Hace ya 53 años (el 3 de octubre de 1966) falleció mi madre. Su aniversario es un momento especial para recordarla. Y lo hago con tres sonetos, dedicados a su memoria, que están incorporados a mi libro Sonetos desde el Hospital, recientemente publicado (Editor: Angel Arias, precio 10 euros, de los que 5 se destinan a la AECC).
1
Aquel rostro que dio calma a mis manos,
y de labios de amor primeros besos;
ojos que sembraron paz y embelesos
con que crecer como inocentes, sanos,se volvieron ceniza y polvo y huesos,
ejemplo de dolor, vez de gusanos,
espejo en que vi límites humanos,
cántaro roto, fuente para excesos.Hace años que besé la calavera
y aparté tierra de los restos tiesos,
y pedí nos curase la cegueray retornara a la niñez, ilesos.
Cayó el silencio, y tras larga espera,
percibí fuerte aroma de cantuesos.2
De esa muerta asomada a una ventana
guardo el recuerdo vivo y no perece
la luz que alumbra la cuna que mece
con su mano blanca, mi madre sana.Pasan los años y mi afecto crece
alimentado de amor en su peana
y la saco a pasear cada mañana
y le compro un helado si apetece.Esa mujer teje jerséis de lana
que protejan del frío cuando empiece
y me ofrece un caldo o una tisanasin que logre moverla de sus trece.
Peino su cabellera ya algo cana
con estrellas del campo que florecey lágrimas que mi dolor emana.
3
Fue en este mismo banco que hoy escojo
para aliviar mi dolor, donde antaño
se sentara mi madre año tras año
mientras yo daba vueltas a mi antojo.Su recuerdo me envuelve como un baño
de relajante paz y así a remojo
me curo suavemente y me sonrojo
al advertir lo frágil de mi daño.Confiado por saber que tiene cura
el mal que me atenaza, tengo prisa
en volver sano y salvo a la cordura.Acude un enfermero que me avisa
que estoy mucho mejor de la locura.
Mi madre muerta esboza una sonrisa.(Del Libro Sonetos desde el Hospital, 2019, @angelmanuel arias)
53 años son una barbaridad de años, pero en los sonetos se perciben como más cercanos. El modo en que una madre forja temperamentos, como un alfarero infinitamente paciente, no se borra nunca de la memoria.
Querido Miguel, la privación de la presencia y, por tanto, de la actividad de una madre, en la niñez o en la adolescencia, deja al ser humano ayuno de muchas referencias afectivas. Cuando se tiene la fortuna de disfrutar del cariño, la protección y el consejo de una madre en la madurez, a quienes hemos sido privados de ese goce por la naturaleza pero somos testigos de comportamientos maternales en reductos ajenos (algunos, desde luego, muy próximos), nos produce a la vez, envidia y melancolía.