Riguroso Poveda era muy exigente. Antes de salir de casa, se cercioraba de que el traje no tuviera arrugas, manchas de grasa o algún dobladillo descosido. La raya del pelo, ya algo ralo, parecía estar delineada con tiralíneas; el bigote, recortado al milímetro; las gafas de concha, pulcras; los zapatos, refulgentes cual patena.
Si el exterior lucía inmaculado, el interior no le iba a la zaga. Catedrático de Ampliación Vastísima de Matemáticas Orondas, en la Escuela Politécnica de Selección de Ingenios, su orgullo no tendría parejo ni en el emperador del pollo frito. Cuando impartía, cada año lectivo, la primera lección de su asignatura, escoltado por los tres ayudantes, a quienes hacía sentar en primera fila, junto a los alumnos, atraía curiosos incluso de disciplinas nada afines.
Constituía todo un espectáculo, verle interesarse por los conocimientos de aquellos a quienes, con su intensa sabiduría, le correspondería desbravar, adoctrinar, amedrentar, sojuzgar aquel semestre. Como no disponía aún de la lista oficial de matriculados, estaba obligado a sacar a la palestra a los infelices que utilizaba para escarnio, guiándose únicamente por el azar o su intuición.
No fallaba. Acá y allá detectaba incompetentes, ineptos, ignorantes, fatuos, asnos para conocimientos que el juzgaba obvios, pertinentes, de inexcusable omisión, de incalificable ausencia.
-¡Será imposible convertir a Vd., con esa materia prima con la que acude a mí a ninguna otra sustancia que a puro material de desecho! ¡Es Vd. una escoria intelectual, un caso irremisiblemente perdido!
Y el alumno se volvía al asiento, con aspecto compungido, haciendo cortes de manga a las espaldas del ilustrado orate.
-¿No le han enseñado aún lo que son las transformadas discretas de Fourier? ¿No oyó hablar hasta ahora de la convolución circular? ¿Confunde el algoritmo de Bluestein con el de Rader? ¿Y piensa Vd. que le hagan caso cuando tenga que hacer una reconversión forzosa?
Algunos de quienes formaban el auditorio debía esconderse tras las tapas levantadas de los pupitres para que no se les advirtiera tronchándose de risa con las ocurrencias.
El profesor Poveda, cuando se recluía en su casa, -en donde vivía con una hermana algo trastocada -que era la que se encargaba de los zurcidos y labores menestrales, incluidas la adquisición y preparación de víveres y a la que la maledicencia atribuía, erróneamente, un régimen de carnal coyunda-, se pasaba el tiempo en que no repasaba lo que ya sabía, mirando por la ventana.
-Mira esos dos, Esteonora -apremiaba a su hermana, para que viniera a su lado-. Parecen el resultado del algoritmo de Bolzano, encerrado él en un reducido espacio incomunicado, de tanto como ella lo atosiga.
Y Esteonora, que se había hecho experta en tocar la flauta travesera, sonreía.
Sucedió que, un buen día, a Riguroso Poveda lo llamaron para ser miembro del jurado que otorgaba el Premio a la Creatividad Científica, en representación de la comunidad local. Tenía, desde luego, currículum y, aunque no era apreciado en todos los sectores, no eran pocos los que se jactaban de que, gracias a sus enseñanzas, habían podido comprender mejor el sentido fatuo de la existencia.
Riguroso Poveda asistió a la primera reunión del comité, como corresponde, ataviado con su mejor traje, en uno de cuyos ojales había encajado la insignia de oro y brillantes que le acreditaba como colaborador asociado o correspondiente de la Rusian Scientific Society of Qualified Eccentric Persons (RSSQEP).
Cuando se le dio a leer la relación de posibles galardonados, manifestó de inmediato su total discrepancia.
-No encuentro que ninguno de ellos sea merecedor del Premio. Les falta algo sustancial -expuso, con determinación.
-¿Qué es, profesor Poveda, lo que echa en falta de estos ilustres colegas, que, por cierto, han sido ya reiteradamente premiados en otros certámenes de mayor calidad que el nuestro?
El profesor Poveda, que había visto su nombre en la relación, indicó, con acerada parsimonia.
-Lo que les une a todos en su carencia es, sin duda, no estar muertos. Todos ellos viven por ahora y, por tanto, huelga que se les premie. No hay razón para limitarse tanto, ensalzando a quien aún no ha terminado su obra.
Y concluyó:
-Este premio solo debería ser otorgado a un difunto, pues será la medida de que todos sus méritos, descubrimientos y hallazgos no podrán, por naturaleza, aumentar. Así se extenderá el galardón a alguien que tenga su vida cumplida y cerrado para siempre el archivo que pudiera hacerse con los productos de su creatividad.
La propuesta pareció, tras una larga discusión, aceptable, ya que no absolutamente pertinente y, por mayoría simple, se aprobó la moción.
-¿Qué haremos, sin embargo, si todos los propuestos en esta lista están, por lo que nos consta, vivos y coleando todavía? -demandó el Presidente del Comité.
-Eso tiene fácil arreglo -expresó, con su habitual decisión y prístina ocurrencia, el profesor Riguroso Poveda.
Y así diciendo, para consternación de los más, sacó una pistolita del bolsillo, y allí mismo se descerrajó la cabeza.
FIN
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