Estoy pasando unos días en un pueblo costero de Catalunya, cuya Casa Consistorial ostenta la bandera independentista y a la entrada de la población se advierte que el mismo forma parte de los municipios de la República catalana.
No estamos en guerra, no hay síntomas de encontrarnos en un estado de alarma (oficial). Es cierto que las farolas de las calles principales están adornadas (?) con unos mugrientos lazos amarillos y que, aquí y allá, en algún balcón se tiende una toalla con la enseña de las barras y el triángulo azul estrellado y que se pueden avistar azoteas con esa bandera. Pero, fuera de la ostentación de fervor independentista que salta a la vista en los edificios oficiales, en los letreros indicativos y en las plazas públicas , se respira sosiego y normalidad.
He comprado todos estos días un periódico en español (generalmente, El País, a cuyos titulares estoy acostumbrado y me voy directamente a algún artículo de opinión de los amigos) y El Punt AVUÍ. Así que he podido disponer de una guía para interpretar el hecho diferencial catalán desde el presente, a la luz de los pequeños acontecimientos de la realidad cotidiana.
No hay nada nuevo, en verdad: los revolucionarios independentistas siguen con lo suyo, reclamando libertad para los presos políticos, y denunciando que en España no existe democracia, ni justicia, ni calidad intelectual ni moral, que, por mor de la casualidad cósmica, se ha concentrado en los Países Catalanes, incluida la Occitania. Los defensores del orden constitucional siguen puliendo y dando brillo a la necesidad de un diálogo con la facción catalana, en el que se puede hablar de todo menos de independencia, y lo argumentan jurídicamente de forma contundente.
Doy fe que en este hermoso pueblo tarraconés, la lengua que se oye hablar fundamentalmente en la calle, en los bares y playas, es el español. En todos los establecimientos, se habla español sin problema, incluso en los supemercados de Bonpreu, que pertenecen, me dicen, a un independentista que apoya financieramente la insurrección. Digo más: los turistas que disfrutan del paisaje, del mar y de la hospitalidad, son sevillanos, gaditanos, extremeños, aragoneses, asturianos,…Los comerciantes se lamentan de que este año ha venido mucha menos gente.
No se hacia dónde quieren llevar los independentistas oficiales a Catalunya, aunque tiendo a reafirmarme de que hay intereses muy oscuros detrás de tanto despliegue y que no van en el sentido de hacer más felices a la mayoría, ni catalana, ni española.
Permítame el lector, que desde este escrito de distensión veraniega, haga una introducción por el paisaje. En un bello paraje del Delta del Ebro, hay un mirador sobre una laguna donde crían centenares de aves. La indicación de la Generalitat de Catalunya, en ese lugar, nominado Bassa de l´Alfacada, expresa que hay que respetar la naturaleza (“Respeteu la natura” dice).
Al subir por la torreta de observación ornitológica del mencionado lugar, me topé con un mensaje, escrito en letras mayúsculas sobre una de las placas que deberían servir de protección visual. ESPAÑOLES, HIJOS DE PUTA, FORA!
Una segunda mano, diferente del autor/a, como se ve por la fotografía, que incluyo, borró parte del insulto, con un par de brochazos que parece querrían replicar el mismo color del fondo. No es un trabajo fino de limpieza, y el mensaje principal quedó patente: Españoles, fuera de Cataluña. No quiero pensar torcido, aunque no me quito de la cabeza la imagen de un funcionario de la Generalitad, repintando con una brocha la palabra malsonante, tomando la pintura de un bote en el que habría mezclado azul y blanco para conseguir, más o menos, el mismo color del cartel.
En una situación normal, la interpretación segura sería que se trata de un exabrupto producto de un adolescente desquiciado, uno de esos pobres muchachos que protestarían contra todo, y dispararían lexicográficamente como víctimas de su propia estulticia a todo valor, a falta de la madurez que aún no les ha llegado.
Quisiera borrar el mal pensamiento de que esta provocación permanente al distanciamiento con el resto de España, argumentando con mentiras y medias verdades y, sobre todo, sin perspectiva de un futuro mejor para nadie, esté propiciado desde las instituciones catalanes, secuestradas por arribistas sin formación intelectual ni decencia moral, y se halla aplaudido por algunos funcionarios de la Administración de la región, temerosos de perder su puesto de trabajo o complacientes con la perspectiva de mejorar en él. No puedo.
Como no puedo tampoco entender el silencio cómplice de una parte importante de la sociedad catalana, que renuncia a hablar de política con los exaltados, ni soy capaz de abstraer seriedad y no folclore instrumental de un supuesto mensaje de solidaridad de una toalla expuesta en un balcón con la expresión Libertad presos políticos.
Se ha tenido demasiada tolerancia con una forma de terrorismo instrumental y no es fácil ya detener las consecuencias sin causar destrozos en los monumentos erigidos a las deidades de la fantasía independentista, republicana y falsamente global y moderna. No es tolerable que desde la tv3 se insulte a los españoles, se haga sátira de los principios constitucionales por los que nos regimos todos los demás (y debieran hacerlo ellos), se ridiculice al ciudadano no catalán como si fuera tonto de baba o se vea a los que opinan en contrario como secuestrados ideológicamente.
No es tolerable que exista una prensa subvencionada que menoscabe la unidad de España e interprete los hechos, adulterándolos como le venga en gana, para que encajen con una filosofía de rebelión. No es posible ver tranquilamente cómo quienes deben defender las instituciones de todos y los principios de la convivencia, las mancillen con intereses partidistas y odios de clase trasnochados y rencores de patio de colegio,
Claro que las cosas se hubieran solucionado, y se solucionan, con información, diálogo y educación. Ojalá no sea tarde, después de reconocer que se ha dejado que la tensión subiera por dejación de responsabilidades y tolerancia culpable, en creencia de libertad mal entendida.
No lejos de San Carles, en Tortosa, hay un monumento que la población ha resuelto mayoritariamente, hace un par de años, conservar y que conmemora la batalla del Ebro, con un águila imperial remontando el vuelo, testimonio estéticamente hermoso aunque con resonancias dolorosas de lo que sucede en España cuando la situación de los que tienen poderes o intereses muy particulares desemboca en dos opiniones irreconciliables para ellos y las inmensas mayorías, apresadas en la escalada de tensiones, ya no tienen opción de elegir dónde alinearse, sino solo les queda lanzarse a la batalla.
He elegido esta foto de un fumarel cariblanco (chlidonias hybrida) alimentando a su cría ya talludita. No resulta fácil identificar a los fumareles, charranes e incluso algunas gaviotas, diferenciables apenas por el color del pico o de las patas, el tamaño de los mismos o la mancha en la cabeza y garganta, según que parezca un capirote o se prolongue a lo largo de la nuca.
En fin, el observador de aves puede también contentarse con el placer de observar escenas como ésta, captada con ayuda de un teleobjetivo no muy potente, en este caso. El fumarel cariblanco es el mayor de los fumareles (24 cm). Tiene las patas relativamente más largas, y pico fuerte como los charranes. El juvenil tiene el pico rojo, como el adulto, aunque menos intenso. El plumaje nupcial se caracteriza por el vientre gris oscuro. Su voz es un grito seco, fuerte, áspero, parecido a un “crrrc”.