Al socaire

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El joven imprudente y el taxista tozudo

6 enero, 2016 By amarias 3 comentarios

Entre los curiosos sucesos de la vorágine de final de año, me llamó la atención especialmente el grave accidente sufrido por un joven que tuvo la ocurrencia de encaramarse al techo de un taxi, y que, habiendo sido invitado por el conductor a bajarse, se empecinó en mantenerse en esa peligrosa plataforma, con el obvio resultado de que, cuando el taxista puso el vehículo en marcha, al doblar una esquina, salió despedido y se rompió la cabeza contra la acera.

La historia, siendo real, me parece aplicable también como metáfora a la actual situación de la política española, y en los frentes tanto general, como local. Si, salvando el que el asunto verídico está aún bajo investigación judicial, se me permite suponer que ambos -jovenzuelo y guía- no estaban en perfecto uso de sus facultades mentales, encuentro similitudes en el comportamiento de los que se presumen líderes de opinión -conductores del vehículo colectivo-, empeñados en ponerse en marcha sin haber elegido el destino, y la sociedad danzante sobre el capó, inconsciente de que la sensatez aconseja bajarse del carro y discutir a dónde se quiere ir, y cuál será el precio de la carrera.

Si estuviéramos hablando de cocina, diría, siguiendo con el gusto por las metáforas, que estamos en un momento en que se cargan tintas para que llamar la atención sobre lo que se guisa antes de probarlo, poniendo nombre rimbombante al menú y sirviéndolo con pinzas y lente de aumento en plato grande.

Pero lo que se está cocinando hoy en nuestra sociedad, y específicamente en la española, tiene un sabor amargo, porque a los ingredientes de carne y de pescado que vienen frescos de la plaza común, se le están aportando al buen tuntún, por aprendices de brujo e infiltrados en cocina, estas delicadas especies: improvisación, dejación, desprecio e ignorancia.

Tengo para mí que hay una parte nada despreciable de la población española en edad de discernir que no saben lo que quieren aunque están muy dispuestos a admitir lo que no quieren.  Faltándoles conocimiento, tiempo o ganas, se incorporan, por gracia, devoción, omisión o simple inercia, al ideario elemental difundido por monologuistas más adecuados para el Club de la Comedia que para tomar las riendas del carro colectivo.

Resultado: entre quienes se han esforzado en presentarse con su lado más seductor, con las  entradillas más graciosas y los estirados de piel propia y despellejamiento de contrario más logrados, el público asistente ha seleccionado los cuatro o seis actores que merecerían pasar a la siguiente fase del concurso.

Solo que no estamos en un concurso, sino que nos jugamos el futuro.

En uno de los grupos vocingleros, están los que aseguran que lo que necesitamos para curarnos del mal que tenemos -antes incluso de diagnosticar su naturaleza- es una nueva República, que sería, por tanto, la tercera; pero, en lugar de echar mano a los conceptos, se prefiere echar mano a los símbolos, colando en cada oportunidad la bandera tricolor (que es enseña prestada), el menosprecio a la Constitución o el gusto por las algaradas (de las que la procesión en Valencia de tres señoras y su séquito de fantasías, en época de cabalgatas de Reyes Magos, representando a la Libertad, la Fraternidad y la Igualdad, ataviadas con disfraces que apuntaban a su identificación con animadoras de salones para un western, es la última ocurrencia).

Están también, en otro grupo, los que gritan que se vive mejor de forma insolidaria; no es éste, principio de acción nuevo, ni ha germinado solo entre ciertos catalanes. Lo cultivan también serenísimos ingleses y franceses, no pocos montaraces norteamericanos, muchos intuitivos israelíes, turcos, sudaneses, marroquíes,…Vamos, que se estila en todos y cada uno de los rincones del globo, cercanos como lejanos, y se buscará siempre el amparo en la supuesta supremacía de una etnia, una religión, una intuición.

Para los que hemos sido educados en la religión católica (y hemos evolucionado, serenamente, hacia el agnosticismo), crecido en el seno de una dictadura (y sabemos, por tanto, lo que implica vivir en democracia), conocemos, por la teoría como por la práctica, la libertad de mercado (y hemos comprendido sus limitaciones); para quienes creímos en la igualdad de oportunidades (y hemos visto cómo se la transformaba en una fórmula para proteger clanes y determinados intereses), en la fortaleza conseguida desde el respeto a los demás (y lamentamos cada muestra de su incumplimiento, porque nos debilita), en la importancia de las ideas y del intercambio de opiniones para encontrar las mejores con las que avanzar (y asistimos, rebeldes, a la imposición de criterios, al aturdimiento que se pretende provocar desde el griterío, a la trampa fácil de la ocultación de evidencias), …para todos aquellos que, dudando acerca de la forma preferible, y, por tanto, sin concederle la importancia decisiva, hemos consolidado un núcleo corto de razones al que adscribirnos sin reservas, … todas esas posturas de coetáneos que defienden las formas y no presentan sus fondos y las concretas maneras de avanzar, nos parecen añagazas.

Porque sí, hay que progresar, y rápido, hacia la mayor igualdad (que no es uniformidad, sino estímulo para diferenciar para conseguir el óptimo colectivo), hacia la mayor libertad (que, claro que no es libertinaje, sino respeto a la frontera de la intimidad del otro), hacia una coherente fraternidad (que no es contubernio de amiguismos, sino sensibilidad social para reconocer los méritos y las necesidades de los demás), y la forma de conseguirlo de manera eficiente es muy dura: abandonando muchos de los propios intereses, siendo espléndido para compensar las desventajas con las que parten los demás.

Se ha avanzado mucho, en España, por múltiples razones, en muy buenas direcciones. Sin embargo, el edificio en el que se acumulan los logros, presenta grietas evidentes (y otras, más ocultas). Lo sensato sería estudiar por qué, y analizar cómo incrementar los unos y apuntalar o corregir las otras.

No hay que improvisar, ni pretender ser los primeros de la clase, desconociendo que el ritmo lo están marcando otros y que una carrera de resistencia no se gana por ir en cabeza los primeros metros. Tampoco se debe destruir lo que se tiene, si funciona bien o no molesta para el viaje.

Algunos quieren convencernos de que la fórmula salvífica es apelar a la tradición -recogiendo del arcón del pasado unos unos ritos y pretendiendo ridiculizar, de paso, otros-, son traiciones, invasiones en el terreno de las creencias y derechos de otros. No hay que ver como inocuas ni inocentes esas intromisiones: si se hace mofa de una religión, una postura política, una etnia, se está pretendiendo marginar a los que la practican, la defienden o pertenecen a ella; si se denuncia que otros nos están robando bienestar, y se oculta el latrocinio de quienes tuvieron al lado, se está sirviendo de cómplice y no de guía.

Mi sugerencia, pues, es apearse del vehículo sin perderlo de vista, invitar a los que conducen o quieran conducir a que también lo hagan y, ya serenos todos y decidido a dónde queremos ir y lo que cuesta, volvamos a montarnos.

 

Publicado en: Actualidad Etiquetado como: Constitución, democracia, fines, joven, objetivo, partidos políticos, programa, taxista

Cuento de invierno: Confusión disculpable

8 enero, 2014 By amarias2013 Deja un comentario

El autor entró en el salón en donde se le iba a rendir un homenaje, llevando una carpeta en la que había introducido una selección de sus mejores poemas. Se había acicalado para la ocasión con especial esmero, recortándose la barba y el bigote y eliminando, con unas pinzas de depilar, algunos pelos de la nariz y las orejas.

Con íntima satisfacción, recorrió el camino que conducía al estrado, recibiendo abrazos, apretones de manos (y algún empujón), y un par de besos femeninos. Allí estaban muchos de sus amigos, la mayor parte de sus rivales, miembros de su familia, varias de sus musas.

El director de la Academia de las Artes Poéticas y Otras Inutilidades Literarias, que le esperaba ya sobre la tarima, se adelantó para darle la bienvenida, con la mala fortuna que trastabilló, al no apercibirse de que había dos escalones desiguales, y cayó sobre el autor, en lo que podía parecer un abrazo de oso. Ambos habrían rodado por el suelo, sino hubiera sido porque, en la caída, la palmeta del respaldo de una silla de la fila delantera, prevista en el proscenio como asiento para autoridades e invitados especiales, se clavó en la cadera del poeta, causándole un intenso dolor del que no se libraría el resto de la velada.

Cuando empezó el acto, que tenía como duración prevista e inaplazable la de una hora, pues el bedel de la Academia había advertido que el local se cerraría a las ocho en punto, el director de la magna institución se deshizo en elogios hacia el vate, como acostumbra a decirse en las crónicas periodísticas que se confeccionan con posterioridad, para hacer la reseña de un acontecimiento literario al que no se ha acudido.

En realidad, si hubiera necesidad de ser precisos, cabría decir que el director de la Academia (propuesto para presidente honorario perpetuo de la misma) consumió casi media hora en elogiarse a sí mismo, pues resaltó, con ínfimos detalles, cómo había conocido al magno poeta, laureado ahora en tantos certámenes extranjeros, con premios dignamente merecidos, cuando no era nadie, o por decirlo con dulzura, era solo un joven inexperto incapaz para descubrir por sí mismo las complejas modalidades y desarrollar las innúmeras virtudes que son precisas para deambular por los jardines de la mejore literatura, terrenos donde imperan los caprichos de Calíope y Apolo, vecinos puerta con puerta de Afrodita y Aquiles y otros dioses de fausta memoria.

-Yo, que entonces ya era director de la Academia, -proseguía, inagotable, quien se creía poseedor de privilegiado cacumen- acogí a aquel muchacho inexperto, al que hoy ciertamente homenajeamos, y le dí de beber en mi viril pecho, ya hecho y derecho (y perdonen ustedes las rimas, pero me salen así de natural), las nutricias leches del mejor saber poético …

Todo eso, y más, expresó, con rimbombante verbo, el monitor del acto, después de haber advertido que sería breve, pues tenía la seguridad, sin asomo de duda, de que todos los presentes habían venido para escuchar al poeta y no a él mismo.

Nadie oyó la voz del autor, musitando para sus adentros: “Me aconsejaste, oh cabrío, que me dedicara a la agricultura, pues, según tú, todo estaba inventado en la lírica y yo no tenía imaginación más que para destripar terruños”.

A las palabras del director, siguieron las del miembro más antiguo y a las del miembro más antiguo, las del primer maestro de esgrima que tuvo en poeta, y al experto en floretes y estocadas, la del fabricante de una estilográfica, patrocinador del acto, y al de la pluma hubiera seguido la intervención de la profesora de latín del Instituto que enseñó al entonces discípulo a distinguir a Sócrates de Aquino, sino fuera porque asomó entre bastidores la torva cabeza del bedel, advirtiendo:

-Quedan cinco minutos, y cierro la puerta. Y el que no haya salido para entonces, tendrá que quedarse aquí hasta mañana a las diez y media, en que la reabro, cuando empiece mi jornada.

Y aún precisó razones:

-Para lo que me pagan…

Ante la amenaza de pasar la noche en el frío salón de ceremonias, el director de la Academia tomó la decisión de prescindir de las palabras del autor, justificando la omisión en que las obras del mismo estaban disponibles en las librerías y, en todo caso, podrían bajarse gratis de internet, y cedió al público presente la oportunidad de proponer una sola cuestión al homenajeado, con lo que se cerraría brillantemente el acto.

Venciendo el estupor que inundó la sala, una joven alzó la mano y, autorizada que fue por el maestro de la ceremonia, con voz dulcísima y pulquérrima, expresó lo siguiente:

-A mí, que soy gran admiradora suya, me han causado honda emoción unos versos de los que, ahora que tengo la oportunidad, me gustaría nos explicara su sentido.

Los cuellos se volvieron hacia el fondo de la sala, en donde se hallaba la joven de la voz, quien recitó, con prodigiosa entonación, como quien declama a Shakespeare:

-“Por el amor, vencido, aboco/siguiendo a los demás, derecho al pozo/por senderos que hollaron pies que quiero/y que otros, fornidos, persiguiendo/pusieron antes debajo estando por encima”.

El autor la miró, con rostro que dejaba entrever su ánimo atónito.

-¿Qué quiso decir, apreciado maestro? -repitió la muchacha, como un martillo pilón manejado por una ninfa.

-No tengo ni pajolera idea -contestó el poeta, haciendo ademán de levantarse, con el dolor claveteándole los ijares, frotándose la nalga con la izquierda-. Porque no son míos. Pero si quieres que te escriba algo personal, llámame a casa.

Fue uno de los mejores actos ceremoniosos al que recuerdo haber asistido jamás. La gente salía a la calle, aplaudiendo a rabiar, si bien el frío intenso que se había impuesto en la ciudad tenía mucho que ver.

El poeta se marchó a vivir a Nueva York, en donde me parece que aún vive, si no se ha muerto a estas alturas.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: academia, bedel, confusión, cuento de invierno, director, explicación, homenaje, joven, poeta

Cuento de invierno: Encuentro entre el joven innovador y un empresario retirado

2 enero, 2014 By amarias2013 Deja un comentario

Todo empezó con un sueño de los que se recuerdan al despertar, como si hubiera quedado adherido para siempre a la realidad del día anterior o se esforzara en formar parte de la del día siguiente.

El caso es que el joven innovador no había podido dormirse hasta avanzada la noche. La oportunidad que se le presentaba ante sí, era merecedora de tal vigilia. Por fin, tendría la ocasión de presentar su original invento a alguien con posibilidades económicas para financiarle su desarrollo y posterior comercialización.

A quien iba a ver, era un empresario retirado, de apellido Arnau, que había hecho una considerable fortuna en el campo de la construcción y que, inesperadamente, -hacía apenas un par de meses-, había decidido liquidar su boyante complejo.

Los diarios económicos se habían hecho amplio eco de la noticia, y el mundo de los negocios estaba muy alterado, puesto que eran varios los grupos internacionales que pretendían hacerse con el apetitoso bocado. Todo hubiera hecho pronosticar una drástica disminución de la facturación, mientras se concretaban los términos de la operación. La decisión había sido tan precipitada que los directivos de la firma desconocían con anterioridad el propósito del capitalista y la improvisación había sido tal que ni siquiera se había redactado el cuaderno de ventas.

La conmoción mayor, sin embargo, llegó cuando el magnate indicó, en una entrevista corta concedida a una televisión autonómica, que su hija se haría cargo del emporio de inmediato.

La cosa resultaba realmente sorprendente, puesto que la designada como sucesora carecía de la menor experiencia en el mundo de los negocios. Verdaderamente, no tenía ninguna en ningún campo conocido, salvo, eventualmente, en el de la adoración a los espíritus y en los ejercicios de contemplación mística. Había estado recluida en un convento de madres clarisas, en donde habían transcurrido, como monja de clausura, sus últimos diez años, desde que cumpliera los diecisiete.

Por especial dispensa, se le había autorizado a renunciar a sus votos y dejar los hábitos, hasta que la operación financiera de liquidación de los negocios paternos se ultimara, ya que la mitad de lo que se obtuviera se destinaría a engrosar los maltrechos fondos conventuales. La otra mitad se habría de destinar a obras pías, sostenimiento del progenitor, que pensaba retirarse al monasterio de Yuste (en memoria de Carlos Primero, de quien se declaraba admirador) y, en lo que resultara remanente, a misas por su alma, cuando el óbito sucediera, lo que no había razón alguna para imaginar como evento próximo.

Nadie conocía el rostro de la joven exclaustrada, que pasaba la mayor parte del tiempo junto a su padre, curándole de las molestas jaquecas y revisando cifras y más cifras de los informes de evaluación de los expertos. Cuando era imprescindible que se presentara en público, bien ante los empleados o los asesores financieros, aparecía cubierta con un antifaz, más bien, una careta, pues le ocultaba hasta casi el labio superior.

Se podría deducir algo de su belleza por su voz cálida y el cuerpo esbelto, que se entreveía (el segundo) por los ropajes, a modo de sotana de hilo finísimo, que ocultaba sus formas. Lo que verdaderamente resultaba sorprendente era advertir su poderoso carácter y fuerte temperamento, pues ponía gran énfasis en sus opiniones, que, a los que las escuchaban, aparecían, por lo general, ponderadas y atinadísimas.

El joven innovador había soñado que la hija del empresario al que iría a ver a la mañana siguiente era, en realidad, una artista circense. Su número consistía, en realizar operaciones de telequinesia, combinadas con cambios vertiginosos de vestuario. En su sueño y como colofón de la visión fantasmagórica, la monja clarisa se le aparecía en lo alto de la carpa, suspendida de unas a modo de jarcias, portando unas unas alas angélicas y un mantón de color celeste que le tapaba hasta los pies; pero, en otro periquete, la descubrió a lomos de un elefante, luciendo unas mallas muy apretadas, que encubrían someramente unas piernas tan hermosas como las de una corista.

A punto de despertar había visto que la joven, Bárbara Arnau, anunciaba su número como La monja transformista.

El joven innovador, Mariano Calandre, había estado investigando profusamente sobre la manera de hacer proyecciones fundamentadas sobre el destino de las almas. Estaba convencido de que su invento, si contaba con la comercialización adecuada, podría cambiar el fin del mundo. Aportando a la máquina la fecha del nacimiento, una huella digital completa de la mano izquierda y una foto de alta resolución del iris, permitía, siguiendo complejos algoritmos, adivinar la fecha de fallecimiento de cada persona.

Lo había probado ya con algunas personas, y había funcionado a la perfección. El mismo había sido sujeto de su propio invento; podía estar tranquilo: aún le quedaban cincuenta y tres años de vida, dos meses y veintiún días. Para completar el cuadro, llevaba en el bolsillo una carta de recomendación de su mentor, admirador de Juan Benet, y, entre otras coincidencias notables, se decía conciudadano de Región.

El empresario retirado lo recibió fumando un puro, en el último piso del rascacielos en donde tenía instalado su despacho, y que daba acceso directo al helipuerto instalado en la terraza del edificio.

-Habla, joven. Tengo solo cinco minutos para dedicarlos a tu propuesta, pues debo irme a jugar a la petanca con varios caballeros jubilados. -expresó, ofreciéndole asiento en una de las sillas de querencia, el prócer.

El joven, sacó de la cartera que llevaba algo parecido a un estuche de colorines, al que estaban incorporados, unos a modo de escáneres y una pantalla de cristal líquido.

-Mi máquina de calcular permite saber, sin error, la fecha de nacimiento de una persona, por lo que será posible a cada cual programar lo que va a poder realizar el resto de sus días. -explicó, poniendo el estuche sobre la mesa, y, después de pedir educadamente permiso, enchufar la máquina en una de las tomas eléctricas del despacho, acoplándole un alargador.

-¿Y qué pretendes hacer para demostrar su funcionamiento? -preguntó el empresario.

-Pues no se me ocurre cosa mejor que, con el debido respeto, aplicárselo a Vd. -contestó el decidido joven.

Y dicho y hecho, sin mediar más palabras, y superando el efecto sorpresa del más anciano, le aplicó la mano sobre uno de los escáneres.

-La fecha de su nacimiento no hace falta que me la proporcione, pues la he tomado de la Wikipedia -aclaró el muchacho inventor.

Un terrible fogonazo sacudió la escena y, entre convulsiones, el empresario, fallecía, electrocutado. Algo había fallado, seguramente. El joven se inclinó sobre la pantalla, que, después de un ligero parpadeo, señaló la fecha del día de hoy.

-¿Ve? -fue lo que se le ocurrió decir al joven, arrimándole el monitor al cadáver- No ha fallado.

La monja clarisa exclaustrada sufrió un ataque de nervios cuando se enteró de lo que había pasado. Al joven inventor le acusaron de homicidio involuntario, pero pudo demostrarse que la máquina había funcionado correctamente. Y se cumplió, como era de esperar, lo dispuesto en la Declaración de Últimas voluntades

Lo que no me quedó claro es si hubo alguien dispuesto a financiar el desarrollo ulterior del invento ese que permite, tan certeramente, pronosticar la fecha de la muerte de un ser humano. Podría tener interés, aunque me pregunto para qué.

FIN

(Este cuento de apariencia estrambótica es mi homenaje particular a uno de mis autores preferidos, el insigne ingeniero Juan Benet, de quien he tomado prestadas algunas ideas, tan someras que ni siquiera llegaron por él a ser expuestas, inspirándome, entre otras, en su obra “El preparado esencial”, obra teatral compuesta en 1965 para ser representada en petit comité. Juan Benet, Teatro Completo, Siglo XXI, 2010)
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Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: empresario, ideas, innovador, joven, retirado, start-up, tecnología

Cuento de otoño: La granja sin matarife

10 octubre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Hay cuentos que ponen la carne de gallina, incluso a los que presumen de ser duros y correosos como los cocodrilos. Este es uno de ellos, por lo que no es aconsejable que se lea a los niños antes de irse a dormir, pero es conveniente que lo conozcan para que estén bien despiertos ante lo que se les avecina.

Había una granja en la que los animales eran cuidados con esmero. Comían cuanto les apetecía, tenían sus zonas de esparcimiento y, por las noches, se procuraba, con el auxilio de unos feroces mastines, de que ninguna alimaña merodease por los alrededores.

En consecuencia, vivían una existencia muelle, engordaban, se reproducían y disfrutaban de las ventajas de un clima y entorno muy agradables. El propietario de la granja era un hombre bueno, sensible con los animales y, en consecuencia con unos principios éticos que había asumido como inquebrantables, había tomado una decisión muy importante.

Había despedido al matarife. No soportaba que sus animales fueran convertidos en carne para ser llevados al mercado como hamburguesas, filetes o chorizos. Ni siquiera cuando las gallinas habían dejado de poner huevos, las vacas de dar leche o los caballos ya no aguantaban el peso ni del más liviano de los jinetes, les daba pasaporte forzado al otro mundo.

Los seguía alimentando y cuidando, mientras envejecían. Y cuando la muerte les llegaba de forma natural, los enterraba piadosamente en una ladera soleada.

La situación se hizo difícil. No exactamente para el dueño de la granja, que era muy rico porque su abuelo había hecho fortuna en las Américas (cuando las Américas existían como tierra prometida). Se hizo difícil para los animales más jóvenes, que veían cómo los más viejos ocupaban los mejores sitios en los comederos, en los pesebres, en las perchas y en las zonas en donde se podía rumiar bajo la mejor sombra.

Un cerdo de raza ibérica prístina convocó a los jóvenes de todas las especies para una reunión informativa. Lo hizo al amparo de la hora de la siesta, mientras los mayores dormitaban. Y eligió como sitio en donde despertar las menores sospechas, un lugar alejado de los comederos, cerca de los montones de estiércol, en donde se fabricaba abono orgánico para fortalecer los campos de remolacha y trigo.

-No debemos soportar más esta deplorable situación. Los viejos ocupan el sitio que nos corresponde en la granja. El amo los quiere más, solo porque son más antiguos en este lugar, y ellos se comen lo más sustancioso del alimento, sin producir nada a cambio. -argumentó, convincente.

-Es cierto -corroboró una de las gallinas ponederas-. El amo se come nuestros huevos, bebe la leche de las vacas nodrizas y carga pesadamente a los alazanes más jóvenes, mientras las gallinas cluecas y añosas, las vacas estériles y los caballos que no sirven ni como sementales ni para tiro, nos desplazan de los lugares de privilegio.

-Aún peor -gritó una ternera primeriza, que estaba recién parida-. Mi abuela y sus amigos decrépitos nos miran por encima del hombro, dándonos estúpidos consejos, acerca de si no debemos desperdiciar la comida que cae de los comederos, o la conveniencia de tener pocas crías para no sobrecargar la economía del patrón.

-No valen ni para solazarnos con ellos -terció una oveja que tenía restos de hierbabuena en el mentón-. Hay varios machos cabríos a los que no les importa que estemos en celo para cubrirnos, pero que se interponen entre los más potentes de nuestros compañeros, reclamando prudencia en las prácticas sexuales, porque alegan que disminuye la esperanza de vida…

El intercambio de pareceres discurrió de ese tenor durante una hora larga. Al final de la cual, uno de los cerdos más lustrosos, propuso la adopción de una medida que, en realidad, llevaba ya estudiada.

-Debemos proponer al amo que vuelva a contratar el matarife. Será la forma de eliminar a tanto vejestorio y disfrutaremos de la granja para nosotros solos, los jóvenes, como merecemos.

La propuesta fue aprobada por aclamación. Y aquella misma tarde, los animales jóvenes de aquella granja especial, que estaban dotados .como también sus mayores- de la facultad de hacerse entender de los humanos, trasladaron, como una condición irrenunciable, que el matarife debía volver a ocupar sus funciones en la granja.

El amo no quería, llevado de su sensibilidad, malestar entre los animales a los que respetaba y quería. Deseaba hacer lo mejor para ellos y, no queriendo que el alboroto se convirtiera en una revolución, llamó al matarife, para que cumpliera con el trabajo para el que estaba capacitado.

Y lo hizo, válgame Dios si lo hizo a conciencia. Explicó al amo que los animales viejos tenían la carne demasiado dura para ser llevada al mercado y no merecía la pena pagar las tasas del matadero ni los costes de conducirlos al mercado.

En cambio, sacrificó a una buena parte de los animales jóvenes, que tenían las carnes tiernas y mucho más jugosas y apetecibles para los mercados.

La calma volvió a reinar en la granja. Y los animales rebeldes, tanto los que quedaron por el momento en la casa de labranza como los que fueron conducidos al sacrificio, tuvieron algún tiempo para meditar sobre el alcance de su protesta.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: . sacrificio, amo, anciano, angel arias, animales, caballo, cerdo, cuentos de otoño, estéril, gallina, granja, joven, matarife, propietario

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