Al socaire

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Cuento de invierno: La buena vida

2 marzo, 2014 By amarias Deja un comentario

El discípulo se acercó a visitar, habiendo pasado el tiempo, a su maestro, que se había convertido en un anciano físicamente decrépito. Lo encontró, como se lo imaginaba, sentado en un sencillo taburete de madera, y con la mirada dirigida al horizonte; parecía incapaz de moverse.

-¡Qué alegría, maestro! -dijo el discípulo- Estás igual que siempre. Los años no han dejado huella en ti.

El anciano desvió la vista desde el horizonte para fijarla en el sonriente desconocido. El resto de su cuerpo apenas se movió.

-¿Quién eres? -le preguntó, volviendo a entregarse a lo que parecía ser una profunda meditación.

-Soy Rangú Albalala, que pasé por ser uno de tus alumnos predilectos. Guardo todas tus enseñanzas en lo más profundo de mi corazón. ¿No te acuerdas de mí?

El anciano sacó un pañuelo mugriento de un bolsillo del pantalón y se sonó estrepitosamente. Luego, miró con atención los mocos que habían quedado en el trapo, lo plegó y lo volvió a guardar en el mismo sitio.

-No.

Fue cuanto dijo.

El discípulo empecinado le cogió la mano derecha, y advirtió que estaba cubierta de manchas solares y que tenía las uñas bastante largas y, también, algo sucias. No sabía cómo seguir la conversación, pero no quería marcharse sin expresar lo que sentía por el anciano. Un profundo afecto.

-Gracias a ti he aprendido que la felicidad no está en lo que se posee, sino en lo que se da, ¿verdad, maestro?

-¿Por qué me preguntas? ¿No has encontrado tu propia respuesta? -le preguntó, con repentina curiosidad, el anciano.

Por la puerta abierta de la casita, el discípulo advirtió que una mujer trajinaba en la cocina, y olió el delicioso aroma de lo que estaba guisando, y supuso que eran pimientos con arroz.

-En realidad, tengo una duda que no he conseguido resolver. ¿No sería mejor tratar de aumentar lo que se posee, antes de darlo a los demás? Creo que eso sería lo más acertado para ser profundamente feliz.

El anciano sonrió  con una mirada que al discípulo le pareció pícara.

-Esa es justamente la diferencia entre tener una vida sin interés o una buena vida.

El discípulo se despidió, diciéndole a la mujer -seguramente una hija del anciano maestro- que no podía aceptar la invitación para quedarse a comer con ellos, porque tenía que volver a la ciudad antes de que cerrase el comercio.

Cuando conducía por la autopista, con una suave música de fondo en el reproductor de cedés, pensó que su anciano maestro conservaba la cabeza en perfectas condiciones. Había algo, con todo, que le inquietaba, porque le parecía que no había conseguido obtener una orientación definitiva del viejo maestro.

Por eso, salió de la autopista en la primera desviación que encontró, y volvió hasta la casa del anciano, que seguía mirando, aparentemente, el horizonte, sin haberse movido, aunque ya empezaba a hacer algo de frío. El discípulo observó que en el suelo había una escudilla, con los restos de los pimientos con arroz que habían sobrado.

-Maestro, perdona que te interrumpa nuevamente en tus meditaciones, pero me ha quedado una duda y no quiero desaprovechar la ocasión de haber estado contigo para aclararla.

-Dime, Rangú -expresó, con solicitud el anciano.

-¿Cómo se puede conocer que ha llegado el momento en que lo que se posee hay que compartirlo con los demás? -fue la pregunta que el eterno alumno le hizo.

-Ese momento no llega. Existe desde antes de que nosotros viniéramos a este mundo. -fue la respuesta.

Rangú volvió al coche y, sin ganas de hacer las compras como tenía proyectado, cuando llegó a casa,  contó a su mujer y a su hijo lo que le había dicho el maestro y éstos lo difundieron a sus amigos.

FIN

(P.S. Los Skidelsky (Robert y Edward) son autores de un libro imprescindible: “¿Cuánto es suficiente?”, en el que analizan, en lenguaje sencillo pero contundente, lo que proporciona la felicidad, es decir, la naturaleza del concepto de “buena vida”. No he pretendido hacer un resumen, sino añadir un elemento -casi trivial- para contribuir a la reflexión sobre aquello para lo que merece la pena entregar nuestra existencia.)

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: buena vida, cuento, cuentos de invierno, enseñanza, maestro, Skidelsky

Cuento de invierno: Rigor a la carta

10 febrero, 2014 By amarias Deja un comentario

Riguroso Poveda era muy exigente. Antes de salir de casa, se cercioraba de que el traje no tuviera arrugas, manchas de grasa o algún dobladillo descosido. La raya del pelo, ya algo ralo, parecía estar delineada con tiralíneas; el bigote, recortado al milímetro; las gafas de concha, pulcras; los zapatos, refulgentes cual patena.

Si el exterior lucía inmaculado, el interior no le iba a la zaga. Catedrático de Ampliación Vastísima de Matemáticas Orondas, en la Escuela Politécnica de Selección de Ingenios, su orgullo no tendría parejo ni en el emperador del pollo frito. Cuando impartía, cada año lectivo, la primera lección de su asignatura, escoltado por los tres ayudantes, a quienes hacía sentar en primera fila, junto a los alumnos, atraía curiosos incluso de disciplinas nada afines.

Constituía todo un espectáculo, verle interesarse por los conocimientos de aquellos a quienes, con su intensa sabiduría, le correspondería desbravar, adoctrinar, amedrentar, sojuzgar aquel semestre. Como no disponía aún de la lista oficial de matriculados, estaba  obligado a sacar a la palestra a los infelices que utilizaba para escarnio, guiándose únicamente por el azar o su intuición.

No fallaba. Acá y allá detectaba incompetentes, ineptos, ignorantes, fatuos, asnos para conocimientos que el juzgaba obvios, pertinentes, de inexcusable omisión, de incalificable ausencia.

-¡Será imposible convertir a Vd., con esa materia prima con la que acude a mí a ninguna otra sustancia que a puro material de desecho! ¡Es Vd. una escoria intelectual, un caso irremisiblemente perdido!

Y el alumno se volvía al asiento, con aspecto compungido, haciendo cortes de manga a las espaldas del ilustrado orate.

-¿No le han enseñado aún lo que son las transformadas discretas de Fourier? ¿No oyó hablar hasta ahora de la convolución circular? ¿Confunde el algoritmo de Bluestein con el de Rader? ¿Y piensa Vd. que le hagan caso cuando tenga que hacer una reconversión forzosa?

Algunos de quienes formaban el auditorio debía esconderse tras las tapas levantadas de los pupitres para que no se les advirtiera tronchándose de risa con las ocurrencias.

El profesor Poveda, cuando se recluía en su casa, -en donde vivía con una hermana algo trastocada -que era la que se encargaba de los zurcidos y labores menestrales, incluidas la adquisición y preparación de víveres y a la que la maledicencia atribuía, erróneamente, un régimen de carnal coyunda-, se pasaba el tiempo en que no repasaba lo que ya sabía, mirando por la ventana.

-Mira esos dos, Esteonora -apremiaba a su hermana, para que viniera a su lado-. Parecen el resultado del algoritmo de Bolzano, encerrado él en un reducido espacio incomunicado, de tanto como ella lo atosiga.

Y Esteonora, que se había hecho experta en tocar la flauta travesera, sonreía.

Sucedió que, un buen día, a Riguroso Poveda lo llamaron para ser miembro del jurado que otorgaba el Premio a la Creatividad Científica, en representación de la comunidad local. Tenía, desde luego, currículum y, aunque no era apreciado en todos los sectores, no eran pocos los que se jactaban de que, gracias a sus enseñanzas, habían podido comprender mejor el sentido fatuo de la existencia.

Riguroso Poveda asistió a la primera reunión del comité, como corresponde, ataviado con su mejor traje, en uno de cuyos ojales había encajado la insignia de oro y brillantes que le acreditaba como colaborador asociado o correspondiente de la Rusian Scientific Society of Qualified Eccentric Persons (RSSQEP).

Cuando se le dio a leer la relación de posibles galardonados, manifestó de inmediato su total discrepancia.

-No encuentro que ninguno de ellos sea merecedor del Premio. Les falta algo sustancial -expuso, con determinación.

-¿Qué es, profesor Poveda, lo que echa en falta de estos ilustres colegas, que, por cierto, han sido ya reiteradamente premiados en otros certámenes de mayor calidad que el nuestro?

El profesor Poveda, que había visto su nombre en la relación, indicó, con acerada parsimonia.

-Lo que les une a todos en su carencia es, sin duda, no estar muertos. Todos ellos viven por ahora y, por tanto, huelga que se les premie. No hay razón para limitarse tanto, ensalzando a quien aún no ha terminado su obra.

Y concluyó:

-Este premio solo debería ser otorgado a un difunto, pues será la medida de que todos sus méritos, descubrimientos y hallazgos no podrán, por naturaleza, aumentar. Así se extenderá el galardón a alguien que tenga su vida cumplida y cerrado para siempre el archivo que pudiera hacerse con los productos de su creatividad.

La propuesta pareció, tras una larga discusión, aceptable, ya que no absolutamente pertinente y, por mayoría simple, se aprobó la moción.

-¿Qué haremos, sin embargo, si todos los propuestos en esta lista están, por lo que nos consta, vivos y coleando todavía? -demandó el Presidente del Comité.

-Eso tiene fácil arreglo -expresó, con su habitual decisión y prístina ocurrencia, el profesor Riguroso Poveda.

Y así diciendo, para consternación de los más, sacó una pistolita del bolsillo, y allí mismo se descerrajó la cabeza.

FIN

 

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Cuento de invierno: Saber para olvidar

9 febrero, 2014 By amarias2013 Deja un comentario

Alguna vez hemos escuchado que para ser auténtico sabio hay que saber lo que se ignora, juego de palabras de apariencia estúpida si no se fuera capaz de descubrir que ese segundo saber al que se refiere el aforismo consiste en poner límites a los territorios de la ignorancia, sin preocuparse por adentrarse en ellos.

Por otra parte, con el avance implacable de la edad, todo ser humano comprueba que va ignorando incluso lo que sabe, con lo que, si la vida del sujeto, ya sea instruido o analfabeto, llega a ser lo suficientemente longeva, se llega a un estado de ignorancia perfecta, un incompetente incluso para recordar el propio nombre.

Resulta emocionante comprobar, sin más que aguardar a que la naturaleza haga su cruel trabajo, que el mayor de los sabios puede volverse incapaz de apuntar una sola certeza en la página en blanco de su memoria. Una preparación, por lo demás, sorprendente, para lanzarse por el camino de alcanzar la omnisciencia que suelen prometer las religiones verdaderas, ya que se sale de este mundo físico, si se llega a completar el ciclo vital sin interruptus, desprovisto de cualquier resto de inmundicia lógica adquirido en él.

Tengo ahora en mis manos uno de los libros de Jean Henri Fabre (1823-1915), naturalista, entomólogo y poeta, que corresponde a la deliciosa colección “Souvenirs Entomologiques”. Fabre fue un observador cuidadoso de la naturaleza, y sus escritos, cargados de poesía y con un vocabulario esplendente, sugieren los elementos descritos, con tanta perfección y riqueza de términos, que suelen hacernos creer frecuentemente que los tuviéramos a la vista.

Cuenta Fabre que, un día, Louis Pasteur (1822-1895) llamó a su puerta. Aunque no recoge la fecha, supongo que debía ser sobre 1865, cuando el Gobierno francés encargó a Pasteur estudiar la plaga que estaba destruyendo la industria de la sericicultura en la región de Aviñón. Ambos tenían la misma edad, se encontraban en la plenitud de sus vidas y, aunque ya habían realizado trabajos destacables, puedo imaginar que Jean Henri no tenía razones especiales para admirar a Louis, del que “había leído su hermoso trabajo sobre la disimetría del ácido tártrico” y “había seguido con vivo interés sus investigaciones sobre la generación de los infusorios”.

A Fabre le sorprendió que Pasteur no tuviera ni idea de lo que era una crisálida, la metamorfosis o cualquiera de los “mil menudos secretos de la entomología” que sabría “el último niño de la escuela” y…sin embargo, reconoce al recordar esta anécdota “iba a revolucionar la higiene de los criaderos y los gusanos y aún la medicina y la higiene en general”.

La conclusión que extrae Fabre de esta observación de la ignorancia de aquel colega que merecería los más altos laureles, me ha parecido espléndida. “Animado por el magnífico ejemplo de los capullos, me impuse adoptar el método ignorante en mis investigaciones sobre los instintos. Leo muy poco (..) No se nada, tanto mejor: mis interrogaciones serán más libres (…)”

No estoy seguro de si esto parecerá un cuento al lector. Si lo incluyo aquí es porque, cuanto más medito sobre el método ignorante, más sabio me parezco. Tal vez a Vd. le pueda suceder lo mismo.

Y si no fuera así, me permito recordarle que, al final, …todos calvos y, aunque nos cueste admitirlo, ignorantes.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: cuentos, cuentos de invierno, entomólgo, Fabre, gusano de seda, ignorancia, infusorio, olvidar, Pasteur, saber, sabio, sericicultura

Cuento de invierno por Navidad: La fallida revisión de los 2.000 años

23 diciembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Las cosas no suceden así, pero, como no sabemos cómo sucedieron la primera vez, podemos imaginarnos algunos detalles de cómo puede discurrir la segunda. Si sucediera, y en caso de que la información de que disponemos de la primera fuera fiable.

Para situar el tema en su dimensión correcta, es preciso desplazarse a una dimensión superior a la que nos movemos los mortales. En ese lugar cósmico ene-dimensional, en donde las fuerzas superiores, dirigidas bajo la suprema y única autoridad del Dios de todos los dioses, ángeles, arcángeles, dominaciones, bienaventurados y desgraciados, así como de potestades, se reúnen de cuando en cuando para hacer una valoración de cómo van aquí y allá las cosas, queremos suponer que en un determinado momento, se esté procediendo a valorar la evolución de la Humanidad.

Un proyecto ambicioso, complejo, que permitió dotar a una criatura finita, vulnerable, de la capacidad singular de analizar lo que le rodea, e influir sobre ello. Una cuestión menor, intrascendente y hasta inapreciable en el marco de los infinitos de cualquier orden, pero que adquirió una proporción descomunal para ese habitante de un planeta minúsculo del Sistema Solar, llamado Tierra, que pretende ser el centro del cosmos.

Aceptaremos, para entendernos, que los nombres que hemos dado a las cosas que conocemos es el mismo que reciben por parte de los controladores cósmicos, y que, con el debido respeto, seremos capaces de poner por escrito sus pensamientos, o como queramos llamar a los productos derivados de su forma de ser, ordenando esas ideas según una secuencia temporal, con su principio y su fin, su camisita y su canesú y todo ello, en lenguaje humano.

-Es evidente que se hace necesaria una actualización completa de los códigos por los que deberían regirse los humanos -diría, para abrir boca, el dios de las Cosas Bien Hechas, apareciendo como lo que le corresponde, una eclosión fantasmal en la metafísica de la divina Pléyade.

-No lo percibo así desde mi infinita sabiduría, que nada tiene que envidiar, desde luego, a la tuya. Los principios que rigen la evolución del hombre están claros desde que se propició el salto del primate al homínido. Son inmutables, porque son parte de nuestra esencia: la completa verdad de las leyes cósmicas, la ausencia infinitesimal de cualquier maldad y la absoluta igualdad de oportunidades dentro de las especies, que está, por tanto, en todo lo creado por nosotros y que emana directamente del Innombrable, el que Todo lo Percibe. Cuestión distinta es que algunos humanos, sobre todo, desde la aparición del hombre de Atapuerca, se hayan desviado en las aplicaciones, tergiversándolas y adulterándolas, hasta hacerlas irreconocibles -replicaría el dios de las Ocasiones Desperdiciadas.

-En todo caso, y a salvo de lo que diga el Dios superior al que toda gloria sea dada -sería la reflexión espontánea que emitiría el dios menor de las Adaptaciones Posibilistas-, no se trata de adaptar las ordenanzas inmutables a las peculiaridades del momento, sino de hacerlas patentes, quitándoles la roña física que se acumula con los siglos. En cada uno de esos minúsculos seres siguen impresos los principios éticos a que te has referido, por lo que siempre han tenido una referencia en sí mismos, enmascarada ahora porque, en lugar de mirarse dentro de sí, sus sentidos se orientan hacia fuera. Esto dicho, sin embargo, no podemos ignorar que, aunque no lo ha sido en la dirección correcta, la Humanidad sí que ha avanzado en eso que llaman tecnología. Sobre todo, desde hace solo unos pocos años -se me hace difícil emplear esa terminología, hermanos-. Por no hablar del conocimiento de fenómenos, misterios y circunstancias que durante cientos de miles de años nos atribuyeron a nosotros, al azar, al mercado, o a la magia.

-Cierto que sí, queridos dioses de esta Pléyade, y alabado sea el que está por encima de todos nosotros. Han pasado cientos de miles de años y muchas vicisitudes por las generaciones humanas -podría ser ésta la aportación al cónclave de la diosa de la Tolerancia Admisible-. Fijémonos, sin embargo, en que la confusión actual no es menor para los humanos, sino mayor que nunca. Las desigualdades han crecido, las oportunidades de felicidad, no son las mismas, porque dependen, sobre todo, de las fuerzas del mal. Por eso, debemos actualizar las referencias que, en su momento, cumplieron la misión de señalarles el camino, no importa si las atribuyeron a dogmas religiosos o a códigos morales. Ahora, cuando ya ha pasado casi todo el tiempo que habíamos previsto para los humanos, o les indicamos aquellas referencias que les ayuden a enderezar el camino y, de paso, a acelerar su ritmo, o nunca llegarán al sitio para el que los hemos creado, perdiéndose en los recovecos de la futilidad más despreciable.

El debate que se inició en la Pléyade de los dioses fue muy intenso, y como con todas las entidades para las que el tiempo no significa nada, interminable. Cuanto más expresaban, más sabiduría generaban, y más necesidad de precisar se desarrollaba en ellos. Por fortuna suprema, no faltaban algunos entre los dioses que exponían sugerencias prácticas, como realizar un sorteo para detectar poblaciones candidatas a servir de emplazamiento para el nacimiento de un nuevo niño Dios. Pero se negó la premisa mayor, que era negarlo todo. La mayoría desechó, sin necesidad de votación, sino por ciencia infusa, que la propuesta era costosa en esencias divinas, innecesaria formalmente e incluso, peligrosa para la propia identidad de las divinidades, pues las técnicas de detección de ADN y otros procedimientos experimentales, aunque elementales, podrían poner en evidencia la naturaleza de los dioses, y causar honda conmoción entre los humanos, creando incómodos contratiempos en el proyecto cósmico.

-Alto ahí. Las técnicas de las que actualmente disponen los humanos son más que suficientes para que interpreten un mensaje, si las claves con el que las emitimos dejan entrever que la instrucción proviene de las profundidades cósmicas y no ha surgido de un farsante -sería la opinión de la diosa de la Tecnología Suprema.

A pesar de su sensatez, la propuesta resultó controvertida, pues no se reconocía a ningún ser humano, en la generación vigente, la autoridad suficiente como para que su palabra fuera aceptada por todos -se manejaron, entre otros, los nombres, eso sí, de Messi, Ronaldo, Francisco, Barak, Xi, Vladimir, Mariano y Angela-, ni existía científico o filósofo con tal solidez que sus conclusiones no fueran de inmediato, quién sabe por qué siniestros caminos, rebatidas como erróneas. Por cierto, hubo grandes discrepancias a la hora de proponer representantes de este segundo grupo.

Decidido, pues, que el mensaje no consistiría esta vez en ningún demiurgo para que enseñara, con su sacrificio y virtud, a los descarriados humanos ejemplo de vida alguno, el debate se centró, solo en la forma y en su contenido, que debería ser escueto, general, y contundente como una patada en el hígado. Habría, por supuesto, de tener validez para todos los habitantes de la Tierra, independientemente de su lugar de residencia, del color de sus manos o de la rama étnica por la que hubieran evolucionado desde el primer mono bípedo, haciendo abstracción, tanto fuera para bien como para mal, de su nivel económico o su capacidad intelectual. Había consenso en que debería reimprimirse en todos y cada uno de los seres humanos, como una marca de ganadería.

Reaparecieron aquí las tendencias particulares de cada deidad, producto de sus propios orígenes, ya fueran fantasiosos, intelectuales o degeneraciones inexcusables. Había quien, como el dios de la Guerra (que desde hacía varios pestañeos se hacía llamar de la Defensa), opinaba que deberían enviarse meteoritos que chocaran contra las ciudades más representativas del desarrollo humano, destruyéndolas. Otros, como el dios de los Acontecimientos Provocados, estaba a favor de levantar varios tsunamis allí donde no hubiera apenas agua o enviar calores abrasadores a las zonas más gélidas de la Tierra, para que la contradicción fuera patente con los principios físicos manejados en la Tierra.

Cuando la discusión estaba en su punto más acalorado, entró Dios, el Innombrable, el que Es, el que Permanece sobre todo lo contingente. Todos se rindieron a su evidencia y guardaron un nanosilencio respetuoso. No necesitaban decirle nada, porque, en su infinita sabiduría, todo lo sabía, todo lo tenía presente (pasado como futuro) y todo lo convertía, con su sola esencia, en música celestial y arrobo místico.

-Vuestra inquietud es impropia. Tengo decidido desde el principio de los tiempos lo que se ha de hacer.

Todos bajaron la vista, sin osar mirarle. Y Dios continuó.

-Nada. No se va a hacer nada-

-¿Nada? -osó preguntar la diosa de la Duda Persistente.

-Nada de nada-confirmó Dios-. En toda la eternidad tendremos infinitas oportunidades para mejorar cuanto se nos ocurra, que es indefinido al tiempo que inconmensurable. No perdamos, por ello, ni una mónada de tiempo más. Esta vez, este experimento de propiciar un ser contingente que piense por sí mismo, la consideraremos como una prueba y, de entre las pruebas, la marcaremos como fallida. En el cómputo infinito, este fracaso no tendrá importancia alguna y todo quedará, como debe ser, entre nosotros.

El silencio volvió a imperar sobre los sonidos en las inmensidades cósmicas, y los dioses mayores, menores y medianos se habrían puesto de inmediato, supongo, a hacer de las suyas, como si aquí, en la Tierra, no hubiera pasado nada. Que no es poco.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: Atapuerca, cósmica, cuentos de invierno, dioses, duda, humanidad, importancia, inconmensurable, infinito, Navidad

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