Invitado por la decana del Colegio de Ingenieros de Minas de Canarias, la siempre eficaz y atenta Miryam Machado, tuve ocasión de ofrecer una presentación de mi libro “Convivir con el cáncer. Instrucciones de uso” en Tenerife, aderezado con la lectura de algunos poemas de “Sonetos desde el Hospital”, que escribí hace ya tres años.
Me acompañó en el viaje a Santa Cruz de Tenerife, mi esposa, y lo agradecí especialmente. En el vuelo de ida, tuve una bajada de tensión y, aunque no llegué a perder el conocimiento, pasé por un momento desagradable. Solo habían transcurrido dos días desde mi última sesión de quimio y el incidente no deja de ser un aviso de que, en mi situación clínica, debo estar atento a las vicisitudes que me presenta la naturaleza.
El 26 de abril, ya bien acomodados en el Hotel Silken Atlantida (excelente, por atención y servicios), nuestra anfitriona nos preparó, en su casa, una recepción inolvidable.
Myriam había invitado a varias amigas que leerían mis Sonetos al día siguiente, a las que yo no conocía con anterioridad. Habían dispuesto hasta entonces solo de fotocopias del libro y, cada una, tenía seleccionados dos poemas. En el transcurso de la velada, con el sol canario ofreciendo sus últimos rayos desde la estupenda terraza de los anfitriones (Miryam y su marido, Oscar), me regalaron los oídos y apuraron los latidos de mi corazón, leyendo en primicia, los Sonetos elegidos. Lo hicieron con entonación y sentimiento difícil de encontrar cuando se pone alta voz a los poemas ajenos.
Myriam Hodgson, Nancy Negro, Elena Martín y Aguasanta Navarrete, entre jamón, quesos, tortillas preparadas por Miryam (Machado) con su toque especial y otras delicatesen, regadas con vino Campillo, que elevó su modestia a insuperable en tan buen ambiente y compañía, sirvieron de estímulo para hilvanar una conversación amena, irrepetible, en la que me sentí -obviamente, sin serlo ni de lejos- principe de las letras. Todas ellas son magníficas profesionales en lo suyo, y lo que las reunía allí, además de la obvia amistad con Myriam y Oscar, era su generosidad.
Estaban también en la reunión, además de mi esposa María Jesús, y de Esperanza, la hermana de Miryam, Pachi, el marido de Elena, y Miguel Angel Guisado, el esposo de Myriam Hodgson. Todos contribuyeron sin reparo y con una espontaneidad que solo se alcanza en momentos y situaciones mágicas, a generar un espacio de simpatía excepcional. Hablamos de poesía, de metafísica y teología, de amigos comunes, de sicología y hasta de cómo hablar en público.
Con tales antecedentes y la propaganda que Miryam y sus amigos habían hecho, el acto del día siguiente fue un éxito. El marco, el Casino de Santa Cruz, incomparable. Hubo dos lectores más, que no habían podido acudir el día anterior al ensayo que fue generador para los recién llegados a la isla de amistades que se presentan como inquebrantables. El magistrado asturiano Juan Moreno-Luque, con una voz para enmarcar (y músico notable), leyó dos poemas fuera de programa. Antonio Fumero, ingeniero de Telecomunicaciones y amigo admirable, fue el único invitado por mí a la lectura; vino desde el otro extremo de la isla con Julieta, la madre de sus preciosos mellizos.
Y si no llené el aforo, la culpa hay que atribuirse a la competencia -siempre dura- del Real Madrid, que jugaba a esa horaun partido crucial para la estabilidad del país. Hubo, también, algunos despistes con el lugar o la hora y faltaron unos pocos comprometidos con causas mayores, que no les dejaron cumplir con su voluntad de estar presentes. Había unas ochenta personas en la sala, que ya son bastantes. La atención prestada a las lecturas de los improvisados juglares y a mi conferencia, fue impactante. Qué voces, qué emoción transmitida. Pocas veces con anterioridad me sentí tan a gusto, noté de forma así de intensa la sintonía con el público asistente.
Los 20 libros que aún me quedaban de los Sonetos que llevé a Santa Cruz se quedaron en la isla y si hubiera tenido más, más me pidieran. Varios asistentes me comentaron espontáneamente su vinculación directa o indirecta con el cáncer y me agradecieron el tratamiento que dí al tema, tenido por tabú en muchos círculos.
Para terminar, quiero agradecer especialmente dos presencias de colegas de minas: la de Diego Vega La Roche, a quien acompañó su esposa Virginia, y la de Manuel Rubias Tejadas. Y no puedo menos de poner de relieve el apoyo prestado al acto desde Sevilla, a Felipe Lobo y Daniel Fernández de la Mela, de la Junta Directiva del Colegio de Minas del Sur. Fue un acto atípico para una organización minera, sin duda, pero los ingenieros, en tanto que humanos, compartimos lo esencial. Como decía Terencio: Nada de lo humano me es ajeno.