Hemos estado oyendo durante años, de boca de quienes se decían nuestros representantes en las Administraciones públicas, amparados en que les habían votado unos cuantos ciudadanos, que eran demócratas convencidos.
Aunque no hubiéramos estudiado en las Facultades de Sociología y Políticas, sobreentendíamos que, quienes decían así, se manifestaban totalmente a favor de escuchar cuantas más opiniones, mejor, antes de tomar una decisión y que serían plenamente capaces de justificar ante la totalidad, especialmente ante aquellos que no les hubieran votado, el porqué habían elegido, de entre las diversas acciones posibles, una y no otra.
Por supuesto, como existía una norma general para actuar, aunque con muchas lagunas, que llamábamos Constitución, lo que nunca hubiéramos imaginado es que, siendo demócratas, fueran capaces de saltársela a la torera. Y si nos hubieran comentado que su conocimiento de lo público les serviría después para sacar más rendimiento desde lo privado, y no al revés, atajaríamos tal insensatez argumentando que ser demócrata es, también, ser honesto.
Desde muy niños, nos han educado para distinguir lo que está bien de lo que estaría mal. Incluso, nos han enseñado unas cuantas historias bastante curiosas en libros sagrados y algunas formas de dirigirse respetuosamente a los seres muy superiores, cuyo fundamento común, según entendimos, era que se debería respetar y amar al prójimo, ser solidario con él, ayudar a los que lo necesitaban y no aprovecharse de los estados de debilidad de los otros, ya que la fortuna es un regalo de los dioses que saben cómo controlar el azar, y premiarán en otra vida a los que no tuvieron su oportunidad en ésta.
Incluso los más escépticos de que todos estos relatos antiguos fueran un invento fantasioso de los hombres, reconocían que se podía encontrar en el interior del propio yo unas varillas sostenedoras de las guías de actuación que nos permitirían, en cualquier caso, dormir tranquilos, y que llamaron ética universal.
Nunca hubiéramos imaginado que algunos de quienes habíamos elegido para que cuidaran y rentabilizaran en beneficio común lo que era de todos, fueran capaces de detraer para su propio goce una parte de lo que les habíamos confiado.
Ya adultos, entendimos que, allí donde la voluntad colectiva de hacerlo lo mejor posible no bastaba para controlar las intenciones de algunos de hacerlo mal, debía actuar el imperio de la Ley. Esa primacía de lo legal era una manera algo rimbombante de expresar que tendríamos como garantía de que nadie malinterpretara los derechos propios y de los demás, a unos cuantos ciudadanos ejemplares que, sin intereses particulares prevalentes ni tendencias o amistades que les impidieran ser muy objetivos, dilucidarían entre quienes creían tener una razón mayor. Y confiábamos en que lo harían de una manera neutral, siguiendo la guía marcada por unos cuantos libros quasi-sagrados que recogían las normas de actuación y convivencia destilados durante siglos, los principios más universales, la ética, y, donde hiciera falta, la tradición y la costumbre, además de ser coherentes con lo que ellos mismos hubieran decidido antes.
Lo que no se nos habría pasado por la cabeza, si no hubiéramos perdido la inocencia infantil, es que algunos de esos jueces estuvieran atentos a sus preferencias políticas para retorcer la ley que deben aplicar, ni que, según quien fuera el juzgador predeterminado por la Ley pero deducido por complejos caminos de asignación digital o, en fin, según fuera el color con que se viera el caso en primera, segunda, tercera o enésima instancia, la razón del que se encuentra frente a la Justicia pudiera cambiar de traje, y que la independencia de algunos jueces no merezca ese calificativo, si se escarbase en sus trayectorias con la azada de la coherencia.
No me atrevo a sacar conclusiones, porque, después del repaso por lo que nos está sucediendo, y aunque es terrible que paguen justos por pecadores, me viene a la mente la frase terrible de los defensores del cuartel de Simancas, y, en verdad que en este caso no me importa la ideología: “Disparad sobre nosotros, porque el enemigo está dentro”.
Solo que no sé bien quien ha de disparar, y con qué balines.
Muy bien Angel. Casi siempre encuentro algun confort leyendote. Como habras podido scanear te leo de vez en cuando, pero siempre estoy llegando tarde a algun sitio y no tengo tiempo? para dejarte un comentario. Por ser Navidad hoy lo encontré: Creo que tu bipolaridad ciencias-letras esta terminando de rematar el cambio de carácter que se inició en ti con el estudio juvenil del teorema de existencia de las funciones implicitas en la calle Independencia de Oviedo. Ahora he recordado lo de la razon de la sinrazon que atribulaba a Alonso Quijano y por ahi deben ir los tiros, es que no se puede leer tanto!. A ver si tenemos este año un momento para discutir sobre Caperucita Coja o sobre el Conde Lucanor y Calderon o del Archivo de Simancas, pero siempre con el cerebro polarizado positivamente, que creo que es mucho mas eficiente y mejor real que virtualmente. Un fuerte abrazo y Feliz Navidad. Plácido
Ultimamente estoy muy criptografico y por si acaso dejame aclarar que con la polarizacion positiva me estaba refiriendo al “positive thinking” que parece retornar con fuerza, como los brujos de Powels y Bergier en el 68
Ante todo, gracias, Plácido, por comentar sobre lo que escribo, y apuntar hacia alguna de las consecuencias de mi formación académica bipolar que, sin duda (para mí, al menos) es consecuencia de que siempre me gustó avanzar por el medio camino entre la física y la metafísica, sin que, hasta el momento, haya podido dilucidar si ser ingeniero me acerca más a la metafísica que el ser abogado.
En cuanto a tu deseo de que polaricemos positivamente el cerebro (en el sentido que aclaras, por si fuera necesario a alguien, en el segundo comentario del mismo día), me parece un desiderátum excelente. Como te conozco casi desde que éramos niños, puedo confirmar que tanto tú como yo, como otros (pocos) de los que conocemos, no descartamos incluso encontrar lo útil entre la basura, y tratamos de hacer, utilizando lo que tenemos de conocimiento, tiempo, e ingenio, los mejores cestos con los mimbres que tenemos en las manos .
Y, sí, El retorno de los brujos, sigue ofreciendo reflexiones interesantes para los que se preguntan acerca de los límites entre la realidad y la fantasía, la verdad y la mentira, lo que sabemos y lo que creemos saber. A mí, al menos, así me lo parece.