El independentismo catalán ha elegido un sábado de marzo de 2019, (el 16) para fletar unos cuantos autobuses hasta Madrid. No son muchos para lo que podría haber sido. La capital del Reino está hermosa en este falso comienzo de primavera, y merece la pena aprovechar unos días de asueto para acercarse desde provincias a disfrutar del ambiente de tolerancia, cosmopolitismo, cultura y simpatía que expele esta villa, capaz de codearse con otras grandes capitales del mundo sin mover una pestaña.
Viene la expedición turística catalana, -además de para hacer compras, pasear por la calma, visitar tal vez algún museo y comer un buen cocido-, para armar ruido, y contraponer presión sobre la sombra alargada hacia el trullo de los cabecillas no fugados del fallido procés. El opaco presidente de la Generalitat, (Joa)quim Torra, títere del escapado Puigdemont, se ha aupado a la cabeza de esta expedición turístico-recreativa, para espetar al resto de los españoles que España debe escuchar a Cataluña, preguntarse qué hizo mal (aquélla), y respetar su deseo de libertad y justicia (de ésta).
La conjetura catalana es falsa como la falsa moneda, va a contrapié de la solidaridad necesaria para escapar de las tormentas, resulta ajena al hecho histórico español y al modelo europeo, y es perjudicial para todosuy, pero más para las ilusos que se han creído que siendo cabeza de ratón podrán defenderse mejor de las garras leoninas del capitalismo voraz.
Cierto que a esa conjetura solo puedo oponer otra, que es que a la mayoría de los encausados por el intento de sedición y/o rebeldía se les impondrán penas de cárcel. Esta presunción no tiene que ver con mi firme creencia, que comparto con la inmensa mayoría de españoles, de que los catalanes forman parte de España, y que están y estamos todos mucho mejor juntos que a la greña. Radica en mi convicción de que las leyes deben respetarse y que quienes inviten a violarlas desde las instituciones, no importa si estando convencidos o sufriendo alucinaciones, incluso aunque pretendan defender la voluntad de un par de millones de ciudadanos, merecen respeto pero no un trato de favor.
Los hechos ya no son presuntos, sino ciertos, aunque los matices puedan ayudar a valorar la gravedad de las intenciones y discriminar las culpas. Pero ni el sentimiento de lástima que llega a sobrecoger al verdugo sirve para justificar que le tiemble la mano, ni la compasión como espectador implica apoyar la indulgencia, porque el Estado de derecho no es distinto para unos y otros.
Así que, después de un juicio que valore la gravedad de sus actos, los cabecillas de la insurrección habrán de pasar unos años en la trena, que les rediman, ya que no reparando el daño ni posiblemente arrepintiéndose ni rehabilitándose, al sufrir la pena de la privación de libertad.
Permita el lector que me zambulla en otra conjetura. No hace tantos días, poco antes de este desfile anticonstitucional, y poco después de la ocupación de las calles del centro de Madrid por los taxistas que reclamaban que se ahogase la libertad de contratación de los vehículos de ocupación concertada (VOC) con una ley mordaza ad hoc, el 8 de marzo de 2019, miles de mujeres y algunos hombres se manifestaban en la capital y en muchas ciudades del Reino, reclamando la plena igualdad del antes considerado sexo débil, pidiendo también, como es costumbre para todo grupo vociferante, libertad y justicia y, ya en deriva, en ciertos sectores, esgrimiendo carteles y gritando eslóganes de pelaje entre chusco y deplorable.
Tengo la conjetura de que las manifestaciones, al menos la de Madrid, estaban organizadas en sus elementos básicos por personas que saben bien cómo movilizar a las masas. Se prendieron mechas en distintos puntos del bosque de los ideales feministas y así se consiguió que ardieran muchas más hectáreas. Solo que, para mí al menos, se perdió gran parte del sentido reivindicativo leal y serio, difuminándolo en una fiesta más bien grotesca.
Dentro de mi conjetura, quiero suponer que algunas relevantes integrantes de la manifestación de Madrid participaron en ella, confundidas, es decir, confusas. En la primera línea del frente de exhibientes, había miembros del Gobierno socialista (y la esposa del presidente de Gobierno), que no se limitaron a llevar una pancarta y avanzar en silencio.
Contagiadas por el ardor multitudinario y víctimas propiciatoria de la organización revoltosa, saltaron y botaron sin sentido, y dejaron que sus voces se confundieran con insultos, eslóganes y soflamas tabernarios. Dijeron algunas de esas figuras del Gobierno que actuaban en el ejercicio del derecho a la expresión individual. Solo que, desde mi conjetura, se convirtieron también en portavoces de aullidos que nada tienen que ver con la igualdad, el feminismo y el derecho a no ser discriminadas por haber nacido sin pene, aún disponiendo, por evidencias crecientes, en general, de una superior inteligencia de los portadores naturales de ese adminículo de poco uso.
Tengo, en fin, una conjetura que extraigo de tamaño batiburrillo de ideologías, creencias e intereses: arriesgamos avanzar por el camino de lo peor, creyendo ir por la senda de querer estar mejor.
El independentismo nos empobrece y genera barreras económicas y sociales que nos hunden en la miseria de la no recuperación; encrespa y abre barreras de incomprensión y hasta de odio entre quienes deberían poner los hombros unos junto a otros y los cerebros y las manos a empujar los mismos carros.
El feminismo vociferante y pre-bélico no ayuda a avanzar en la consecución de esa igualdad, justa, legítima y, además, beneficiosa para todo el colectivo humano. Ni siquiera sirve para acelerar el ritmo porque, como bien sabemos los que peinamos canas (muchos de ellos en la generación de las yajus, los ya jubilados), ha alcanzado velocidad de crucero en las últimas décadas, abriendo y derivando barreras.
Hemos ido juntos, hombres y mujeres, en esos avances. Cierto que queda camino por hacer pero los varones no somos, sin más, el enemigo. Quiero creer, también, que la mayoría de las mujeres saben valorar que, con limitaciones del modelo y circunstancias, la mayoría más significativa nos hemos colocado al lado de nuestras compañeras, desde el respeto, el afecto y la comprensión, apoyándolas en su justa carrera, no solo con aplausos, sino eliminando rémoras cuando estaba en nuestra mano.
El ave que vuela en el limpio horizonte castellano es un juvenil de golondrina común (hirundo rústica). Cuando los niños de entonces estudiábamos Ciencias Naturales en el bachillerato, la golondrina era uno de los animales que, elegidos como ejemplo de su categoría (en este caso, las aves) nos enseñaban a distinguir entre morfologías, aparatos digestivos, músculos o huesos. La golondrina común es de todas las aves voladoras con l< cola ahorquillada, la única que tiene manchas blancas en la cola y una garganta de color naranja con anillo ocular oscuro.
Bécquer poetizó a las oscuras golondrinas, aunque esas aves, tan conocidas, solo parecen oscuras vistas desde arriba. Vistas desde el suelo, es característico elemento diferenciador de la familia de las Hirundinidae, la cola: Ligeramente amilanada en el avión zapador (y collar marrón), redonda con manchas blancas, en el avión roquero, con largas pestañas (más cortas en el joven) en la golondrina común y en la dáurica (ésta, con dorso y obispillo naranja y zona ventral completamente negra) y, en fin, el avión común, con cola negra amilanada, obispillo y zona ventral blancos y tenue collar gris.