Cada vez que paso por delante del edificio llamado de Telefónica, en la Plaza de Cibeles, en donde imagino que, entre inmersión e inmersión por los barrios periféricos de Madrid, tendrá su despacho para meditar con el resto de su think tank la alcaldesa Manuela Carmena, no puedo evitar mirar hacia un inmenso trapo blanco (algo ennegrecido por la intemperie y la contaminación) en el que se lee, en un idioma extraño para los españoles y para sus presuntos destinatarios: “Refugees, welcome”.
Es el mismo mensaje que también veo, en una banderola similar, cuando me acerco a la sede de la Concejalía de mi distrito, en Ciudad Lineal.
Supongo que habrá varios distribuidos por la ciudad, por todas las ciudades de España y de la Unión Europea. Y me pregunto, a medida que pasa el tiempo, a quién va en realidad dedicada la frase, para quién está preparado esa alocución de bienvenida.
Desde luego, no para los más de un millón de desplazados por el conflicto sirio -de los cinco millones que han tenido que huir de sus hogares- que se agolpan, por lo que me cuentan periodistas desplazados al situ (utilizo adrede un término del gusto de los juristas que desearíamos que nuestros clientes creyeran que no hemos olvidado casi todo el latín), en campamentos miserables instalados en las fronteras de la Unión Europea con Turquía. Han llegado hasta aquí porque añoran ser admitidos en Grecia, y no para quedarse, para proseguir en su largo camino buscando acomodo en la tierra de sus ensueños, llamada Alemania, con ríos de leche y miel, y en la que reina una señora que tiene la mayor colección de chaquetas horteras del mundo, llamada Angela Merkel (“te llamas, Angela, como yo, y me llamaría Clavel de ser tú Rosa” escribió un jovencísimo poeta que quería ser ingeniero algún día y que propendía a enamorarse).
Cuando me pregunto cuáles son las preocupaciones verdaderas de los dirigentes de los veintiocho países europeos que heredaron el proyecto de una casa común europea, si me detengo a pensar -hasta que amenaza con estallarme la cabeza- qué sucede con la idea del mundo globalizado y la responsabilidad asumida en no se qué documentos por no sé cuántos mandamenos, de reducir, hasta hacerla desaparecer, la miseria en todos los países de la Tierra, pienso mucho en la basura.
Los que nos dedicábamos a preparar ofertas a las comunidades sobre la recogida de sus residuos urbanos (aquellos que se producen en la vida doméstica), empleábamos algunas reglas del pulgar para hacer cálculos rápidos: 2 kg de producción de basura por persona y día, en ciudades de países desarrollados, 1 kg (o menos) en ciudades pobres del planeta. Un habitante de una ciudad con alto nivel de vida, por tanto, dejará en su contenedor, cuidadosamente embolsada, casi una tonelada al año de…mierda.
No nos quedemos ahí. Habrá que añadir otras basuras, más residuos, que puede que en alguna cantidad se reciclen, se vuelvan al mercado de nuestra economía circular hipotética, convertidos en firmes de carreteras, juguetes para niños pobres, memorias de sostenibilidad, etc. Una parte importante será destinada a países en infradesarrollo, a los vertederos de Accra (Ghana), por ejemplo; 25 kg/habitante año de basura electrónica occidental dan para sostener a miles de parias cuya mejora existencial depende de encontrar valor en el reciclado de lo ajeno.
Como el tiempo pasa y no veo a refugiados en nuestro entorno (los mismos pobres habituales, talonando las calles principales de nuestras ciudades, apostados a la salida/entrada de los supermercados, cines y cafeterías) propongo que se retiren de inmediato esos trapos con mensajes que carecen de sentido, y se conviertan en vendas para nuestros ojos.
Porque cambiar la frasecita de marras que se convirtió en una ocurrencia despreciable por el transcurrir de las realidades, por la de “Garbage, go home”, que reflejaría mejor nuestro poso de sentimiento colectivo, se me antoja demasiado fuerte para nuestros cerebros adormecidos, preocupados por cosas mucho más intrascendentes que evitar que se mueran unos coetáneos porque no tienen a dónde ir, ni saben a dónde desearían ir para que les acojan, porque se sienten guiados por burdos espejismos que les fuerzan a desear destinos imposibles. (1)
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(1) También desearía que la expresión “Garbage, go home” (Basura, vuelve a tu hogar) sirva de reflexión para nuestros frenéticos impulsos de productores de basura, con especial mención -pero no solo- a la basura electrónica en que convertimos, cada año, los millones de aparatos que el consumismo nos lleva a sustituir cuando muchos aún tienen vida útil por delante.
Porque toda la basura, la verdadera basura -doméstica, de demoliciones, radioactiva, química, electrónica, etc.- , habría de volver a nuestro lado, para que todos los que presumimos de saber de qué van las cosas nos enteráramos, de una vez por todas, qué pasa con ella.