Tal vez había transcurrido media hora. Miraba la calle por la ventana, a la espera que apareciera el coche de un momento a otro.
Llovía y, aunque llevaba puestas las gafas, las gotas de lluvia que se adherían a los cristales no le permitían distinguir claramente las escasas figuras que, protegidas por sus paraguas, se esfumaban a toda velocidad hacia sus destinos. La calle húmeda reflejaba las luces de colorines, centelleantes algunas, con las que la ciudad celebraba aquella fiesta singular.
Apretaba los dientes para soportar mejor el dolor.
Recordó aquella ocasión en la que hablaba a sus alumnos del sentido de la celebración de la Navidad. Con transparente nostalgia, se lamentaba de que la sociedad apenas guardaba memoria del origen de aquella festividad. Como profesor de la asignatura optativa de Historia de los Hechos Singulares de la Humanidad, se esforzaba, con éxito cuestionable, en ofrecer una formación cultural a aquellos educandos que vivían entregados al placer de la ignorancia absoluta.
-¿El Nacimiento de un niño dios? -le replicó uno de sus alumnos- ¡Qué tontería! ¡El mundo evoluciona por azar!
Por fin, las luces intermitentes de la ambulancia le avisaron de que el vehículo estaba ya allí, detenido junto al portal. No esperó a que llamaran al timbre. Cogió una carpeta y la bolsa que tenía preparada y se dirigió hacia el ascensor. Al llegar a la calle, dos jóvenes estaban montando una camilla.
-Les he llamado yo.
Le miraron con curiosidad. La mascarilla dejaba ver unos ojos cansados, enmarcados por un pelo blanco, fuerte.
-¿No le acompaña nadie?
-No. Estoy solo. Tengo un hijo y se ha ido a esquiar con los suyos a los Apeninos.
Y aclaró:
-No necesito camilla. Puedo defenderme solo, por ahora.
Pronunció “por ahora” como si tuviera el control del tiempo.
La crisis respiratoria se agudizó tan pronto como entró en la ambulancia. Con diligencia profesional, una joven de bata verde le enchufó a la botella de oxígeno.
-En esa carpeta llevo mi historial clínico. Estoy a tratamiento por metástasis en la mitad de los órganos del cuerpo.
-No hable, abuelo. Resérvese para cuando lleguemos al Hospital.
En el recinto hospitalario le trataron como a un viejo conocido. Pronto -así le pareció, aunque habían pasado tres horas, entre los trámites de admisión, la toma de temperatura y las pruebas para comprobar si aún mantenía trazas del virus en la sangre- se encontró instalado en una habitación.
-Desnúdese. Póngase esa bata y espere echado en la cama. Vendrán a buscarle para la operación cuando quede una sala de quirófano libre.
-¿Operación? -el anciano miró, sin disimular su extrañeza, al tipo, que ya se iba. -¿De qué me van a operar?
No obtuvo respuesta. El hombre se fue, dejando la puerta abierta. A los veinte minutos, una enfermera apareció para ponerle la vía.
-¿No se ha cambiado aún? Dentro de poco tiempo le llevarán al quirófano.
Con ademán decidido, le quitó la chaqueta, la camisa y la camiseta y le colocó, con diestra mano, la vía en una vena del brazo.
-Quiero hacer una llamada-manifestó, cuando ya le iban a subir a la camilla para llevarlo a la sala de operaciones,
-Acérqueme el móvil, por favor -suplicó.
El celador le puso el teléfono en la mano y llamó al primer número de la lista.
-Soy el abuelo. ¿Qué tal lo estáis pasando?
-Esto está genial -contestó una voz infantil- La nieve, estupenda. Es la mejor Navidad que nunca he pasado.
.Me alegra mucho, pequeña. ¿Están papá o mamá por ahí?
-No, ahora están abajo, con unos amigos.
-Dáles un abrazo.
-¿No quieres que te llamen luego? ¿Pasa algo?
-No, qué va. Aquí todo está en orden.
-Abuelo, tienes que animarte a venir el próximo año.
Seguro -dijo, con una voz que no sonaba muy convincente-. Pasadlo bien, nena. Nos veremos a la vuelta.
Devolvió el aparato telefónico al celador y éste lo colocó en un cajón de la mesita de la habitación.
Las luces intensas del pasillo fue quizá lo último que recogieron aquellos ojos cansados de mirar, en los que se había agotado la capacidad de sorpresa.
FIN
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