Entre abedules, jarales, juncos, alisos y cañameras, a las orillas del Henares, allí donde este río se emboca hacia el Jarama, vivían cuatro mapaches. Se consideraban hermanos, pero no eran de la misma camada, ya que se habían conocido en una tienda de animales de compañía en donde habían sido importados desde los bosques de Quetzal, en Guatemala, apresados junto con otras crías de mapache cuando eran prácticamente recién nacidos.
La casualidad los había vuelto a reunir cuando fueron abandonados en tierras del Sureste madrileño, ya que los niños a los que habían sido obsequiados como regalo de cumpleaños o de primera comunión se cansaron de ellos, o sus padres fueron convencidos de que los mapaches adultos podrían ser peligrosos cuando se enfadaban.
Lo que distinguía, de verdad, a estos mapaches no era su agresividad ni el estar tan lejos de su lugar de nacimiento ni encontrarse como especie alóctona y, por tanto, indeseable, en una comarca densamente habitada por otros animales superiores, que se llamaban a sí mismos, seres humanos.
No. Por gracia del dios de los mapaches, se les había concedido el don de la palabra. Tenían la propiedad excepcional de poder entenderse entre ellos, y no únicamente con sonidos guturales, expresiones que podían servir para transmitirse estados de ánimo elementales o ser considerados como gritos de alerta. Podían incluso construir sofisticadas elucubraciones, rayanas en los ámbitos de la filosofía más elaborada, privilegio que solo se creía era propio de la especie depredadora y, también, fundamentalmente carnívora, que fue citada en el párrafo precedente.
Los cuatro mapaches respondían, en realidad, a una mutación genética en la evolución de los osos lavadores, que les situaba en el camino de una complejidad creciente, manteniendo ese aspecto entrañable, sedoso y suave, como podría haber sido el de Platero, que tan admirablemente describió Juan Ramón Jiménez con el objetivo de que le dieran el Premio Nobel de Literatura.
El hábitat en que se encontraban no era precisamente hostil -había, eso sí, guardas forestales, biólogos preocupados, perros feroces, algún zorro caprichoso-, pero la inmensa mayoría de lo que se encontraban era aprovechable: carpas, residuos alimentarios, mofetas, lagartos y lagartijas, petirrojos, huevos de ánade, etc-.
Los cuatro casi-hermanos prometieron estar siempre juntos y utilizar sus fuerzas para conseguir en todo momento y circunstancia, por el tiempo que les quedara de vida, alimentos salutíferos, guaridas acogedoras y protección frente a sus enemigos, tanto naturales como antinaturales. En lo tocante a la diversión, juraron ante el dios de los mapaches compartir los momentos de distracción con el mismo talante que los tres mosqueteros, respetándose las conquistas sexuales, si las hubieran, y gozando del paisaje, que les pareció suficiente, alentador y razonablemente salvaje.
Aunque físicamente resultarían indiscernibles para cualquier observador ajeno a la especie, sus caracteres eran diferentes. Los llamaremos Acaparador, Indolente, Indeciso y Desprendido, para distinguirlos, aunque hay que advertir que no necesariamente el apodo define completamente la naturaleza del comportamiento de estos mapaches, que era bastante más compleja. Pero servirá para ofrecer una idea de sus inclinaciones conductuales.
El primer año de su nuevo estado había resultado excepcional. Hubo gran profusión de ratas y ratoncillos, meloncillos, escarabajos, cachos, lagartos y huesos de pollo. Hasta Indolente se permitió cazar un par de musarañas, que se acercaron de forma imprudente al alcance de sus garras, en uno de sus paseos por el bosquete de alisos.
Pero el segundo año estaba resultando terrible. Parecía que todos los animales que podían constituir su alimento habían desaparecido. Apenas si se encontraba, y de tarde en tarde, algo que llevarse a la boca y, para mayor fastidio, advirtieron que los laceros se estaban llevando otros mapaches; fue muy doloroso advertir que un par de hembras que habían detectado, y que resultaron consentidoras, habían desaparecido en el furgón de Protección Ecológica.
La situación se convirtió en muy delicada, aunque no todos la apreciaron igual. Acaparador, aunque había visto cómo la carne de anteriores correrías, que había ido almacenando, con la idea de disponer de ella justamente en momentos de escasez, estaba putrefacta y poco apetitosa, era el que mejor lo estaba pasando, sin embargo. Al menor descuido, birlaba a otros mapaches -desprovistos de la excepcional capacidad de que él disponía- lo que habían cazado, simulando ser un humano que se aproximaba.
Desprendido se comportaba como siempre, ignorante al parecer de que el asunto era serio. Traía a sus falsos hermanos las presas que conseguía cazar, para compartirlas con ellos e incluso, a veces, su largueza le provocaba que se acostara con la incómoda sensación de tener el estómago vacío.
-Mañana será otro día, -era su positiva elucubración, mientras veía, con satisfacción que el resto de la circunstancial camada dormía a pierna suelta.
Indeciso, que era, para sus hermanos (y, sobre todo, para él mismo) el más inteligente de los cuatro, perdía mucho tiempo dedicado a meditar sobre la relación entre la disminución del número de musarañas respecto al incremento del de caracoles, y los fines de semana, incluso, se ponía morado de pensar acerca de la manera adecuada de trasladar al resto de los mapaches, no dotados de la capacidad intelectual que ellos atesoraban, las conclusiones que, en su entendimiento, ellos estaban adquiriendo.
-¿Os dáis cuenta -decía a sus hermanos- que nuestra posibilidad de pensar y expresar ideas no nos hace más felices ni, en general, salvo el caso de Acaparador, más ágiles para encontrar alimento? En mi caso, ser tan inteligente, más bien diría que, al contrario, me genera aún más incertidumbre.
-Chorradas -le cortaba Acaparador, quien, al menor descuido, les arrebataba a Indeciso y Desprendido lo que llevaban entre garras-. Lo que sucede es que la única manera de ser felices es teniendo más. Cuanto más se posee, más se disfruta, y para ello hay que estar continuamente alerta, consiguiendo que los demás, tanto los capaces como los más cortos de sesera, trabajen para nosotros y, si fuera preciso, arrebatándoles lo que nos apetezca, porque, al fin y al cabo, solo nosotros, como seres de mayor inteligencia, podemos decidir lo que conviene y lo que no.
-P…pero -expresaba Desprendido- tú no te contentas con tener lo necesario, quieres siempre más y te guardas para ti mucho más de lo que puedes comer, con lo que se te acaba pudriendo y no sirve para nadie. A mí me parece que si todos compartiéramos lo que podemos obtener de la naturaleza, cazando juntos y todo eso, con los demás mapaches, podríamos tener para todos más que suficiente. Al fin y al cabo, no seremos más de quinientos o seiscientos en este territorio. Es cuestión de organizarse, poner en unión lo que se consiga, y tratar de mejorar lo que hay.
-Pensad lo que queráis -comentaba Indolente, atusándose los bigotes con un resto de brillantina que había descubierto en un bote tirado junto al río-. Mi opinión es que no se puede hacer nada. Las cosas son como son, y lo único que podemos hacer es vivir la vida, disfrutar lo más posible y…el que venga detrás, que arree. Al fin y al cabo, por malas que están viniendo, nuestra posición sigue siendo privilegiada, comparada con la de los demás mapaches…
Estaban en éstas, cuando empezó a llover copiosamente, las aguas del río junto al que estaban (en aquel momento, por cierto, el Alberche) crecieron de pronto desmesuradamente, llevándolos consigo y, aunque cada uno consiguió, después de luchar denodadamente contra la corriente, llegar a la orilla, nunca más volvieron a encontrarse.
Se desconoce dónde se encuentra actualmente cada uno y, a decir verdad, en tanto que ser humano, me importa poco.
FIN
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