Parecería que acabamos de descubrir que la España rural se ha despoblado, que las poblaciones chicas sucumben ante el atractivo de las urbes grandes, y que las segundas viviendas han devorado los lugares más bonitos de nuestras costas engullendo los pueblos de pescadores donde ya casi no habitan marinos.
Parecería que acabamos de enterarnos de que los comercios llamados de cercanías han desaparecido en beneficio de las grandes superficies comerciales, que las tiendas de la esquina están regidas por diligentes naturales chinos a los que acompañan sus hijos españoles y que nos venden todo tipo de productos de los que muy pocos (si algunos) están fabricados aquí, en España. Qué digo: como ya he expresado, con aires de lamento más que de denuncia, los espárragos cojonudos vienen de Perú, las lentejas La Asturiana de Estados Unidos, los garbanzos turdesillanos de Canadá y la ropa de Zara se confecciona en Marruecos, Portugal o el Kurdistán.
Parecería que no nos dimos cuenta que hemos orientado a nuestros jóvenes -desde hace décadas- hacia la Universidad, en lugar de hacia la Formación Profesional y que no hemos encontrado sitio para los mejores expedientes que, ahora, triunfan en Inglaterra, Alemania o están empleados de dependientes en Carrefour o se han convertido en casi mileuristas a la espera de una ocasión mejor.
Se diría que estamos ignorantes de que quienes toman las principales decisiones para casi todas las más grandes empresas del país (pequeñas, sin embargo, si se las compara con la escala mundial) son personas que se deben a Consejos con sedes en Basilea, Londres, París, Roma, Berlín o Nueva York y a los que importa un pito todo lo que no sea garantizar rentabilidad a los capitales invertidos (“crear valor para el accionista”) y simular que están concienciados con el ambiente y las responsabilidades sociales corporativas, entre otros palabros de buen gusto semántico.
La España vaciada es consecuencia de la España viciada, la que pierde el tiempo en discusiones políticas sin meollo y sin abordar los grandes problemas, la que se empecina en mostrar que todo va bien, cuando la realidad nos ha llenado de agujeros, la que pide un Plan de apoyo para el sector, ocultando buena parte de los misteriosos entresijos que enriquecen a unos pocos con el trabajo de muchos, la que se cree que las burbujas (inmobiliaria, industrial, de servicios, etc.) se crean por fatalidades de la naturaleza y no por el descontrol y la desorientación frente a los mercados, la que está satisfecha porque se active el consumo de chupetes tecnológicos sin advertir que la inmensa mayoría vienen de fuera y, en el mejor de los casos, aquí solo ensamblamos algunas piezas y les ponemos la carcasa.
Me gustaría que se reflexionara y se actuara, sobre la manera de volver a llenar de actividad a la España vaciada. Con cabeza, sin presiones, sin ilusionismos.
Porque no consiste en habilitar en cada pueblo polígonos industriales (ya tenemos demasiados cubiertos de hartos y vacíos de empresas), no pretendiendo que la fibra óptica por sí misma va a generar empleo (¿para que cuatro privilegiados trabajen desde sus casas para la multinacional mirando un paisaje?, no aumentando a lo loco la red viaria (¿para que el asfalto cubra toda nuestra superficie y no sepamos ya cómo ir a ningún sitio sin mirar Google Map?) o reclamando ambulatorios por doquier (¿solo con especialistas en geriatría y enfermedades terminales?)y animando a llenar de “casas rurales con encanto el territorio” (¿para ser testigos de su deterioro?).
Todo ello mientras el campesino sucumbe en su pobreza o aguanta a trancas y barrancas con la media pensión de alguno de sus padres ancianos aún vivos, en tanto que el ganadero y el agricultor autónomos financian con sus productos a los supermercados o las frutas y hortalizas se pierden sin recoger en las tierras y campos.
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Un pareja de ánsares campestres (ansar fabalis) en las aguas de las lagunas de Villafáfila, descansa antes de tomar nuevas fuerzas para su largo viaje migratorio. Las distintas especies de ánsares no son fáciles de distinguir, siendo en ese espacio natural normal encontrar juntos a los ánsares campestres y a los comunes (anser anser).
El ánsar común es algo más grande y pesado, pero lo más distintivo es escuchar sus voces. El campestre es prácticamente silencioso, y emite solo una especie de bufido bastante grave, en tanto que el común, al ser violentado por la presencia humana, se descuelga con unos graznidos como hacen las ocas de corral. Hay análisis de especialistas que detallan las diferencias entre los ánsares basadas en la forma del pico y el entronque con la cabeza o el blanco de la frente, pero no quiero pretender una erudición que no poseo.