Pueblan mi mundo desconocidos,
concentrados en ignorar sin vivir.
Confabulados para acreditar que no existen,
sus rostros adustos fingen desprecio,
a pesar de mis síntomas,
porque yo sí los veo.
Cavo puntos de encuentro
entre nuestras calidades efímeras.
Pongo ejemplos: en este mismo vagón de metro
dos mujeres venidas de otra existencia están hablando de algo
que las hace reír. Sus miradas se hielan
al cruzarse la mía. No me importa lo vuestro,
explico, solo querría intercambiar unas sonrisas.
De pie, unos jóvenes negros escudriñan vacíos
con su carga de baratijas a la espalda:
soy como vosotros, musito,
también vendo falsificaciones y huyo de la policía.
Sin palabras, cambian de estación, aunque les entiendo:
temen que yo, cómplice, vaya a delatarles.
Hay más. Bellezas prematuramente asesinadas,
escapistas que lengüetean helados de absenta,
infantes ajenos disfrazados de piratas por sus tías,
fantasmas que piden limosna invocando estribillos.
Soporto colgado del hombro a un impasible humano
que no quita ojo a lo que escribo
mientras me palpa buscando la cartera,
que llevo escondida a buen recaudo entre cuchillos,
consciente, como cada vez que salgo por ahí,
de que hay necesidades más urgentes que las mías.
Pero todo esto carecería de importancia;
de cuanto pasa a mi lado, eres tú quien me preocupa:
saber qué obtienes de ese juego que te absorbe la cabeza
mientras malgastas el tiempo que viajo contigo.
(De Poemas de encargo, nº 53, Angel Manuel Arias, junio 2009)
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