Sería en Inglaterra la hora del té, aproximadamente, cuando la Sra. Fernández de Litio (emparentada, por línea materna, con los González de la Buena Mesa), se lo comunicó a su hijo, Fernandito, al que todos llamaban Nito.
-Mañana vendrá a pasar unos días con nosotros el hijo de los Brown, Guillermo. Es decir, Willy.
Nito, que estaba preparándose un bocata con dos lonchas de jamón serrano que acababa de coger de la alacena, no disimuló su disgusto.
-No conozco a ningún Willy, -dijo, dando un mordisco descomunal al bocadillo, por lo que apenas se le entendía. Pero su madre sabía leer incluso su pensamiento.
-No hables con la boca llena -le recriminó su madre-. Yo tampoco lo conozco. Tu padre hizo amistad con el suyo, que es un hombre de negocios, y han decidido que paséis una temporada con cada familia.
La cuestión era no solamente no conocía a ningún Willy, Guillermo, o como quiera que se llamara el hijo de los Brown, sino que, además, como se creyó en la obligación de recordar, por si hacía falta, era justamente pasado mañana cuando se iría de campamento de verano con los compas del colegio al bosque de Muniellos.
-No te preocupes, por eso. Papá ya habló con el Hermano Pablo y Guillermo puede ir con vosotros. Haréis muy buenas migas, seguro.
Al día siguiente, Nito, su mamá y el chófer de la fábrica del papá, fueron a recoger a Guillermo a la estación de autobuses de Gascona. Por unos instantes, creyeron que el niño habría perdido la conexión, porque no aparecía por ningún lado.
Bajó gente muy seria con sombrero de ala redonda y bigote recortado, una señora mayor que, al parecer, vivía en Santa Susana, porque eso dijo cuando cogió el único taxi que había en la parada, varios estudiantes que festejaban haber aprobado el primer examen para ingreso en la Escuela de Ingenieros Industriales (no todos, quizá solo uno de ellos, aunque todos parecían igual de contentos), dos jóvenes amigas que trabajaban de enfermeras en la clínica de la Concepción y venían de permiso,…
Por fin, una señora de cierta edad, puso pie en tierra, tirando, bien agarrado a su mano, de un jovenzuelo de pelo negro alborotado, vestido como para ir al polo norte. Así de abrigado estaba.
Era, sin duda, Guillermo Brown. Zapatos sucios de barro seco, medias caídas, señales de viejas cicatrices de peleas libradas con monstruos imaginarios en piernas y rodillas… Y una locuacidad imparable. Parecía estar discutiendo de algo muy importante, vital, con la señora que lo acompañaba, aunque, como hablaban en inglés, los que esperaban en el andén no entendían ni papa.
Guillermo gesticulaba y señalaba, con la mano libre, hacia el interior del autobús.
-¿Es Ud. la señora Fernández? -preguntó a la señora Fernández la recién llegada, sin soltar su presa de la mano. Y sin esperar respuesta, continuó:
-Este es el niño, Guillermo. No sabe hablar español, y ha perdido o le han robado la maleta en el aeropuerto de Barajas. Está convencido que ha sido un tal Emilio Salgari.
Guillermo tenía entonces once o doce años, los mismos que Nito. Los dos niños se miraron, sin intercambiar una sola palabra.
En un descuido, Guillermo volvió a entrar en el autobús, y volvió con un libro. El pequeño inglés no traería equipaje, pero ahora mantenía un libro en la mano, que alargó, acompañado de una larga perorata en su idioma, a su colega infantil.
El libro estaba escrito en español, editado por la Editorial Molino. Su título era “Guillermo el salvaje” y su autor (después se supo que era, en realidad, una señora) era Richmal Crompton.
Las vacaciones en Muniellos resultaron inolvidables. Por aquel entonces, no había problemas en hacer una acampada en aquellos parajes, en donde la naturaleza guardaba montones de secretos, que los mayores nos trataban de desvelar, pero que los niños mezclábamos con buenas dosis de fantasía, haciéndolos más interesantes.
Los pequeños excursionistas pescaron truchas dejando anzuelos durmientes en los arroyos, aprendieron a distinguir acebos, serbales y alisos, descubrieron que había plantas con raíces comestibles (y, mucho más interesante, dos o tres muy venenosas, según fueron advertidos) y un par de ellos, cuando se perdieron, creyeron haber visto un urogallo.
Por las noches, en torno al fuego que hacían los monitores, Guillermo Brown contaba alguna de sus muchas aventuras, que uno de ellos, Perico Trullo (el hijo de un panadero del Fontán), que estaba estudiando filología inglesa, traducía con soltura.
Se hizo muy popular entre los escolares, especialmente cuando, utilizando su facilidad para imitar sonidos, le hizo creer al Hermano Pablo que un oso se le había colado en la tienda de campaña. Fue divertido ver correr al fraile en calzoncillos marianos, rezando padrenuestros como un poseso.
¿O es que esto no sucedió, y nos lo imaginamos también?
Encontré por casualidad a Nito el otro día y, cuando le pregunté, me dijo que conservaba el libro. Había perdido una de sus tapas rojas, pero en todo lo demás, se mantenía en buen estado.
-¿Tienes los demás libros de la colección? -le pregunté.
-¡Ah! ¿Pero había más libros? -me contestó, en tono distraído. Sin esperar respuesta, dándome una palmada en la espalda, me apartó a un lado, con una brusquedad que me molestó-. Perdona, pero llevo prisa. Ya hablaremos con calma otro día, y recordaremos viejos tiempos. ¿Nos llamamos, eh?
No tengo idea de dónde localizarlo, después de tanto tiempo. Pero tenía que haberle dicho que conservo los 38 libros de la colección.
Incluso, de tarde en tarde, abro uno al azar y releo cualquiera de los relatos. Puede que, en mi fuero interno, tenga la ilusión de beber en las fuentes de la juventud, esa que tanto Nito como yo, como todos cuantos crecimos y nos hicimos mayores, y envejecimos, mientras Guillermo permanecía inalterable, hemos perdido para siempre.
FIN
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