Los que viajamos por trabajo, adquirimos una visión particular -más bien escasa- de los países en donde hemos llevado a cabo la actividad que nos llevó hasta allí. Pocas veces tenemos ocasión de permanecer más allá de una o dos semanas y, aunque la estancia sea superior, normalmente nos limitaremos a recorrer, sin guía turístico, la zona en donde estamos desarrollando nuestro trabajo.
De entre los países que tuve la suerte de conocer con detalles que no son habituales, Bolivia está en el grupo de cabeza.
En Santa Cruz de la Sierra, mi anfitrión fue un emprendedor inteligente, extremadamente cordial y que, a sus muchas cualidades, unía un sentido del humor envidiable: Mariano Egüez. Ingeniero civil, era capitán de un grupo de empresas muy dinámico, con un equipo que transmitía ilusión.
Yo era entonces director de Proyectos y Estudios en FCC-Dragados Internacional de Servicios, y habíamos firmado un acuerdo para optar a la adjudicación de varios proyectos que estaban en marcha.
No se cómo se enteró de que, en una de mis estancias en Santa Cruz, yo cumplía cincuenta años. Sin decirme nada, cuando terminamos el trabajo del día, me llevó a un terreno, iluminado con bombillas de colorines como para una kermesse, y me anunció que había preparado en mi honor un espectáculo. Advertí que estaban allí las varias decenas de empleados de su grupo, y que, en uno de los laterales, se habían dispuesto vituallas y bebidas.
Mi asombro subió de nivel cuando vi aparecer a un grupo musical, capitaneado por una señorita, algo ligera de ropa (aunque sin traspasar los límites de la decencia), que, micrófono en mano, me dedicó desde una tarima varias canciones.
Después, el anfitrión hizo un panegírico descomunal de mis virtudes -en su mayor parte, inventadas- y, finalmente, reclamando un aplauso, me invitó a cantar alguna canción española.
Tengo muchos vacíos en mi formación, pero el más notable es la ausencia del menor sentido musical. Cuando me vi con el micrófono en la mano y toda aquella gente expectante, comprendí, por unos instantes, que iba a protagonizar el ridículo más espantoso de mi vida.
Por fortuna, tuve una revelación. Me acordé del cuento de Andersen del mozo del martillo y, complaciéndome en los detalles del relato, ante un público entregado, quiero creer que salí del trámite, porque aquella gente educada y gentil, me felicitó y, como estaba previsto, todos nos entregamos a las libaciones y al manduque, hasta que el material se acabó.
Fue en otro viaje, algo más adelante, cuando Sergio Antelo, que había sido alcalde de Santa Cruz y era un notable arquitecto, me invitó a conocer a su familia y su casa. Era buen amigo de Mariano, que me apuntó que “también era pintor”, por lo que le parecía una buena idea hacer una especie de competición entre ambos, mientras tomábamos un aperitivo de vino español y jamón, de los que mi socio siempre tenía acopios.
“-No traje pinturas, ni pinceles, ni tengo lienzo”, me defendí, para hacerlo desistir.
“-Sin problemas. Ya encargué a un propio que los comprara en el bazar. Los llevará a casa de Sergio”.
Sergio Antelo es un magnífico pintor y, advertido por Mariano, cuando llegamos, tenía preparado el caballete, la paleta, un maletín con tubos de óleo de todos los matices imaginables y, por si hacía falta algún refuerzo, a su esposa e hija mayor como fervientes apoyos.
El propio de Mariano había llegado, en efecto, y había dejado una bolsa de plástico con un lienzo de tamaño liliputiense, dos pinceles de cerdas de plástico de los que se utilizan para trabajos manuales infantiles, y tres pequeños tubos de óleo, con los colores negro, blanco y rojo. Había también una nota: “Ez lo que pude encontrar”
A Sergio le dio un ataque de risa. “¿Vas a competir con éso? ¿Qué piensas pintar, la portada de Rojo y Negro?” …Fue una velada estupenda. La competición resultó muy igualada -la hija de Sergio trajo su maletín de pinturas al óleo- y , al final, agradecí que el tamaño el lienzo no fuera excesivo. Pinté, animado también por aquel público cordial y divertido, un cuadro de paisaje y figuras, que improvisé con cierta desfachatez, y que regalé a Mariano Egüez.
Ya en Madrid, volví a pintar el mismo motivo, en un lienzo de mayor tamaño, y es uno de los cuadros que tego colgados en mi casa.
La primavera se nota en la actividad frenética de las aves buscando pareja con la que procrear. La foto representa a dos mirlos (el más oscuro, es el macho). Son aves territoriales, y en Madrid hay una notable densidad de estos pájaros, que se hacen notar al atardecer, sobre todo, con trinos bastante melódicos, con los que marcan su territorio.
Mi hijo David me contaba ayer que grabó con el móvil el canto de un tordo que estaba utilizando su terraza como escenario para mostrar sus virtudes y, cuando lo reprodujo, el propio autor del trino se acercaba, curioso, al aparato, con la intención, tal vez, de plantear una batalla por la zona. Contra sí mismo.