Habían transcurrido aproximadamente dos horas desde el despegue, y los pasajeros se preparaban mentalmente para el aterrizaje, pues calculaban que estaban a punto de llegar a su destino. Para la mayoría, sería el comienzo de sus vacaciones.
El cielo estaba despejado, luminoso, magnífico.
Por los altavoces interiores del avión se escuchó una voz, que hablaba en una lengua que no todos los pasajeros conocían:
-Les habla el comandante de la nave. Mi nombre es Huá Chao Ming y tengo el placer de anunciarles que este será, para todos nosotros, nuestro último vuelo. Contrariamente a lo que estaba anunciado, he decidido enfilar rumbo al océano, hasta que el combustible del avión se agote, en cuyo momento el aparato caerá irremisiblemente al mar. He desconectado todos los localizadores hace ya un rato, por lo que desde tierra nadie podrá saber dónde nos encontramos, ni cómo encontrarnos hasta que nuestro destino se haya cumplido.
Por el pasaje, empezando por quienes entendían el idioma en el que se expresaba el piloto, se extendieron los gritos de estupor y de pánico, cubriéndolo todo de consternación espesa.
-¿Qué ha dicho? -preguntó alguien, quitándose bruscamente los auriculares con los que estaba escuchando canciones de los Beach Boys.
La voz del comandante seguía con sus prolijas explicaciones:
-Calculo que tienen ustedes seis horas hasta que se agote el combustible para poner en orden sus ideas, encomendarse a su Dios, o maldecirme. No importa lo que hagan, no tendrá ningún efecto sobre una decisión que yo he tomado por Vds. La puerta de la cabina está automáticamente cerrada, sin posibilidad de acceso desde el exterior y el copiloto y el mecánico están aquí, a mi lado, inmóviles, pues les he proporcionado un sedante que les ha causado un coma profundo, del que nunca despertarán. Yo me dispongo a beber del mismo líquido, por lo que a partir de ahora solo el piloto automático guiará el avión. Ofrezco el sacrificio de todos ustedes a la única fuerza en la que creo, que es la Fatalidad, y lo hago como mensaje hacia la que fue mi esposa Huó Xeng Shú: Caiga la sangre de estos inocentes sobre tu infidelidad .
El sobrecargo corrió hacia la cabina, y trató de abrir la puerta. En efecto, estaba cerrada herméticamente por dentro. Varios pasajeros se levantaron y, atropellándose por el pasillo del avión, en loca carrera hacia delante, se dedicaron a aporrearla por turnos. Nadie contestó; nada se oía.
Otros, tomando sus teléfonos móviles, se esforzaban en encontrar la mínima cobertura en las ondas por la que poder lanzar una llamada de auxilio. No había respuesta satisfactoria; se habían interceptado o bloqueado todos los canales.
Pasaron varios minutos, y el pánico crecía, incontenible. El aparato seguía una línea recta, imperturbable; los motores quemaban combustible de manera regular, mecánica, impecable. Majestuosa.
Algunas personas gritaban. Otras, aún sin saber qué hacer, buscaban en su equipaje, como si en él pudieran encontrar la solución. Quién, rezaba.
-¿No se puede hacer nada? -preguntó a una de las azafatas, que estaba pálida como una acera después de las lluvias de verano, un tipo gordo y de ojos saltones, al tiempo que la zarandeaba, presa de pánico.
Un tipo con talante místico arrebatado, ocupó el centro del pasillo y, con voz demasiado alta, propuso:
-Aprovechemos este tiempo para rezar. El comandante ha dicho que disponemos de seis horas. Quizá tengamos incluso suerte y el avión caiga en una zona en donde puedan rescatarnos. Seguro que ya se han dado cuenta de que nos hemos desviado de nuestra ruta. Tengamos fe. Algo sucederá.
-¿Quién asegura que tenemos seis horas de combustible? -fue la pregunta irrelevante de un hombre de negocios, que no había dejado ni por un momento de apagar y encender su ordenador portátil, a la espera de no se sabía muy bien qué reacción.
-¿Y qué importa que sean seis horas o dos minutos? ¿Qué duda cabe de lo que nos va a suceder? ¡Lo único cierto es que nos vamos a estrellar!
Los pasajeros que estaban ocupando asientos junto a la ventana observaron el cielo, que era limpio y azul, como cualquier día perfecto.
Una mujer joven, que había estado callada, se dirigió a su vecino de asiento con una tímida sonrisa:
-Me llamo Michelle. No quiero pasar mis últimas seis horas sentada al lado de alguien que no conozco. ¿Le importa contarme algo de su vida?
Mientras el fuel se agotaba, se mantuvieron hablando y hablando, hasta que comprendieron que su tiempo también se acababa. Entonces, gritaron como todos.
FIN
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