el sitio de trasquilar y hacer las uñas, y, en llegando a la casa de huéspedes en donde compartía habitación con dos gatos que tenía recogidos de la calle, se metía por la nariz una dosis de polvos misteriosos, para luego hacer el recorrido, con ánimo despendolado, y hasta altas horas de la noche, por los más oscuros garitos de la ciudad.

Pistus la siguió toda una noche, y no encontró en ese periplo el menor motivo para reírse, quedando muy decepcionado.

La muchacha aceptaba invitaciones a troche y moche para beber cualquier brebaje, se abrazaba, alzando risotadas, con desconocidos de aspecto sospechoso, danzaba a su ritmo sin guardar la compostura, reñía a voces con quien se interponía poniendo paz entre las grescas, recibía amenazas de muerte junto a palmadas al trasero, trastabillaba cuando no caía y se arrastraba si no se tenía en pie. De madrugada, volvió, tropezando con todo, a la casa de mala muerte en donde tenía habitación y sus dos gatos, y se dejó caer, desfallecida, sobre el catre revuelto, vomitando en las sábanas.

Pistus, como cualquier amorcillo, no entendía de los comportamientos humanos adultos, pues solo le interesaban los efectos que provocaba en ellos con sus trucos, con los que aquello que vio no guardaba semejanza. Convencido de que los polvos que la joven se introducía por las napias estaban caducados, y suponiendo que habían sido dejados allí por algún otro amor olvidadizo, se fue tan campante al cajón en donde guardaba la infeliz su ración de droga de aquel día, y se la cambió por polvos del amor frescos, que tenían los mismos aspecto y textura que los que creía viejos.

Llegó la peluquera, respiró hondo aquellos polvos, y salió, como cada día, a su aventura. Pistus, invisible, pero teniéndose al lado, con plena confianza en los efectos de su pócima, se preguntaba quién sería el destinatario de la fuerza mágica del amor que despedía a raudales la peluquera y que en la más alta dosis imaginable, se había metido sin saberlo por la pituitaria.

Apenas había andado varios pasos por la acera, se encontró con alguien que le preguntó, sin ocultar la urgencia, si conocía de una farmacia por las cercanías.

-Se de una que abre las veinticuatro horas del día, pero queda algo lejos -le contestó la joven, que es momento ya que digamos se llamaba Guriela-.

Y se sorprendió a sí misma, diciendo:

-Pero no te preocupes, que yo te acompaño, pues no tengo nada que hacer mejor en este momento.

Pistus, revoloteando entre ambos, hacía cosquillas a uno y otro de aquellos humanos, ya entre los sobaquillos, ya donde los muslos cambian de nombre y de lisura.

-Es usted muy amable. Y se lo agradezco especialmente, pues he tenido que dejar a mi hijita sola en casa. Está ya próxima la hora en que debe tomar su medicina, que, por imperdonable despiste, he dejado que se agotara. Los efectos, si no le proporciono la dosis, serán terribles.

-¿Qué puede pasarle? -preguntó, con invencible curiosidad, Guriela, que, al lado, hacía de guía por las enrevesadas callejuelas hasta la farmacia de guardia. Se notaba extraordinariamente receptiva a cuanto pudiera provenir de aquella persona a la que aún no conocía.

Ella era una mujer tal vez de cuarenta años, vestida con gusto y hasta cierta elegancia; de su rostro, destacaban unos ojos grandes, de mirada intensa. No se podría decir que fuera hermosa, pero todo en ella aparecía cuidado. Con mirada profesional, Guriela no dejó de advertir que su acompañante tenía las uñas pintadas con una laca en un tono que acababa de salir al mercado, y que su cabello, a pesar de lo avanzado del día, se mantenía con unas deliciosas ondas suaves, muy atractivas.

Se llamaba Colidia.

Pistus, cuando se cansó de lanzar flechas embriagadas de amor y soltar mariposas y fragancias de ternuras convulsas, volvió con los otros amorcillos, a hacer, como solían, la recapitulación de sus aventuras. Cuando contó lo que había hecho, uno de aquellos niños eternos, se echó las manos a la cabeza.

-¡Te has confundido de medio a medio! ¡Has hecho que dos humanos del mismo sexo, dos mujeres, se enamoren perdidamente! ¡Eso va contra las leyes naturales de las especies!

-¿Qué me dices? -inquirió Pistus- ¿Crees que con solo unos polvos y un par de flechas podríamos cambiar las inclinaciones sexuales de los humanos?

-Pues no lo se -reconoció el amorcillo que había hablado primero, cruzándose de piernecitas sobre una nube-. ¿Por qué no se lo preguntamos a Afrodita Pandemos, que es la más enterada de todas estas cosas?

Allá fueron todos, en confuso tropel, en la idea de preguntarle a Afrodita Pandemos, que acababa de separarse de Hefesto, y jugueteaba en su lecho con Eros, entre un revolotear de palomas y un olor a mirtos y rosas bastante empalagoso.

-Afrodita, perdona la interrupción -dijo uno de los amorcillos más osados- queremos preguntarte algo. ¿Crees posible que, con el poder que nos ha sido dado, consigamos que dos mujeres o dos hombres…

De pronto, se interrumpió. De entre las sábanas, algo bulló y asomó la cabeza de Hera, muy sonriente, aunque algo colorada, si bien no tanto como la manzana que estaba mordisqueando.

Los amorcillos se alejaron discretamente, comentando, entre risas nerviosas, lo que creían haber visto o intuido, y, como son seres que existen al margen del tiempo, reconstruyeron sus ideas sobre las inclinaciones de sus víctimas pasadas, recuperando escenas que habían interpretado, en su momento, de otra manera.

Pistus, azorado, volvió al lugar en donde había visto por última vez a las dos mujeres, seguido por unos cuantos amorcillos.

No encontraron rastro de su anterior presencia en aquel sitio y, como eran incapaces de retener los rostros de los humanos, no fueron capaces de volver a identificarlas, jamás, entre tantas situaciones que, ahora, les resultaron todas parecidas.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias, Sin categoría Etiquetado como: amor, amorcillo, cuento, cuento de primavera, dosis, peluquera, pituitaria

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