El discípulo se acercó a visitar, habiendo pasado el tiempo, a su maestro, que se había convertido en un anciano físicamente decrépito. Lo encontró, como se lo imaginaba, sentado en un sencillo taburete de madera, y con la mirada dirigida al horizonte; parecía incapaz de moverse.
-¡Qué alegría, maestro! -dijo el discípulo- Estás igual que siempre. Los años no han dejado huella en ti.
El anciano desvió la vista desde el horizonte para fijarla en el sonriente desconocido. El resto de su cuerpo apenas se movió.
-¿Quién eres? -le preguntó, volviendo a entregarse a lo que parecía ser una profunda meditación.
-Soy Rangú Albalala, que pasé por ser uno de tus alumnos predilectos. Guardo todas tus enseñanzas en lo más profundo de mi corazón. ¿No te acuerdas de mí?
El anciano sacó un pañuelo mugriento de un bolsillo del pantalón y se sonó estrepitosamente. Luego, miró con atención los mocos que habían quedado en el trapo, lo plegó y lo volvió a guardar en el mismo sitio.
-No.
Fue cuanto dijo.
El discípulo empecinado le cogió la mano derecha, y advirtió que estaba cubierta de manchas solares y que tenía las uñas bastante largas y, también, algo sucias. No sabía cómo seguir la conversación, pero no quería marcharse sin expresar lo que sentía por el anciano. Un profundo afecto.
-Gracias a ti he aprendido que la felicidad no está en lo que se posee, sino en lo que se da, ¿verdad, maestro?
-¿Por qué me preguntas? ¿No has encontrado tu propia respuesta? -le preguntó, con repentina curiosidad, el anciano.
Por la puerta abierta de la casita, el discípulo advirtió que una mujer trajinaba en la cocina, y olió el delicioso aroma de lo que estaba guisando, y supuso que eran pimientos con arroz.
-En realidad, tengo una duda que no he conseguido resolver. ¿No sería mejor tratar de aumentar lo que se posee, antes de darlo a los demás? Creo que eso sería lo más acertado para ser profundamente feliz.
El anciano sonrió con una mirada que al discípulo le pareció pícara.
-Esa es justamente la diferencia entre tener una vida sin interés o una buena vida.
El discípulo se despidió, diciéndole a la mujer -seguramente una hija del anciano maestro- que no podía aceptar la invitación para quedarse a comer con ellos, porque tenía que volver a la ciudad antes de que cerrase el comercio.
Cuando conducía por la autopista, con una suave música de fondo en el reproductor de cedés, pensó que su anciano maestro conservaba la cabeza en perfectas condiciones. Había algo, con todo, que le inquietaba, porque le parecía que no había conseguido obtener una orientación definitiva del viejo maestro.
Por eso, salió de la autopista en la primera desviación que encontró, y volvió hasta la casa del anciano, que seguía mirando, aparentemente, el horizonte, sin haberse movido, aunque ya empezaba a hacer algo de frío. El discípulo observó que en el suelo había una escudilla, con los restos de los pimientos con arroz que habían sobrado.
-Maestro, perdona que te interrumpa nuevamente en tus meditaciones, pero me ha quedado una duda y no quiero desaprovechar la ocasión de haber estado contigo para aclararla.
-Dime, Rangú -expresó, con solicitud el anciano.
-¿Cómo se puede conocer que ha llegado el momento en que lo que se posee hay que compartirlo con los demás? -fue la pregunta que el eterno alumno le hizo.
-Ese momento no llega. Existe desde antes de que nosotros viniéramos a este mundo. -fue la respuesta.
Rangú volvió al coche y, sin ganas de hacer las compras como tenía proyectado, cuando llegó a casa, contó a su mujer y a su hijo lo que le había dicho el maestro y éstos lo difundieron a sus amigos.
FIN
(P.S. Los Skidelsky (Robert y Edward) son autores de un libro imprescindible: “¿Cuánto es suficiente?”, en el que analizan, en lenguaje sencillo pero contundente, lo que proporciona la felicidad, es decir, la naturaleza del concepto de “buena vida”. No he pretendido hacer un resumen, sino añadir un elemento -casi trivial- para contribuir a la reflexión sobre aquello para lo que merece la pena entregar nuestra existencia.)