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Si hubo síntomas,
fueron tan imperceptibles
que no fue posible
tomar las precauciones.
Se levantó, como cada mañana,
con perezas y sueños preteridos.
Abandonar la cama tibia
para adentrarse en la espesura
de un día por hacer
le producía taquicardias.
Se lavó las legañas del reproche,
desayunó zumos de sórdida intención
y devolvió por momentos
las reservas de alcohol a la fresquera.
Tenía planeado ir al Banco
para poner al día la libreta,
pero no la encontró donde quería.
Estaba, como las gafas,
el recado de escribir,
los teléfonos del médico y la asistente social
y los móviles que utilizaba
para animarse después, exactamente,
donde los había dejado
la noche anterior,
cubiertos por las brumas preferidas
del Alzheimer.
Salió a dar un paseo
por la ciudad y saludó
a varios conocidos -o así le parecieron-
con efusión en él desconocida.
Advirtió que llovía,
que era frío el porqué.
que la calle resbalaba y se perdía.
Volvió a casa,
desayunó otra vez,
buscó denodadamente
la libreta y algo que recordar.
Murió sin hacer ruido,
salvo el grito final,
como siempre sucede.
Un hombre ilustre, forzado inventor
de personajes.
77 bis
Para sucesos imposibles, avalancha de limones
sobre tus senos, agrias promesas de ciego amor,
gestos de enfado eterno, sueños compartidos
entre irreconciliables enemigos, y el vuelo desde el último peldaño
alzándome a tocar el cielo desde las alturas de tu grácil cuello.
Para imposible, el reto de construir desde la soledad
con las antiguas pasiones, algo más que turbios resultados.
(“Amar sin tener gozo”, 29 de enero de 2017 @angelmanuelarias)
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