En algún lugar leí que la palabra Europa no tiene sus raíces etimológicas en el griego, pues no se le puede suponer -como por algunos eruditos se había defendido- compuesta de los vocablos eur y op (que significaría “mirada amplia”), sino por eur y opa, ya que se debe mantener la concordancia de género, y eso se traduciría por “mirada podrida”. Así que la polémica sobre el origen del nombre ha derivado hacia las fuentes semíticas, que tienen aguas mucho más frescas.
Lo que tiene menos dudas es que Europa tiene su amplia base geográfica y cultural original en el equilibrio entre Atenas y Roma, al que se ha de añadir una componente judía, proveniente de los vientos históricos que se formaron desde Jerusalén. Y también admite poca discusión que en los últimos veinticinco siglos se han librado en el territorio que podríamos considerar originariamente europeo muy cruentas batallas, que lo han seccionado, longitudinal y transversalmente (1).
Esas manifestaciones de la belicosidad de sus gobiernos, las ambiciones de conquista y apropiación de bienes del vecino, las luchas dinásticas, las revoluciones sociales, la evolución de las lenguas habladas y escritas -¡y, cómo no, la influencia de las religiones y la autoritas otorgada por los creyentes al representante de Dios en la Tierra!- se han reflejado en multitud fracturas, convirtiéndola en un mosaico de intereses, que debemos admitir, de forma indulgente, que forman parte de las culturas nacionales.
Estamos oyendo múltiples opiniones acerca de la manera de resolver la actual crisis nacida en la Unión Económica Europea, como consecuencia de la dificultad -en realidad, debemos hablar de la incapacidad- de Grecia de devolver la totalidad de los créditos que obtuvo de los demás socios de la eurozona. Como en todos los temas, los comentarios no hacen sino reflejar la consecuencia de los diferentes intereses que se defienden, y que están detrás de los argumentos, aunque no se vean.
La situación no admite circunloquios, sin embargo: Grecia, independientemente de cuál sea el color de su gobierno, quizá pueda pagar algún día el principal de la deuda, si se le concede la moratoria adecuada y se le ayuda a la reactivación de su maltrecha economía, pero jamás podrá responder de los altísimos intereses, propios de usureros, que los prestamistas le habían fijado. Por cierto: una buena parte de los préstamos han ido a parar a dotar al estado griego de una capacidad armamentística, para pagar, a buen precio, los equipos bélicos proporcionados por los principales países de esa Unión Europea.
No valen para nada afirmaciones políticas destinadas a asustar a los griegos, pretendiendo tranquilizar (sensu contrario) a los ciudadanos de los países de donde surgen las declaraciones de ciertos mandatarios: apelar a que “los pactos deben cumplirse” o a que “la salida de Grecia del euro tendrá escasa o nula recuperación para nuestra economía”, se hayan hecho o no los deberes (¿qué significa eso?) no puede merecer ningún calificativo inteligente.
Grecia es Europa (casi, más propiamente hablando, al revés: Europa es Grecia). En una familia, las dificultades esporádicas, ocasionales, de un miembro -aunque haya sido un despilfarrador, incluso si se le califica de drogadicto- se solucionan en el seno de la misma, ayudando al perjudicado: con un tratamiento de rehabilitación, pagando sus deudas, ayudando a su recuperación definitiva. No ahogándole aún más.
No me duelen prendas al afirmar que los argumentos más sensatos respecto al tratamiento de la deuda griega han venido desde la izquierda reputada como “radical” por los amigos del orden mundial, supongo que siempre que lo determinen ellos mismos. He escuchado a Gaspar Llamazares y a Iñigo Errejón decir cosas muy adecuadas. En esencia: no exijas a quien no puede pagar, que pague, haciendo los sacrificios que tú le quieres imponer, y escúchalo atentamente, y ayúdale a que se recupere.
Creo que la razón por la que, en este caso al menos (no es el único), me encuentro tan próximo a las ideas que se exponen desde los márgenes del sistema, incluso desde fuera de él, es sencilla: no tienen nada que perder. Cosa que, mírese por donde, me parece que los distancia de los sabios defensores del dólar Stiglitz, Krugman, de los asesores de Merkel o de Hollande (y sus palmeros) y me acerca, junto a ellos, a lo más sensato.
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(1) He recuperado esta idea de un artículo, aún no publicado, escrito por mi buen amigo Santos Castro Fernández, “Europa: Una realidad histórica”, y que su autor apoya con citas, entre otros, de Remi Brage, Horacio, y Jacques Le Goff.
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