El autor entró en el salón en donde se le iba a rendir un homenaje, llevando una carpeta en la que había introducido una selección de sus mejores poemas. Se había acicalado para la ocasión con especial esmero, recortándose la barba y el bigote y eliminando, con unas pinzas de depilar, algunos pelos de la nariz y las orejas.
Con íntima satisfacción, recorrió el camino que conducía al estrado, recibiendo abrazos, apretones de manos (y algún empujón), y un par de besos femeninos. Allí estaban muchos de sus amigos, la mayor parte de sus rivales, miembros de su familia, varias de sus musas.
El director de la Academia de las Artes Poéticas y Otras Inutilidades Literarias, que le esperaba ya sobre la tarima, se adelantó para darle la bienvenida, con la mala fortuna que trastabilló, al no apercibirse de que había dos escalones desiguales, y cayó sobre el autor, en lo que podía parecer un abrazo de oso. Ambos habrían rodado por el suelo, sino hubiera sido porque, en la caída, la palmeta del respaldo de una silla de la fila delantera, prevista en el proscenio como asiento para autoridades e invitados especiales, se clavó en la cadera del poeta, causándole un intenso dolor del que no se libraría el resto de la velada.
Cuando empezó el acto, que tenía como duración prevista e inaplazable la de una hora, pues el bedel de la Academia había advertido que el local se cerraría a las ocho en punto, el director de la magna institución se deshizo en elogios hacia el vate, como acostumbra a decirse en las crónicas periodísticas que se confeccionan con posterioridad, para hacer la reseña de un acontecimiento literario al que no se ha acudido.
En realidad, si hubiera necesidad de ser precisos, cabría decir que el director de la Academia (propuesto para presidente honorario perpetuo de la misma) consumió casi media hora en elogiarse a sí mismo, pues resaltó, con ínfimos detalles, cómo había conocido al magno poeta, laureado ahora en tantos certámenes extranjeros, con premios dignamente merecidos, cuando no era nadie, o por decirlo con dulzura, era solo un joven inexperto incapaz para descubrir por sí mismo las complejas modalidades y desarrollar las innúmeras virtudes que son precisas para deambular por los jardines de la mejore literatura, terrenos donde imperan los caprichos de Calíope y Apolo, vecinos puerta con puerta de Afrodita y Aquiles y otros dioses de fausta memoria.
-Yo, que entonces ya era director de la Academia, -proseguía, inagotable, quien se creía poseedor de privilegiado cacumen- acogí a aquel muchacho inexperto, al que hoy ciertamente homenajeamos, y le dí de beber en mi viril pecho, ya hecho y derecho (y perdonen ustedes las rimas, pero me salen así de natural), las nutricias leches del mejor saber poético …
Todo eso, y más, expresó, con rimbombante verbo, el monitor del acto, después de haber advertido que sería breve, pues tenía la seguridad, sin asomo de duda, de que todos los presentes habían venido para escuchar al poeta y no a él mismo.
Nadie oyó la voz del autor, musitando para sus adentros: “Me aconsejaste, oh cabrío, que me dedicara a la agricultura, pues, según tú, todo estaba inventado en la lírica y yo no tenía imaginación más que para destripar terruños”.
A las palabras del director, siguieron las del miembro más antiguo y a las del miembro más antiguo, las del primer maestro de esgrima que tuvo en poeta, y al experto en floretes y estocadas, la del fabricante de una estilográfica, patrocinador del acto, y al de la pluma hubiera seguido la intervención de la profesora de latín del Instituto que enseñó al entonces discípulo a distinguir a Sócrates de Aquino, sino fuera porque asomó entre bastidores la torva cabeza del bedel, advirtiendo:
-Quedan cinco minutos, y cierro la puerta. Y el que no haya salido para entonces, tendrá que quedarse aquí hasta mañana a las diez y media, en que la reabro, cuando empiece mi jornada.
Y aún precisó razones:
-Para lo que me pagan…
Ante la amenaza de pasar la noche en el frío salón de ceremonias, el director de la Academia tomó la decisión de prescindir de las palabras del autor, justificando la omisión en que las obras del mismo estaban disponibles en las librerías y, en todo caso, podrían bajarse gratis de internet, y cedió al público presente la oportunidad de proponer una sola cuestión al homenajeado, con lo que se cerraría brillantemente el acto.
Venciendo el estupor que inundó la sala, una joven alzó la mano y, autorizada que fue por el maestro de la ceremonia, con voz dulcísima y pulquérrima, expresó lo siguiente:
-A mí, que soy gran admiradora suya, me han causado honda emoción unos versos de los que, ahora que tengo la oportunidad, me gustaría nos explicara su sentido.
Los cuellos se volvieron hacia el fondo de la sala, en donde se hallaba la joven de la voz, quien recitó, con prodigiosa entonación, como quien declama a Shakespeare:
-“Por el amor, vencido, aboco/siguiendo a los demás, derecho al pozo/por senderos que hollaron pies que quiero/y que otros, fornidos, persiguiendo/pusieron antes debajo estando por encima”.
El autor la miró, con rostro que dejaba entrever su ánimo atónito.
-¿Qué quiso decir, apreciado maestro? -repitió la muchacha, como un martillo pilón manejado por una ninfa.
-No tengo ni pajolera idea -contestó el poeta, haciendo ademán de levantarse, con el dolor claveteándole los ijares, frotándose la nalga con la izquierda-. Porque no son míos. Pero si quieres que te escriba algo personal, llámame a casa.
Fue uno de los mejores actos ceremoniosos al que recuerdo haber asistido jamás. La gente salía a la calle, aplaudiendo a rabiar, si bien el frío intenso que se había impuesto en la ciudad tenía mucho que ver.
El poeta se marchó a vivir a Nueva York, en donde me parece que aún vive, si no se ha muerto a estas alturas.
FIN
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