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Cuentos para Preadolescentes (9)

12 febrero, 2023 By amarias Deja un comentario

Dado el éxito que alcanzan estos Cuentos, pensados para abrir un debate entre niños que están a punto de entrar en la adolescencia, incorporo un par de ellos en este Comentario.

Los peligros de investigar sin método ni conocimiento, solo por curiosidad

Adolfito Casero era un niño inquieto, intuitivo, rebelde. Normalmente, se aburría durante las clases, que pasaba, entre bostezo y bostezo, pensando en las musarañas, aunque apostaría doble contra sencillo que no había visto una sola en su vida. Ah, pero cuando correspondía ir al Laboratorio, en una disciplina de título algo confuso que era Talleres y Electricidad, el ánimo de Adolfito cambiaba de inmediato.

Mezclar en una probeta dos líquidos incoloros para que se transmutaran en un bello azul turquesa, era cosa de magia. Tenían prohibido encender los mecheros bumsen, salvo bajo la tutela directa de la profesora, y habían hecho pruebas fundiendo vidrios, doblando pipetas a formas muy bonitas.

Estaban aquella mañana cambiando la resistencia del filamento de una bombilla, y se maravillaban de que la luminosidad fuera diferente.

-A más resistencia, menos intensidad, menos luz -ilustraba la profesora, doña Rogelia, que estaba deseando que la clase terminara. Era una mujer de temperamento rígido, poco dada a los derroches de imaginación y rebeldía de los preadolescentes de primer curso.

De pronto, recibió una llamada al móvil. Era la asistenta, que estaba, también al cuidado del pequeño Nicolás, de un año y medio.  ¿Qué habría pasado?

Salió de la clase, para obtener mejor cobertura, dejando a Carlota encargada de vigilar el buen comportamiento de sus compañeros.

Adolfito tuvo , justamente entonces, un ataque de curiosidad, y preguntó a Mario, que estaba a su lado y pasaba por ser el más listo de la clase.

-¿Qué pasa si metes los dedos en un enchufe?

Mario le miró con cara de susto y contestó lo que le parecía obvio.

-Que te mueres.

Pero Adolfito era de otro parecer.

-Qué va. El peligro es para los bebés. ¿No ves los protectores de enchufe que tienen en las casas cuando hay niños pequeños? A los adultos no nos pasa nada y voy a probarlo.

Dicho y hecho, metió dos dedos en el enchufe. De inmediato, las luces del laboratorio se apagaron. Se oyeron algunas voces y ruidos por el pasillo.

Pero lo más curioso y hasta divertido. era ver a Adolfito. Tenía la cara pálida. El pelo de la cabeza se le había erizado como un puercoespín. Y olía bastante a carne quemada.

-¡Qué guay! ¡Mola! -dijo, por decir algo.

Carlota se había caído de la silla. La primera en llegar fue la profesora de segundo C.

-¿Qué pasa aquí? ¿Qué habéis hecho?

Doña Rogelia apareció inmediatamente después, se hizo cargo como bien le pareció de la situación y, antes de caer en un ataque de nervios, cogió del brazo a Adolfito Casero.

-Te vienes a ver al director. ya. Y tú, Carlota, me explicas qué pasó.

Por el pasillo, se fueron los tres, a paso rápido. Doña Rogelia trataba de disminuir, apretándolo con las manos temblorosas, el volumen de pelo crespo de Adolfito, que se había inflado como un globo.

Todas las puertas de las aulas se habían abierto y asomaban profesores y alumnos, que no paraban de hacer especulaciones sobre lo sucedido.

-Ya veréis si se entera la inspección académica- comentó alguien, en voz suficientemente alta para que Rogelia Martínez lo oyera al pasar.

-Ay, ay, ay -solo acertaba a decir, y también:

-Se te va a caer el pelo, Adolfito. Estoy hasta el gorro de tus ocurrencias.

Pero a Adolfito no se le cayó el pelo y, cuando los  cabellos perdieron carga eléctrica, aún permanecieron oliendo a cuero quemado un par de días, pero el niño pudo volver a peinarse con el flequillo de siempre.

Recuperando un neumático

Casi todos los domingos, como todavía no había agua corriente en la casa del pueblo en donde pasábamos los tres  meses de vacaciones, mi padre llevaba a los tres mayores al río, para disfrutar de un par de horas de distensión, chapoteando y haciendo aguadillas.

Había generalmente unas jóvenes lavando la ropa y, después de enjabonarla y aclararla bien, tendían las sábanas y ropa blanca sobre los matorrales junto a las piedras de la orilla, para que se secaran al sol.

Aquel día, mi padre trajo un adminículo muy especial, con el que nos prometíamos la mejor diversión: una cámara interior de un neumático de camión, que inflamos con una bomba para bicicleta.

Era una gozada y, como era el mayor de mis hermanos, pronto me hice con la posesión del artilugio. Iba de acá para allá, teniéndolo por una barcaza a mi medida.

De pronto, me pareció que, desde la orilla, las mujeres que estaban lavando me gritaban algo. Al fin, entre aspavientos y gritos, entendí lo que querían decirme:

-¡Angelín, ten cuidado con los rabiones! ¡La corriente es muy peligrosa!.

En efecto, estirando el cuello por encima de mis piernas y levantando algo el culo embutido en el neumático para ver mejor, pude comprobar que, en mi estúpida distracción, llevado por el arrobamiento, me había metido de hoz y coz en un fiero rabión, que me estaba llevando rio abajo hacia las rocas contra las que acabaría estrellándome en cuestión de segundos.

Guiado por el miedo más que por la pericia, abandoné de inmediato el flotador y no se si a brincos, brazadas o saltos de gigante sobre las piedras, llegué a la orilla. No pensaba más que en no perder de vista la rueda, por lo que corría, a todo meter, aunque no tardé en percatarme que nunca la alcanzaría.

Así que, resoplando y muy compungido por haber perdido la goma, desanduve el camino río arriba, encontrándome casi de bruces con mi padre que, sin haber  visto el final de mi peripecia, temiendo que me hubiera ahogado,  no sabía si llorar o reir.

Solo había yo empezado a balbucear mi escusa:

-Perdona, papá. No pude atrapar el neumático…

Me encontré con la bofetada que, sin poder contenerse, mi padre me propinó, al tiempo que explotaba en un exabrupto. Creo que nunca había visto a mi padre tan enfadado y, fue la única vez que me pegó.

-¡Eres idiota! La rueda no vale nada. Lo que temí hasta hace un rato haberte perdido para siempre.

Nos abrazamos llorando, para reencontrarnos con el resto de la familia y las lavanderas, que se alegraron mucho de volver a verme.

 

 

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Cuentos para preadolescentes (7 y 8)

11 febrero, 2023 By amarias Deja un comentario

Para animar los viajes de la ruta de mi nieta y amigas hasta el Colegio, he seguido grabando  historias -algunas totalmente inventadas; otras, muy reales-. El propósito común es que, además de servir de distracción, pueda extraerse de ellas una moraleja, un motivo de reflexión o una sonrisa.

El Plan de Estudios más eficiente

Aunque no lo creáis, puedo aseguraros que el Ministro de Educación ha pensado en el plan de Estudios que estáis obligados a seguir. Bueno, tal vez no en el vuestro, pero seguro que lo hizo el anterior Ministro y, con suerte, el anterior . Todos los Planes aprobados son diferentes, porque ningún Ministro de Educación ha perdido su tiempo en analizar los Planes de sus antecesores.

Como resultado, los estudiantes habrán recibido las enseñanzas siguiendo trozos de varios planes de estudios.

Hubo un vez en un imaginario país en el que cambió el Gobierno, y el nuevo Ministro de Educación se propuso poner en marcha un Plan de Educación definitivo.

El anterior Ministro había escrito un Libro Blanco sobre la Reforma de la Enseñanza, con más de dos mil páginas y cientos de gráficos. La conclusión principal era que todos los niños y jóvenes deberían aprender lo mismo. Por eso, en las aulas se les ponía juntos en cada pupitre a los más inteligentes junto a los más torpes. Para equilibrar. Al acabar cada semestre, se hacía la media de las notas del examen final  a las parejas, por pupitres. Los informes anuales del Ministerio concluían que el Plan era un éxito. Sorprendentemente, todos sabían prácticamente lo mismo. Casi nada.

Cuando el nuevo Ministro leyó el Libro  Blanco, le pareció una tontería. Pero, antes de cambiar el Plan, decidió preguntar la opinión sobre el actual a la sociedad civil. Ya sabéis: empresarios, investigadores, ciudadanos ilustres, políticos, alumnos, profesores, campesinos, obreros. ¿Qué pensaban?

-Es una magnifica idea -dijo uno-. Yo hubiera sido incapaz de terminar mis estudios por mí mismo. Ahora soy Físico Nuclear. No he visto un reactor en mi vida, pero tengo algunos planos y, sobre todo, se quién sabe de eso. Mi compañero Agapito.

-El plan es un desastre -se  quejó un profesor-. Los estudiantes torpes copian de los más listos. Estos, al no tener estímulo para aprender, se aburren, se decepcionan y abandonan los estudios. Solo los que tienen más recursos económicos se trasladan a Universidades privadas o se van a estudiar en el extranjero. Cuando vuelven, si lo hacen, ocupan los mejores puestos y más remunerados.

-Llevo años contratando ingenieros extranjeros para mis fábricas -explicó un empresario- No me fio de los que han estudiado aquí.

-No tengo opinión -expresó un joven, de cutis terso y pelo engominado-. Estudié derecho en París, y trabajo en el prestigioso bufete de mi suegro, especializado en separaciones y divorcios.

El Ministro de Educación, después de analizar lo resultados de miles de entrevistas como éstas, tomó una decisión.

Recrudeció los exámenes de ingreso, distinguió los planes de estudio según que se pretendiera un título de calidad o una engañifla, exigió control y máximos niveles de exigencia para profesores y maestros y aumentó de manera significativa las dotaciones para laboratorios, centros de investigación y remuneraciones para quienes demostraran más eficiencia.

Fue muy comentado. Lamentablemente, en la siguiente remodelación del gobierno, lo destituyeron.

-Una pena. Parecía un buen tipo -comentaron en algunos círculos- Solo que muy idealista. Vivía en una quimera.

-Somos un país de artistas.

El pescador más optimista

Los aficionados a la pesca se cuentan, con seguridad, entre los humanos más optimistas  (y mentirosos) de la Tierra. No importa lo desagradecida que les haya resultado la jornada anterior, afrontarán la siguiente con una ilusión a prueba de bombas. Y, cuando se trata de contar el resultado de la última pescata. no les dolerán prendas para exagerar el número y tamaño de las piezas cobradas, hasta hacerlas alcanzar dimensiones inverosímiles.

Hubo una época en la que los ríos asturianos eran pródigos en truchas y reos, las dos especies de salmónidos más agradecidas para quienes desean cultivar esa afición. Son sagaces, cautas, asustadizas y, cuando se las prende en el anzuelo, luchan desesperadamente por desprenderse, lo que proporciona momentos de emoción en cada lance.

No es la carne de la trucha mi predilecta, por lo que, sin necesidad de apelar a mi sensibilidad, la mayor parte de los animales a los que conseguía engañar con el señuelo, fueron devueltos al agua. Incluso debo admitir que el mayor placer de todo el proceso de pesca, me lo proporcionaba el confeccionar señuelos de moscas, efímeras, ninfas, gusanos y otras imitaciones, para lo que llegué  adquirir cierta práctica.

Cambiar, en plena acción de pesca, el aparejo que estaba utilizando, para incorporar al lance los colores y formas de las artificiales que mejor se acomoden a los seres vivos volantes que están siendo, en un preciso momento, objetivo de la voracidad de las truchas, es una prueba de la  serenidad de la que somos capaces. Los nervios, la agilidad manual y la buena vista deben controlarse, para no acabar con el aparejo, la cesta y los ánimos en el agua.

Andaba yo, al anochecer, dedicado a la pesca del reo, en el Narcea. No estaban picando y, a cada lance, me aventuraba a llevar la mosca algo más lejos.

De pronto, noté un fuerte tirón y casi al mismo tiempo, vi saltar, allá a lo lejos, junto a la boya de mi aparejo, un salmón descomunal. Había tragado una de las moscas y se sentía atrapado por el señuelo.

Lleno de emoción, repasé mentalmente las anécdotas de pescadores que contaban sus éxitos habiendo conseguido, con destreza y paciencia, traer hasta la orilla a un pez con un sedal inadecuado.

¿Tendría esa habilidad mi vecino, ensimismado en lo suyo, y a quien no conocía de nada?

-¡Eh, amigo! -le grité, sin perder de vista las evoluciones del salmón al que no cesaba yo de darle hilo, confiando en que se calmara hasta que un experto ocupara mi posición con la caña- ¡He cogido un salmón, pero mi aparejo es de trucha! ¿Me ayudas a sacarlo?

A pesar de la oscuridad, cada vez más densa, pude intuir la cara de socarronería del interpelado.

-Claro que sí -me contestó-. Tráelo a la orilla, y nos las apañamos con la sacadera.

Fue más o menos en ese momento, cuando sentí la sacudida por la que el salmón se liberaba del sedal, llevándose consigo mi aparejo y mi inocente ilusión de pescador bisoño.

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Cuentos para Preadolescentes (3)

18 enero, 2023 By amarias 2 comentarios

Incluyo un Cuento que puede servir para comentar con preadolescentes.

Los dos pintores

En la clase de pintura, coincidieron dos muchachos que tenían ideas muy diferentes sobre esta disciplina, que es también, y por supuesto, un arte. No todo el mundo está igualmente dotado para conseguir obras aceptables y casi nadie , consigue realizar una obra maestra.

Cada vez está menos claro, además, lo que debe considerarse obra maestra, porque para calificarla así interfieren muchos intereses -marchantes, charlatanes, ocasiones, mentiras, etc.-. Como este es un Cuento, debemos aceptar que una obra maestra en pintura es aquella que todos, absolutamente todos -legos como eruditos- coinciden en valorar que es irrepetible.

Uno de los muchachos se llamaba Ambrosio y enseguida destacó como un virtuoso con los pinceles. Su capacidad para copiar con fiel exactitud lo que tenía ante sus ojos era maravillosa. Daba igual que fuera un paisaje, un bodegón con flores o sin ellas, el retrato de una mujer joven o el de un anciano, el parecido no admitía discusión alguna. Eran perfectos.

Sin embargo, si se le pedía que pintara o dibujara algo imaginario, su incapacidad, su falta de imaginación, su poca destreza para inventar,  resultaba evidente. Lo que salía de sus manos y de su cerebro era anodino, vulgar. Malo.

El otro muchacho se llamaba Rogelio y era muy inquieto. Pronto se cansó de recibir lecciones y, aunque siguió pintando, porque le atraía mezclar colores y presentarlos en un lienzo, no le preocupaba conseguir el parecido con la realidad. Al contrario, sus bodegones , paisajes o retratos -si así titulaba sus cuadros- eran simples manchas de vibrantes colores. Igual podrían asemejarse, con imaginación, a un cesto con cabezas de gatos que a una catedral con ángeles y demonios. Todo dependía de lo que el espectador quisiera ver en ellos.

Sea como fuere, ambos se dedicaron profesionalmente a la pintura. Es decir, pintaban para ganar dinero con el que vivir. Después de varios años, ya con mucha experiencia a las espaldas, coincidió que Ambrosio y Rogelio exponían en la misma ciudad, donde habían nacido, sus cuadros. Ambrosio, en la sala de Exposiciones del Centro Artístico municipal. Rogelio, como invitado especial del Museo de Arte Provincial.

Movido obviamente por la curiosidad, Rogelio fue  ver la exposición de Ambrosio. La forma de pintar de su colega, en esencia, apenas había cambiado. Eran cuadros de formato relativamente reducido, perfectos de ejecución. Colgados en las paredes, relativamente abigarrados, habría unos cincuenta. Los  vendía, en promedio, a unos 1.000 euros. Rogelio le compró cinco de ellos y, agradecido, Ambrosio le regaló uno: Una jardinera con petunias y rododendros, copia exacta de la que había florecido en el patio de su casa la primavera anterior.

Su mujer, que estaba a la entrada, recogió encantada el dinero, pues Rogelio pagó a tocateja.

-Ya enviaré a alguien por los cuadros, cuando clausures la exposición -dijo. Pensaba regalárselos a su jardinero.

Por supuesto, Rogelio invitó a Ambrosio a visitar su exposición, lo que éste hizo a día siguiente.

En el Museo de Arte Provincial, Rogelio tenía colgados siete cuadros. Eran de un tamaño que a Ambrosio le pareció gigantesco. El menor, tendría unas dimensiones de tres por cuatro metros. No parecían representar nada en concreto. Sus títulos tampoco ayudaban. “Variación Uno” a “Variación Siete”, podía leerse. Los precios no ofrecían, sin embargo, lugar a dudas. De 25.000 a 35.000 euros, sin que fuera posible adivinar la razón de las diferencias. Todos estaban vendidos.

Ambrosio no encontró muchas palabras de felicitación, tan sorprendido estaba.

-Te voy a presentar a mi marchante, Takao Mishina. Es un lince en la promoción de ventas, sobre todo, en el mercado oriental -anunció Rogelio con una amplia sonrisa.

Cuando volvió a su estudio-taller, Ambrosio se puso como loco a pintar las paredes.

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Cuento de Primavera: El candidato incómodo

19 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

La recepcionista observó de arriba abajo al hombre que tenía ante sí. Aparentaba tener unos cincuenta y tantos años, y, a pesar de la petición que le había formulado, parecía normal. Pacífico. No lo había visto antes, no tenía características físicas resaltables, estaba correctamente vestido -no había pirsíns en sus orejas, no llevaba pantalones a media pierna o chancletas-.

-Disculpe, no entendí bien su nombre. ¿Se llama usted…? -dijo la joven, para ganar tiempo. El visitante había solicitado ver al Presidente del Partido, pero ella tenía órdenes estrictas de no dejar pasar a nadie que no perteneciera a la Junta Directiva. La Ejecutiva estaba reunida desde primeras horas de la mañana discutiendo los puntos fuertes del programa electoral que se presentaría a los medios de comunicación, que habían sido convocados para la rueda de prensa a la una de la tarde.

-Me llamo Ciudanelo Concientrado -dijo, pausadamente, el desconocido.

-¿Y el motivo por el que desea ver al Presidente es…?

El Sr. Concientrado expresó su propósito con naturalidad.

-Como le dije antes, quiero presentarme como candidato a las próximas elecciones.

La señorita recepcionista repasó, como si pretendiera la confirmación, lo que ya había escuchado con anterioridad, resaltando lo que le resultaba de una incongruencia insalvable.

-Pero usted me ha dicho que no es miembro del Partido, ni conoce a nadie de la directiva..´.

-Puede añadir algo más -indicó Concientrado- no tengo ni idea del programa de este Partido, ni me interesa. Solo quiero presentarme ante quien tenga la autoridad en esta organización para ofrecer mi candidatura como cabeza de lista a las próximas elecciones. Eso sí, con una condición: será con mi propio programa.

La joven se fijó entonces en que el individuo tenía en la mano un folleto de colorines en el que, por lo que podía intuirse, figuraban varias frases escuetas, escritas con letras bastante grandes. Perfeccionó su impresión inicial de que, a pesar del aspecto normal, el tipo debía estar mal de la cabeza.

Concientrado parecía haber tomado carrerilla en la expresión del propósito que le había guiado hasta allí, porque continuó, -haciendo caso omiso de lo que, como cualquiera habría descubierto, era una oposición formal de la empleada-, dando sus explicaciones:

-Usted no me conoce, y no creo que me conozca tampoco ninguna de las personas de la Ejecutiva de la agrupación política que le emplea como recepcionista.  No se ni quiénes son. Tengo sesenta y un años, he conseguido una posición desahogada como profesional. No tengo necesidades económicas ni ataduras empresariales, personales o políticas. No debo nada a nadie. Estoy al cabo de todas las calles y enfocando ya la etapa final de mi vida. Por eso, he creído que ha llegado el momento de devolver a la sociedad los réditos de lo que me ha dado, ofreciéndole mi visión de lo que habría que hacer para solucionar los problemas actuales.

La joven respiró, aliviada, al advertir que Jorgesindo de la Dehesa, el responsable de Relación con los Media, acababa de salir de la Sala de Reuniones para tomar aire.

-Sr. de la Dehesa, ¿tiene un momento para atender al Sr. Concientrado? -preguntó, al vuelo.

-Lupicinia, sabes que estoy muy ocupado, no tengo tiempo para..-se excusó el interpelado.

Concientrado le tendió la mano.

-Mi mensaje es directo, Sr. de la Dehesa. Quiero ser cabeza de lista de su partido en las próximas elecciones. Traigo mi programa, y solo necesito un partido para ganar. He elegido el suyo porque figuran ustedes como uno de los tres que están igualados en las encuestas, aunque con la particularidad de que aún no han dado a conocer su programa. Eso me interesa. Se trata, al fin y al cabo, de evitar el desgobierno que provocarían tres programas, tres alternativas igualadas en representación…

El Sr. de la Dehesa echó una mirada de escrutinio sobre el personaje.

-Lo siento, Sr. Concentriado -(Concientrado, le corrigió el interpelado)-. Estamos justamente ahora decidiendo los puntos claves de nuestra oferta electoral, y estamos muy apurados. Además, como comprenderá, las listas están cerradas.

-Ahí está el punto -incidió el extraño-. Mi propuesta no tiene ninguna contaminación política, por lo que no me importa quiénes vayan conmigo en la candidatura. Incluso, sería deseable que fueran ciudadanos anónimos, desconocidos. No caiga en el error, sin embargo, de pensar que mi programa carece de carga ideológica. La tiene, y mucha. Pero me resultaría inaceptable que no pudiera ser asumida por un partido que pretendiera gobernar para la mayoría. Ofrezco mi experiencia, mis conocimientos y mi capacidad.

-Todos los candidatos…- intervino De la Dehesa; quería decir algo respecto a que ese era el espíritu que guiaba a los seleccionados por la lista de su partido. Pero Concientrado estaba embalado.

-Todos los candidatos -dijo, utilizando su comienzo de frase- se centran en temas marginales, con ideas de poco contenido y sin exponer soluciones: ¿la corrupción de los demás partidos?: no me interesa; ¿lo bien o mal que lo hacen o va a hacer los demás?: es una petición de principio o una opinión sin refrendo formal. ¿Dónde están las fórmulas concretas para solucionar el problema del paro? ¿Aumentar impuestos? ¿Incrementar el consumo? ¿Animar a que todo el mundo invierta sus ahorros?: todo lo que se propone tiene partidarios y detractores. Por no hablar de lo que no admite  discusión: ¿Proteger el ambiente? ¿Generar más recursos? ¿Mejorar el poder adquisitivo? ¡Claro! Pero no me digan lo que hay que hacer, sino cómo hacerlo.

-Puedo estar de acuerdo con Vd. en el análisis, pero no en el diagnóstico -admitió el Sr. de la Dehesa, por decir algo-. Nosotros estamos, justamente, analizando las propuestas para resolver las cuestiones que preocupan a la sociedad, y le aseguro, que nuestra voluntad es…

-Conozco esa forma de argumentar, pues es la que hemos oído muchas veces. Pero, le repito:¿saben cómo hacerlo? -la pregunta resultaba insolente, pero el Sr. Concientrado, continuó, sin esperar la respuesta del otro-. Estoy seguro de que no, pero no se preocupe. Nadie tiene la respuesta perfecta. No existe mente humana que pueda pretender tenerla. El futuro es esencialmente imprevisible, depende de demasiadas variables que no controlamos, y la historia demuestra que el ser humano no sabe hacer predicciones infalibles. En mi programa, del que le hago entrega en este momento oficialmente de una copia -le alargó un ejemplar-, indico la fórmula de encontrar las respuestas. No digo que las tenga, sino que sé la manera de detectarlas en el camino.

Al Sr. de la Dehesa aquellos papeles le tenían sin cuidado. Los recogió, aparentando comprensión y un interés formal, y, con tono afable, le indicó algo así como “Muchas gracias, lo estudiaremos con atención”. Se disponía a volver a la sala de Reuniones, en donde suponía que ya estarían inquietos por su ausencia.

Concientrado no era tan fácil de desviar.

-No tengo la menor idea de si ustedes pretenden enfocar su programa con base a proponer aumentar los impuestos a los más ricos, animar algo al consumo, invertir aún más en quién sabe qué infraestructuras, privatizar más, reducir hasta donde les parezca el gasto público, disminuir o congelar las pensiones, cambiar el plan educativo o la forma de impulsar la investigación, aumentar o eliminar las prestaciones sociales o, simplemente, piensan que les bastaría con salir del paso con cuatro obviedades, y tener suerte de despertar la simpatía por su candidato en algún debate televisivo,  para conseguir la mayoría en las elecciones y dejar pasar otros cuatro años confiando en que la coyuntura mejore y alardear después de que ha sido gracias a su programa…

De la Dehesa farfulló algo. No se le entendió.

-Me he tomado la molestia, aunque lo he hecho con gusto -prosiguió Concientrado- de reunirme con más de doscientas personas de los más diversos sectores -empresarios, defensores ecológicos, parados, funcionarios públicos,  jóvenes con ideas, profesores universitarios, jubilados, sí,…, también algunos políticos…- y he sacado mis conclusiones, que están aquí, en este programa. Todo el mundo tiene alguna idea, pero su coincidencia mayor es echar la culpa a alguien distinto de ellos mismos, acerca de lo que está pasando.

De la Dehesa, que no quería aparecer como insolente, se había detenido en su marcha por el pasillo. Concientrado se animó a contar algo más:

–La clave de este programa, como le decía, es que no hay programa, sino el compromiso de que todas mis actuaciones serán transparentes para la totalidad de los ciudadanos.  Concibo la política como un servicio, no como una profesión, ni como una carrera de obstáculos. Los que colaborarán conmigo serán personas que no estarán preocupadas ni por su salario, que no tendrán, ni por aumentar sus méritos, porque ya no los necesitarán. Ofrecerán sus capacidades. Todas nuestras reuniones, las de todo el Gabinete, serán públicas. Cuando nos reunamos con cualquier agente social o económico, todo el mundo podrá valorar lo que proponemos que se haga, o se deje de hacer y conocerá directamente las resistencias, si las hay, o las propuestas, si se les ocurren, de los que opinen lo contrario. Como en el programa solo ofrezco capacidades, ya que los objetivos serán de toda las sociedad, pondremos en pie una actuación flexible, adaptativa, coherente con lo que se crea mejor en cada momento y, por todo ello, estrictamente revolucionario.

Al Sr. de la Dehesa, que llevaba ya veinte años como responsable de Prensa, se le ocurrió algo:

-Sr. Concientrado, eso que propone es una solemne tontería. ¿Transparencia, dice? ¿Para qué? ¡La política es una profesión! ¡Su programa carece de ideología! ¡Hace falta un programa, se cumpla o no se cumpla, porque la gente tiene que saber qué vota! Y permítame que le diga una clave, algo sustancial: ¡Hay que vender optimismo, soluciones, aunque sean quiméricas! Su idea de una candidatura sin programa es infantil, no tiene viabilidad. Es…ridícula.

El candidato incómodo sonrió tristemente.

-En realidad, no esperaba otra respuesta. No es el primer partido que visito hoy. Todas las personas con las que me he entrevistado, me han expresado más o menos lo mismo, y con ello, confirmo, lamentablemente, lo que sospechaba, y, con base en ello, tomo mi decisión.

-¿Qué sospechaba? ¿Qué decisión ha tomado? -no pudo evitar preguntar, curioso, el Sr. de la Dehesa. La señorita recepcionista, que había estado atendiendo al teléfono exterior, y solo había seguido parte de la conversación, sonrió mecánicamente.

-Votaré en blanco en estas elecciones. Seguiré haciendo mi trabajo lo mejor que pueda, pero que ningún partido cuente conmigo para respaldar su incapacidad de ser transparentes, humildes, adaptativos.

El candidato incómodo dio media vuelta, y sin decir más palabras, se fue tranquilamente por la puerta, dejando al responsable de Relación con los Media, aliviado.

-Hay por ahí cada personaje…-comentó a Lupicinia, ya mientras entraba de nuevo en la sala de Reuniones donde se siguió perfilando el programa electoral del partido.

Los tres partidos principales obtuvieron un número similar de votos, y, en la negociación posterior a las elecciones, se repartieron las carteras ministeriales.

FIN

 

 

 

 

 

 

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Cuento de primavera: Obra inacabada

3 mayo, 2014 By amarias 1 comentario

Carmen G. volvía a su casa, luego de asistir a la reunión semanal de damas adoradoras del santo recogimiento, cuando alguien la abordó por detrás, cogiéndola por un codo:

-Perdone, señora, mi atrevimiento. Quisiera pedirle algo.

La mujer, sobresaltada, contestó de inmediato como corresponde:

-Tengo mucha prisa.

Había, sin embargo, paz en el rostro del desconocido, lo que sirvió como antídoto al momento de desagrado que Carmen G. había padecido.

El hombre, extranjero por su aspecto -tenía los ojos azules, casi grises; pero, sobre todo, lo que destacaba era su atuendo, demasiado abrigado para el tiempo que hacía-, se colocó frente a la joven y, con un tono entrecortado que ella atribuyó a la larga frase que pronunció, demasiado compleja para su conocimiento del idioma, explicó:

-Me llamo Vassili Grigorieviz Zaitsev. Soy ruso, y mi oficio es el de pintor de iconos. Estoy preparando mi nueva exposición. La he visto e inmediatamente sentí una fuerza interior que me decía: “Esta mujer es la viva imagen de Nuestra Sra. Kazanskaia”, la bendita virgen de Kazan.

Carmen G. no sabría decir si estaba complacida por lo que era, evidentemente, un elogio a su belleza, o si, al observar mejor el rostro del desconocido, apreció inconscientemente su atractivo físico y lo asumió como valor de cambio.

No era un impulso sensual, sino el fruto de la curiosidad sobrevenida hacia quien había tenido el arrojo (¿la desfachatez?) para asaltarla con una propuesta insólita, en la mañana templada de final de primavera de aquella anodina ciudad de provincias, regalándole los oídos. Se sintió adulada, y nadie desprecia ese sabor dulce que el espíritu apetece y paladea, tanto estando ahíto como en ayunas.

Guardó silencio, que el llamado Vassili aprovechó para completar su mensaje:

-Me gustaría pintar su rostro. ¿Me concedería ese honor? No tardaré mucho en realizar mi apunte, porque soy maestro en pintura rápida.

Carmen G. repitió algo, con menor convicción, respecto a la prisa que llevaba; habló de las dificultades por las que entendía que no sería sencillo encontrar abierto un café adecuado a aquella hora del día; indicó que, en efecto, su casa estaba cerca, pero que no parecía conveniente utilizarla como estudio de pintura circunstancial, ya que se marido estaba fuera, trabajando; admitió, finalmente, que, si no era posible otra opción y, puesto que Vassili se comprometió a estar de vuelta en media hora con su canvás y los tubos de pintura al óleo, ella tendría tiempo para cambiarse de ropa y avisar a una vecina para que estuviera presente durante la sesión.

–Porque no quiero estar sola, ¿sabe Vd.? No porque le tenga a Vd. ningún miedo, sino por el qué dirán.

No estaría completamente segura de si llegó a pronunciar la frase, aunque podría jurar que lo había pensado y si no la dijo, fue porque algo la distrajo.

Al cabo de media hora exacta, Vassili Grigorieviz Zaitsev apareció en la dirección que Carmen G. le había indicado, portando un caballete de viaje, un lienzo de tamaño más bien reducido, y un maletín muy coloreado con los inequívocos pegotes de pasta de material repetidamente usado.

La joven casada no había llamado a ninguna vecina, pero se había cambiado de ropa. Llevaba una blusa verde, estampada, que resaltaba su mirada de gacela, y que, con el cuello entreabierto, dejaba asomar la cadena con la medalla de la virgen de Guadalupe, elegida como amuleto de su virtud.

Vassili buscó el lugar con la mejor luz, recorriendo, con discreción y profesionalidad, toda la casa. Decidió que el ángulo solar más adecuado para resaltar la pureza del rostro de Carmen G. era el saloncito contiguo a la habitación principal (el dormitorio del matrimonio propietario), y allí desplegó sus útiles, rogando a la bella mujer que se sentara enfrente, con la mirada volcada hacia la ventana, que abrió, con su permiso.

Un golpe de aire algo fresco provocó un escalofrío en la joven, cuya piel se crispó, erizándose los pelillos de sus brazos torneados por los ángeles (así se expresó el artista).

-Le ruego que se esté quieta, en lo posible, para que pueda captar la esencia, el espíritu de su divina belleza -decía el ruso, moviéndose del caballete a la silla en donde se encontraba la mujer, a la que tomaba delicadamente por la barbilla, orientando milimétricamente el ángulo de su rostro hacia la luz o, alcanzada mayor y más serena confianza, abrirle un poco más -unas centésimas de micra, una nadería- los bordes de la blusa que encerraba el misterio de los senos turgentes.

Carmen G. se sentía algo más azorada, un si es no es más nerviosa, a medida que pasaba el tiempo, deseando intensamente que todo terminara en cualquier dirección imaginable.

De pronto, alguien abrió la puerta de la calle, y unos pasos decididos se oyeron, pasillo adelante. Vassili, en cuestión de segundos, recogió el lienzo y el caballete. El esposo de la joven entró en el salón de la vivienda, llamándola:

-¡Carmen! ¿Estás en casa? ¡La luz del recibidor está encendida!.

Carmen G. se levantó de la silla, nerviosa sin poder explicar exactamente la razón, y fue al encuentro de su esposo. Vassili la siguió, como un cordero. Carmen G. besó al esposo de Carmen G., como cada día; tal vez, de forma algo más fría que de costumbre.

-El famoso pintor ruso Vassili Grigorieviz Zaitsev me ha pedido que posara un momento para un icono. Dice que me parezco a la virgen de Kazanskaia -explicó a su querido esposo, que se sorprendió muchísimo de encontrar a otro hombre en la casa.

-¿Vassili Grigorieviz?¿Como el famoso tirador ruso de la batalla de Stalingrado? ¿Zaitsev, el que no fallaba un disparo? ¿Exactamente se llama Vd. como él, con su mismo apellido? -fue lo que se le vino a la mente.

La batería de preguntas debió resultar suficiente para que el desconocido, el supuesto pintor de iconos, se escabullera, abandonando precipitadamente el lienzo en el que había estado, teóricamente, pintando a la hermosa dama.

El esposo recogió el lienzo, un bastidor rústico en el que había una tela sin encolar, imposible soporte para ninguna pintura, pues no era impermeable. Estaba blanco como una sábana de lino recién lavada, como el papel de una resma apenas abierta, como las nubes que emergen de una batería de hornos de coque durante el apagado.

Carmen G. se quedó pensando, mientras su esposo la reconvenía por su credulidad, aunque había más razones.

FIN

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Cuento de primavera: La orden de la Vejiga y el castigo del perjuro

15 abril, 2014 By amarias Deja un comentario

Una de las órdenes caballerescas más antiguas, incluso más que la de la Liga y el Pellejo (conocidas vulgarmente como la de La Jarretera y el Vellocino dorado) es la de La Vejiga.

Esta prestigiosa cofradía, fundada en el siglo III d.C. por el jefe de la tribu de los Upemba, que se había instalado en lo que es actualmente la provincia de Katanga, surgió de manera fortuita. Cuenta la leyenda que el cacique Sotán Kalamú, apremiado por una urgente necesidad de orinar, mientras se estaba celebrando una espléndida ceremonia sacrificial -quince jóvenes vírgenes estaban siendo ofrecidas al dios del desierto, supuesto padre de aquél-, y no queriendo abandonar el sitial en el que estaba, por no dar a conocer a sus súbditos su origen humano, se meó por encima.

Resultó, sin embargo, que, hábil con las palabras, convenció a los próximos que aquellas aguas naturales, por intercesión de las alturas, se habían transformado en un estampado de colores sobre sus calzones principescos, adquiriendo fragancias que él mismo definió, incluso, como embriagadoras.

Ante tamaña actuación sobrenatural, Sotán Kalamú se decidió a montar la orden de la Vejiga Henchida (Después se perdió el adjetivo, difícil de pronunciar y hasta de entender en el dialecto local). Los requisitos para entrar en ella eran descomunales. Solamente podían permanecer a esta orden aquellos guerreros que hubieran demostrado capacidad de sobrevivir después de haber sido arrojados a una sima sita en la comarca -conocida hoy como la Gruta de los Desaparecidos- o, en su defecto, aquellos a los que a Kalamú le diese la real gana de nombrarlos miembros.

En realidad, nadie pudo entrar por la primera vía, a pesar de que muchos lo intentaron.

Pertenecen en la actualidad a esta orden de la Vejiga, cuyo Gran Maestre es el dictador Gustón Pachanga, solamente veintidós mandatarios mundiales, todos ellos sátrapas, déspotas o dictadores reconocidos por el orden mundial, a los que Pachanga concede tal distinción, en una ceremonia muy vistosa, en la que se les entrega la insignia característica, con forma de globo de oro y pedrería, de la que penden dos hilos de finísima hechura plateresca, simulando los uréteres del fundador.

La orden de la Vejiga mereció recientemente atención mediática, debido al castigo propiciado a uno de sus miembros, que había cometido el terrible acto de faltar al juramento prestado, incurriendo, pues, en el deshonor del perjurio. Porque los guerreros de la orden deben, en el momento de ser distinguidos con el globo henchido de los filamentos argénteos, jurar ante el dios del desierto que se protegerán sin fisuras en todas sus felonías y desmanes, disimulándolos con inmediatez, tal como hizo el gran Kalamú con sus naturales fluencias, ocultando a los demás mortales y, sobre todo, a sus leales súbditos, su condición de iguales en lo físico y su morbosa afición al latrocinio y a la corrupción en lo tocante a los dineros y bienes públicos.

Pues bien: El Gran Sultán del País de Chochonia, país que ocupa el penúltimo lugar en las rentas per cápita -contando hombres y ganados-, cuando estaba veraneando con su séquito en la Costa Blue, fue conducido con añagazas ante el Tribunal de la Justicia Incontrovertible Internacional (renovada), que dirige el ex-juez español Maese Pedro del Canto del Cisne Pérez, con sede en La Calla. Allí admitió haber mentido a sus súbditos, y que, en realidad, ni era hijo de un dios ni nada parecido, si bien no se le pudo juzgar ya que este comportamiento no está reconocido como infracción por los países firmantes del Convenio de La Calla.

En la actualidad, el ex Gran Sultán de Chochonia reside en Suiza y, al parecer, ha entregado una ínfima parte de sus posesiones en Chochonia a la ONG para el Desarrollo Lento de Africa (Africa´s Smooth Development Non Profit Organitation), dirigida desde Peijing por un grupo budista.

El Sanedrín, Capítulo o Concilio de los cofrades vejigueros, lamentando la traición al juramento del ex Gran Sultán de Chochonia.  le ha condenado a devolver la medalla que le acredita como miembro de la Cofradía. Este es el mayor castigo que se puede imponer a un perjuro, según las normas internas de la Vejiga. Lamentablemente, se ha negado hasta ahora a cumplir la terrible sanción, que suele seguir luciendo en la pechera.

FIN

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Cuento de primavera: Trascendente y Trascendido

13 abril, 2014 By amarias 2 comentarios

Se parecían como dos gotas de agua, hasta el punto que, observados de lejos, se podían tomar por fotocopia el uno del otro. No eran, sin embargo hermanos gemelos, ni siquiera familia, al menos, que se supiera oficialmente.

Si en el aspecto exterior resultaban idénticos, en el carácter, es decir, en lo que corresponde al interior de su naturaleza, eran tan distintos como pudieran serlo los huevos de las castañas.

Trascendente era un optimista crónico, de ese tipo de personas que no solo ven los vasos medio llenos cuando  se han bebido la mitad, sino que los ven llenos del todo para entregárselos al siguiente. A resultas de aplicar, una y otra vez, esa actitud, se había forjado una estructura mental muy suficiente, confiada y tenaz. Estaba continuamente imaginando proyectos, modelos, intenciones, que imponía a los demás.

Trascendido era, por el contrario, un pesimista fastidioso, de esos que siempre descubren en las cosas su lado peor y, encima, tienen razón, por lo que levantan la sospecha de que son gafes, despiertan mal fario, y se les atribuye la facultad de atraer la desgracia como los pararrayos a las urracas. Por razón de esa repetida manera de entender el mundo, había acabado tomando la decisión de que lo mejor que podía hacer era estarse quietecito, aguantar los chaparrones y aprovecharse de lo que había, sin aventurarse en tierras inhóspitas. Guardaba silencios, aprovechaba oportunidades, pero no creaba ninguna.

Para alguien que los viera por primera vez, la única característica que los diferenciaba era la forma en que se vestían. Trascendente iba a la última, encantado de llevar ropa de marca y de la más moderna tendencia: se podía decir de él, si es que la expresión tuviera un significado, que era un “it boy”. Trascendido iba hecho un zaparrastroso, con la camisa, los pantalones y los zapatos tan raídos, que podría parecer que se los había encontrado en un contenedor de Humano o tirados en el aparcamiento de un recinto universitario el día después de un botellón masivo.

Seleccionados gracias a un concurso de televisión que trataba de confrontar a personas que se parecieran físicamente como hermanos gemelos, para que vivieran juntos durante un mes y contrastaran así sus diferencias de carácter para gozo de los teleespectadores, Trascendente y Trascendido se conocieron por primera vez en el mismo plató.

El presentador hizo, como corresponde a su profesión, las presentaciones:

-Hasta ahora, nunca antes en este programa, “¡Toma castaña!”que es, como Vds. saben, la versión española del éxito americano “Find your Alter Ego”, nunca jamás, -enfatizó- habíamos presentado a dos tipos tan iguales.

-Aquí están -prosiguió- a mi diestra, Trascendente, y a mi siniestra, Trascendido. Nacidos a más de mil kilómetros de distancia uno del otro, educados en ambientes distintos, sin haberse conocido hasta ahora, van a convivir durante un mes en el desierto de Tutía, entre serpientes de cascabel y leones de cola negra. Aprenderán así a descubrir lo que les hace diferentes…si es que hay otras diferencias, además de lo que es evidente, que es su manera de vestir…Por cierto, irán desnudos, únicamente provistos de un utensilio, que podrán, eso sí, escoger a su voluntad.

El presentador no paraba de hablar, mientras la cámara reflejaba lo que estaban haciendo Trascendente y Trascendido. El segundo, papaba moscas; el primero, se movía en el asiento, preso de convulsiones nerviosas.

-Trascendente, ya lo ven los espectadores, a los que recuerdo que lo mejor para curarse las almorranas es la pomada Hemorroidina, es lo más parecido a un niño pijo crecido en el barrio rico de Bancherí y Trascendido, por lo mismo, tiene el aspecto de pertenecer a una banda dedicada al alunizaje que hubiera hecho un curso acelerado en la Escuela de la vida de Llavecas.

Mientras se difundían los habituales diez minutos de publicidad, Trascendente y Trascendido tuvieron ocasión de intercambiar unas palabras:

-¿Qué sabes hacer? -preguntó Trascendente, que era más rápido para la investigación.

-Nada -respondió, después de pensárselo un rato, Trascendido.

-Algo sabrás -matizó, prudente, Trascendente.

-Hago nada, pero de puta madre -fue la posterior matización.

-No me puedo creer, que siendo más o menos de mi edad, no te hayan enseñado a sacarle el máximo partido a las cosas -persistió Trascendido.

-¿Cómo que no les saco partido? -se enfadó el otro, molesto- Hasta aquí he llegado, y no me quejo.

-Yo tampoco me quejo. Solo que veo que todo se puede mejorar, y me empeño en encontrar el lado bueno.

-Yo no necesito plantearme lo que se pueda mejorar, simplemente, disfruto con lo que hay.

-Pero…eso implica que te aprovechas de lo que han creado otras personas como yo, que nos preocupamos por avanzar.

-Puede. Solo que si dedicas todo tu tiempo a trabajar en nuevas cosas, no tienes ni un minuto para disfrutarlas. La gente como yo, encontramos sentido a lo que hacéis, disfrutando con ello.

-Me resulta asqueroso que te aproveches de la voluntad de gentes activas como yo por mejorar el mundo. Es mezquino.

-Si no hubiera gentes como yo, vuestro trabajo no tendría sentido, sería inútil, por falta de destinatario.

-No tengo ninguna confianza en que me vayas a ser útil en el desierto al que nos mandan. ¿Por qué te apuntaste a este concurso?

-El que no tiene confianza ninguna, soy yo. No me apunté, me apuntaron.

-Eres un cretino.

-El cretino me pareces tú.

Estaban en ésas, cuando el presentador les advirtió que volvían a estar en antena, y les explicó las reglas del programa, que no eran muchas. Cuando tuvieron que decir qué desearían llevar al desierto, Trascendente pidió una escopeta de repetición con diez cajas de cartuchos de balines de gran calibre.

Trascendido pidió que le trajeran un sombrero para que no se le calentara mucho la cabeza.

FIN

 

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Cuento de primavera: La cigüeña partera

9 abril, 2014 By amarias Deja un comentario

La inmensa mayoría de los niños de Valgamediós menores de tres años, creen a pies juntillas que los niños vienen de París, y que son traídos de allí por las cigüeñas. No existe, en la actualidad, prácticamente casi ningún adulto  que se crea tal patraña.

En los libros de texto dedicados a la educación sexual,  se explica que es imprescindible, para que se engendre una criatura nueva -en casi todo el mundo animal-, que dos seres de distinto sexo se apliquen a tal fin, realizando lo que se denomina enfáticamente  como”el acto sexual”. Con todo, hay una parte relativamente importante de adultos valgamediosinos que imaginan que podría evitarse la concepción de futuros niños, sin faltar a la ejecución de la operación principal, realizando imaginativas modificaciones, algunas de las cuales (como el coitus interruptus) han recibido nombres foráneos y otras, como el uso del preservativo de punt0 lavable, no han merecido la gloria de la exportación.

Pues bien, para entender esta historia, es preciso creerse que, entre los cometidos vigentes de las cigüeñas, se encuentra todavía la de traer niños de París. Y es absolutamente imprescindible admitir, para seguir con el cuento, que una de esas cigüeñas carteras, cansada de realizar, una y otra vez, tal viaje -que puede ser largo y fatigoso, pues basta imaginar el esfuerzo de acercar a una criatura desde la ciudad francesa a Huelva-, decidió emanciparse de esa servidumbre tradicional, a la que venían dedicándose generaciones y generaciones de cigüeñas, y abrir una clínica particular.

Era un negocio claro. Lo publicitó, con rimbombancia, con estas palabras: “Diseño y Fabricación insistida de niños con ordenador”. Y, en la propaganda que distribuyó, con hojas volanderas que lanzó desde el aire a los cuatro vientos, completaba la idea con este mensaje: “Evite escribir a París e innecesarias esperas o errores en el suministro. Solicite YA su descendencia al Laboratorio de la Cigüeña Partera (Doctorada en Calemania)”. En la placa de entrada al local, puso incluso el cartel “Dr. Especialista en Nueva técnica Conceptual al margen de París”, ocultando precisar que la cigüeña era únicamente Doctor en la Escuela de la Vida, y por correspondencia.

La cigüeña partera tenía, al margen de estudios, relativa experiencia. Había seguido un curso rápido en Pananá, con prácticas realizadas con algunos animales, vivos y muertos: rumiantes, gatos de angora, perros pequineses y ratas de alcantarilla. Con éxitos contantes y sonantes.

Para los interesados, era muy cómodo anunciar que se evitaba el viaje de la hembra humana a París, proporcionándole la semilla ya fertilizada o con posibilidad de añadir al huevo el reactivo fertilizante elegido según gustos (fresa, menta, picante, azúcar moreno, etc.). Es más, hasta se podía elegir el huevo puesto por otras hembras, ya fertilizado o por fertilizar.

Qué digo a los límites. Se podía elegir el sexo, el tipo de embrión, el momento exacto de la entrega del retoño, el sitio (clínica particular o domicilio), el embalado, y hasta se podía ejercer el derecho a devolución.

Las semillas y los embriones se guardaban en armarios en los que los frascos de material se conservaban a temperaturas suficientemente gélidas, por tiempo indefinido.

-Mira dónde te metes -le advirtió su madre, que era una cigüeña respetada, con el pico incluso algo curvo de tanto sostener las cestas en donde debía transportar las criaturas que entregaría, a su debido tiempo, a sus legítimos destinatarios.

-Está chupado -replicaba la cigüeña partera (título que se había dado a sí misma)-. He comprobado que la cosa funciona con otros animales, por lo que no veo problema alguno en aplicarlo a los humanos de Valgamediós, con lo que se ahorrarán tiempos de espera y fallos en la entrega. Será incluso posible que, sin conocer varón, una hembra obtenga el fruto deseado. Incluso en parejas estériles, con mi procedimiento, siempre les entregaré un niño, y todos los demás creerán que el retoño es suyo.

La cigüeña partera tenía un grave problema, y era de índole muy personal. Le gustaba excepcionalmente la bebida. Cuando se reunían varias aves de su calado, era ella siempre la que más líquido ingería, y no precisamente agua, sino otros brebajes de alto contenido alcohólico, lo que le proporcionaba pérdidas de memoria, además de un estado de exultación pasajera.

Empezó a ser normal encontrarse a la cigüeña partera agarrada a una farola cantando Valgamediós, Patria querida. Tampoco era raro, desde que su pareja la abandonó -e incluso, antes- verla entrar en locales llamados de placer, pagando porque le hicieran cosquillas bajo la cola, como método alternativo para liberar sus cavidades cloacales de la roña que se estaba formando en ellas.

En esos locales, organizaba escenas muy lastimosas, pegando al personal, negándose a pagar por los servicios o rompiendo material.

El negocio de la reproducción asistida estaba resultando muy bien. Un número creciente de valgamediosinos acudía a la consulta, que cada vez daba empleo a más gentes, todas de bata blanca y título de doctor en ciencias reproductivas, que concedía la cigüeña partera. La mayoría de los clientes resultaban satisfechos y pagaban cantidades muy altas, sin problemas; si se producía un fracaso de cualquier tipo, la cigüeña partera no dudaba en ocultarlo, utilizando diversos procedimientos.

Una noche, sin embargo, ocurrió que la cigüeña partera había bebido mucho, como era habitual, pero, tanto, tanto, que perdió la noción de dónde estaba. Se dirigió al local en donde se guardaban las distintas muestras de su negocio y, sin darse cuenta de lo que hacía, rompió varios de los frascos y los mezcló todos, cambiando las etiquetas de muchos. Se divirtió mucho mientras lo hacía, pero los efectos fueron desastrosos.

A la mañana siguiente, los empleados del negocio -urracas, cuervos, mirlos blancos, sabandijas, sapos parteros y patos mareados- se encontraron con el desaguisado. Probetas rotas, líquido desparramado, embriones danzando por ahí, los armarios de refrigeración abiertos y desordenados.

-¿Qué hacemos? Nuestros clientes nos cortarán el cuello cuando se enteren o nos castrarán con tijeras de podar -dijeron, casi a una, muy afligidos.

La cigüeña partera tuvo una idea, porque era, además de bastante impresentable, terriblemente imaginativa para la mentira.

-No hay más remedio que volver a llenar los frascos con lo que encontremos más a mano. Y no se nos ocurra decir a nadie lo que ha pasado.

Así hicieron. Llenaron los frascos de las más variadas maneras, volvieron a reconstruir las etiquetas, y a ninguno de los clientes confesaron lo que habían hecho para salir del paso. Los resultados no pasaron, sin embargo, desapercibidos: hubo papás blancos que tuvieron niños negros, y al revés; mamás que no resultaron embarazadas ni después de innúmeras intervenciones, todas ellas de pago; hubo malformaciones y abortos en número tal que la inspección valgamediosina, llamada al sitio por las cigüeñas que seguían trayendo los niños de París, levantó acta y cerró el negocio.

La cigüeña partera acabó sus días en un centro de desintoxicación. En el viejo local, ahora han puesto un comercio chino que vende  actualmente conejos, gatos y elefantes de la buena suerte, la que no siempre dan. Y las cigüeñas normales siguen trayendo a los niños de París, que es lo tradicional, lo seguro, lo de toda la vida. Las urracas, mirlos blancos, sabandijas, sapos parteros y patos mareados han pasado mayoritariamente a engrosar las cifras de desempleo o han ingresado en conventos de clausura. Algunos de ellos, sin que se encuentre la razón, se dedican al buzoneo de panfletos, otros realizan sesiones de imposición de manos a crédulos, diciéndose bienaventurados y no faltan dos o tres a los que se ha visto como distribuidores de pizzas y tortillas de patata congelada a los zoos de la periferia.

FIN

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Cuento de primavera: El loro y el catálogo

8 abril, 2014 By amarias Deja un comentario

Era una vez un loro gris con una habilidad especial: jugar al fútbol. Y lo hacía excepcionalmente bien.

Puede que no fuera el más inteligente de los loros,  aunque tampoco dispongo de estadísticas oficiales sobre los coeficientes intelectuales de estos animales -un grupo numerosísimo que abarca desde las cacatúas hasta  los guacamayos, pasando por los periquitos, pero puedo asegurar que, además de ser buen futbolista, no era feliz.

La causa de su desasosiego la tenía un catálogo. Estaba escrito en un idioma desconocido, aunque las fotografías eran por sí mismas tan expresivas que, con solo mirarlas, uno podía imaginarse fácilmente de qué iba la cosa.

En aquellas páginas impresas a todo color, que el sagaz logo gris había repasado una y otra vez, moviéndolas adelante y atrás con su pico curvo, había decenas de fotografías de loros y, entre ellas, de muchos loros grises africanos, como él. Todos aparecían en una misma pose, sonrientes, mostrando su cola roja brillante. Parecían estar diciendo o pensando: “aquí estoy yo, dichoso; ¿dónde estás tú, pobre diablo?.”

Al lado de cada una de esas aves de aspecto espléndido, había un balón y un número. Una cifra muy alta y que, sin posible error, correspondería a lo que cada uno de sus congéneres, habilidosos como él en el juego de pelota, afortunados en el reconocimiento de su destreza, estarían cobrando como artistas.

El loro se osesionó por culpa de aquel catálogo. No comía, ni bebía ni dormía. Le amargaba pensar que, mientras él apenas disponía de unas pipas de girasol y unos tímidos aplausos en el barrio, había decenas de loros grises, de papagayos de Papúa o caiques sudamericanos, que se estaban forrando las plumas con lo que ganaban.

Para abreviar la historia, diré que, después de un vuelo agotador, el loro gris llegó hasta una tremenda empalizada, formada con alambre de espino retorcido, que le impedía el paso. Es sabido que los loros, aunque excelentes voladores, no pueden levantar su vuelo por encima de unos metros, así que, por más que lo intentó -y los loros grises africanos son muy testarudos y tienen una capacidad saltarina incluso ligeramente superior a, por ejemplo, los pálidos yacos o las blancas cacatúas-, no consiguió más que herirse las patas.

Desalentado, pero no vencido, volvió unos cuantos cientos de metros sobre sus vuelos, recalando en un bosquete en donde se encontró, para su sorpresa, con centenares de loros grises africanos que, como él, había intentado traspasar aquella frontera de espino y parecían dispuestos a volver intentarlo, una y otra vez.

-¿Por qué estáis aquí? -les preguntó.

-Somos futbolistas y hemos visto en un catálogo que al otro lado pagan muy bien a los que, como nosotros, juegan bien al fútbol -le contestaron.

Un loro de la Patagonia, que estaba haciendo una entrevista para la televisión, se interesó por saber a qué catálogo se referían.

-Este catálogo -le mostraron algunos, pues no eran pocos los que lo guardaban bajo las alas.

-P…pero ese catálogo no tiene que ver con el fútbol. Esos loros no son futbolistas -dijo el de la Patagonia.

-¿Cómo así? ¿No ves estos números, no ves el balón que tienen junto a los pies? -le recriminaron varios de los loros grises, incrédulos.

-Si, si. Pero los números no son los salarios de los loros, sino el precio que alcanzan en el mercado de animales cuando son vendidos como esclavos. Y eso que véis ahí, a sus pies, no es un balón, sino la bola en la que termina la cadena a la que están sujetos, para que no se escapen.

Un profundo silencio recorrió el bosquete.

FIN

FIN

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Cuento de primavera: La oportunidad

28 marzo, 2014 By amarias 1 comentario

Como todas mañanas, hiciera frío o calor, fuera el tiempo ventoso o lloviera a cántaros, nevara o tronara, montó su caballete, mezcló en la paleta las combinaciones de colores salidos de los retorcidos tubos al óleo que atiborraban su maletín de madera de fresno, manchado por los residuos de múltiples jornadas, y se puso a pintar.

Hacía tiempo que había dejado de pintar lo que veía, para expresar otra cosa: su deseo de intervenir sobre el paisaje, modificar en el lienzo la apariencia de aquella naturaleza, mintiéndola -pero también, recreándola-. Su ideal sería que aquel conjunto de árboles, rocas, praderas, con caminos de tierra, iglesias y casuchas, desapareciera y solo quedara constancia, para un hipotético visitante de otro planeta, de lo que él había reconstruido, vertiendo sobre el lienzo su propia creación.

Porque allí, sobre pedazos de tela, en las urdimbres apelmazadas por el engrudo, había construido, día tras día, año tras año, miles de elucubraciones que sustituían, dándole otras dimensiones, el mundo que tenía ante sus ojos.

Lo vemos ahí, saliendo del umbral de lo que parece su casa, con los pantalones sucios y arrugados, y los zapatos convertidos en parte del polvo de los caminos que, tenaz y aplicadamente, siguiendo el mandato de su dueño, recorrieron -a diario -en realidad, siempre el mismo camino, que no conducía a ninguna parte, porque acababa siempre en un recodo que jamás había traspasado.  Hay un bastón apoyado en la pared, y una libreta cerrada, seguramente con más apuntes, sobre uno de los escalones.

Ese hombre, ya vencido por el tiempo, consciente de le que quedan pocos años de repetirse a sí mismo en la búsqueda de su propio paisaje, sonríe.

Acaba de atisbar su oportunidad. No es distinta de la de ayer y puede que no sea diferente de la de mañana. Pero la va a utilizar, como siempre, introduciendo en las líneas de ese paisaje que volcará sobre el lienzo, desmintiéndolo, sus ideas respecto a lo que, si hubiera sido Dios, habría sido su creación.

Cientos de visitantes pasan hoy, en el hoy del ahora, por el museo en donde se cobra una entrada por la oportunidad de ser testigos de su esfuerzo. Comentan, insensibles, pisoteando entre los vestigios de la destrucción de la serenidad de su autor. Una locura que ha dejado múltiples huellas, una introspección convertida en ariete contra la creación de Otro, superior, ajeno, magnífico.

La guía, sin que parezca percatarse de que camina entre cadáveres, de que se dirige a fantasmas, propaga un mensaje ininteligible que resbala sin piedad entre cerebros que están pensando en otras cosas:

-Aquí podemos observar como Cezánne entremezcla árboles, cielo, estanques y figuras humanas, haciéndolas participar de un mismo espacio, sin preocuparse por delimitar las zonas que corresponderían al aire, a la tierra, al agua o a los propios bañistas, de manera que todos parecen formar una unidad, integrados en una única naturaleza…

Uno de los oyentes, enarbolando su entrada, a la que no quiere abandonar, con los auriculares bien ajustados a las sienes, se cree de pronto iluminado para preguntar en voz demasiado alta:

-¿Por qué la mayor parte de estos cuadros no están acabados? ¿Se sabe por qué  este pintor no se tomaba la molestia de rematar lo que estaba haciendo?

Al salir a la calle, estaba, como siempre, la realidad externa, tan apetecible para quienes no tienen preocupaciones que ocultar. Recuerdo que el 22 de octubre de 1906, después de haber estado pintando bajo un aguacero, Paul moría de neumonía. Fue su última oportunidad de destruir un paisaje para crear el suyo.

FIN

–

FIN

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